Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz
formas con ella.
—¿Por qué no es una clase? —pregunté, de repente, intentando mantener la concentración—. Quiero decir que… Podrías dar clase a más gente, no hay ningún otro experto sobre el tema en la corte.
Luther apretó mi mano, cerrando mis dedos, y el agua cayó al cuenco, salpicándome.
—Me lo han pedido —me contestó—, pero nunca he querido ser profesor, ese es mi padre.
—Yo creo que se apuntaría mucha gente.
—Tal vez.
Luther entrelazó sus dedos con los míos, elevándolos, y, con ellos, el agua. Después, soltando mi cintura, hizo un gesto con la zurda y acercó la maceta hacia nosotros. Luego bajó mi mano de nuevo y el agua empapó la tierra.
Hicimos que el líquido se repartiera por toda la maceta, despacio, y entonces Luther me empujó hacia delante, hasta que nuestras manos unidas tocaron la maceta y su pecho estuvo contra mi espalda. Podía sentir las semillas enterradas en la tierra. No entendía de magia norteña, ni de luchar o crear arte, pero sí entendía de plantas y de cómo funcionaban. Puse de forma instintiva mi mano izquierda sobre la mano de Luther que sostenía mi cintura, como quien se agarra a una cuerda para no caer, y puse la otra, aún entrelazada con la suya, en el lateral de la maceta, cerrando los ojos.
Esa era la más pura de las magias, aquella que simplemente aceleraba la forma en que la naturaleza funcionaba. Sentí cómo el agua empapaba las semillas, cómo estas se partían, cómo los brotes surgían de ellas… El olor fresco y húmedo de la tierra inundó mis sentidos, como una tormenta primaveral.
—¿Qué es? —susurró Luther en mi oído.
—Vida —le respondí abriendo los ojos.
Vi cómo los brotes rompían la tierra y crecían, crecían, crecían, absorbiendo la luz que entraba por los ventanales, verdes primero, abriéndose y dividiéndose, floreciendo después en multitud de pétalos azules.
Reconocí los nomeolvides y, cuando estuvieron en plena floración, me detuve y me giré hacia Luther. No fui consciente de lo cerca que estábamos, ni de cómo sus brazos seguían rodeándome. Lo único en lo que podía pensar era en la increíble sensación de haber llevado un puñado de semillas a florecer en unos momentos, de haber creado vida donde minutos antes solo había tierra.
—Gracias —le dije.
Él asintió, apartándose y estirándose el chaleco.
—Deberías empezar a practicar por tu cuenta —me dijo como despedida.
—Claro.
Cogí mi chaqueta, me despedí y salí del aula. Llegué a mis habitaciones, aún absorta en mis pensamientos, y Sara me miró, extrañada.
—¿De dónde vienes?
—De mi sesión con Luther Moore.
Sara comprobó su reloj.
—¿Todavía? ¿Y tan contenta?
Alcé las cejas y me dejé caer en el sofá.
—¿Se me ve contenta?
—Tienes un… brillo extraño en la mirada. Y juraría que hay incluso algo de color en tus mejillas.
Resoplé. Ni que ella fuera menos pálida que yo.
—Hemos estado practicando con plantas —le expliqué—. Ha sido increíble.
—Tú y las plantas —murmuró volviendo a sus papeles.
—¿Tú qué estás haciendo?
—Trabajo del Comité. Vamos a dar un baile pronto.
—¿De gala? —me quejé.
—Por supuesto que de gala —me respondió Sara, ofendida—. Pero no te preocupes, no te voy a hacer ir.
—¿Cuándo es?
—Dentro de diez días. Y nos han avisado hoy —protestó—. Se supone que es para integrar mejor a los recién llegados, pero Noah cree que es una maniobra de distracción, por los rumores sobre lo que están haciendo en Daianda.
—Tiene pinta.
—Pues ya podrían buscarse otra forma de distraer a la gente, organizar todo esto con tan poco tiempo es imposible.
—No te agobies, ya verás como en dos días lo tienes todo bajo control.
Dejé a Sara con su trabajo y me fui a mi cuarto.
Metí la ropa limpia en el armario, recogí los papeles que tenía sobre la mesa y me senté a leer junto a mis plantas. Pero no podía concentrarme en las palabras que había ante mí. Seguía pensando en la sesión con Luther, en lo increíble que había sido poder crear vida con mis propias manos, con mi magia. Quería intentarlo de nuevo, pero sabía que sería un derroche, porque mis plantas estaban perfectamente cuidadas y acababa de tener la sesión, por lo que no tenía sentido practicar cuando aún podía recordar el cosquilleo de mi magia contra mi piel.
Me pasé el día intentando pensar en otras cosas y distraerme, pero acabé saliendo de la cama a medianoche, convencida por el hecho de que Luther hubiera insistido en que practicara por mi cuenta. Y, de todas formas, se trataba de algo académico, así que realmente no era malgastar magia, ¿no?
Antes de cambiar de idea una vez más, saqué varias semillas de una caja y las puse en una maceta vacía. Regué la tierra con cuidado y, cuando estuvo lista, me situé frente a ella. Con una mano pegada a la maceta y la otra en mi cintura, me concentré en mi magia. Sin la voz y la presencia de Luther, tan lejos de la Sala de Esgrima, me resultó algo más complicado hacerla fluir, pero lo conseguí.
Busqué con mi magia entre la tierra hasta encontrar las semillas y empecé a llenarlas de agua poco a poco. Sin embargo, pronto sentí que no era suficiente. Canalicé más magia, notando que derribaba mis barreras naturales, pero apenas percibía algún cambio en las semillas. Decidida a no darme por vencida, seguí utilizando aún más magia y, por fin, sentí cómo las semillas se partían para dejar salir los brotes.
Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que las piernas me fallaban hasta que caí al suelo de rodillas, sin poder siquiera sujetarme a la mesa. Sentí que se me aceleraba el corazón, incapaz de mover las manos ni de incorporarme. Corté inmediatamente el acceso a mi magia y, poco a poco, noté cómo las fuerzas volvían a mi cuerpo.
Me senté contra la pared, con la respiración todavía alterada. Luther me había advertido varias veces de que no podía dejarme llevar, pero en sus clases ni siquiera había llegado a cansarme. ¿Cómo podía haber ocurrido eso? ¿Cómo podía haber perdido el control de esa manera?
Cuando sentí que la habitación dejaba de dar vueltas a mi alrededor, me cogí de la mesa y me puse en pie, helada y dolorida. Me metí en la cama, me tapé con las mantas y me quedé dormida al instante.
A la mañana siguiente me levanté a oscuras para descorrer las cortinas de la ventana, asustada ante la idea de volver a usar mi magia para encender las velas. Después fui directa a la maceta que había utilizado la noche anterior, sobre mi escritorio.
Estaba vacía.
Ni planta frondosa ni brotes ni nada. Solo tierra. Con el corazón encogido, metí la mano en ella y la revolví hasta encontrar una semilla. La saqué y la acerqué a la ventana para verla mejor. Había un pequeño brote en ella, diminuto. Volví a meterla en la maceta y la tapé con cuidado.
Me dejé caer en la silla, intentando ordenar mis pensamientos. Había pasado años trabajando en el invernadero. Sabía que había gente con más talento para ciertas tareas, que Ane era capaz de hacer que un manzano diera fruto durante todo el año, que Liam conseguía que ningún brote perdiera fuerza mientras crecía. Pero todo el mundo tenía sus límites. La magia tenía sus límites. «¿Cómo mueves una montaña con tu magia?», nos habían enseñado en la escuela. «Piedra a piedra».
¿Cómo