Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


Скачать книгу

      Varios contestaron al mismo tiempo:

      —Nuestros padres.

      —Los adultos.

      —Más o menos. Los eligen cada cuatro años todos los mayores de edad que viven en esa gobernación. Vosotros también podréis votar cuando cumpláis dieciséis años —les expliqué terminando los triángulos. Me giré otra vez hacia ellos—. Y también podréis presentaros a las elecciones, si queréis ser gobernadores o miembros del Consejo. ¿Quién los elige a ellos?

      Los niños dudaron de nuevo.

      —¿Todos los mayores de edad de Ovette…?

      Sonreí una vez más ante su miedo porque se tratara de una pregunta trampa.

      —Eso es —contesté dibujando pequeños puntitos debajo de los triángulos hasta llenar la pizarra—. Así que tenemos a Lowden, elegido por los consejeros, que son elegidos por los ciudadanos de Ovette. Y tenemos también a un montón de gobernadores, que son elegidos por los ciudadanos de sus gobernaciones. Pero, si hacen mal su trabajo, saben que después de cuatro años no los volverán a votar. Con lo cual…, ¿quién manda entonces en Ovette?

      —Los ciudadanos —respondieron los niños.

      Sonreí, asentí y les di la razón.

      Ojalá fuera verdad. Ojalá fuera tan sencillo y no importara dónde hubieras nacido, o el dinero que tuvieras, o quién fuera tu familia. Pero ese era un tema para otra lección.

      3

      Cuando llegué a la Sala de Esgrima para la siguiente sesión, Luther ya estaba allí y había vuelto a cerrar las cortinas, dejando un par de candelabros encendidos en el suelo.

      —Buenos días —lo saludé quitándome la chaqueta.

      —Hoy intentaremos repetir el mismo ejercicio que el otro día —me dijo, impaciente—, para comprobar si fue solo la suerte del principiante, o si tienes algo de talento real.

      —De acuerdo —acepté, intentando no sentirme ofendida.

      Me acerqué a él y Luther repitió los mismos pasos que en la primera sesión. Dirigió mi respiración con su voz suave y aterciopelada, aunque, al contrario que unos días antes, no conseguía relajarme. No podía dejar de pensar en la advertencia de Jane Durant y en lo que Sara me había dicho. La Guerra de las Dos Noches, los rumores que había en la frontera, lo que Luther podía saber sobre ello que fuera de ayuda para el Gobierno… ¿Habría tenido algo que ver con el hechizo que creó Mikke?

      —Aileen, tienes que concentrarte —me dijo, con dureza.

      Abrí los ojos y suspiré con fuerza.

      —Lo siento —murmuré.

      Luther me miró con el ceño fruncido. Fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor.

      —Una vez más.

      Roté los hombros, cerrando los ojos, intentando olvidarme de todo. Luther comenzó a susurrar de nuevo y me obligué a concentrarme en su voz, sintiendo la magia fluir por mi cuerpo. Antes de que pudiera abrumarme como en la sesión anterior, Luther me indicó que abriera los ojos, despacio, y obedecí.

      —Pon la mano derecha ante ti, boca arriba.

      Alcé mi mano, lentamente.

      —Ahora intenta dirigir tu magia hacia tu palma, como si pudieras verla.

      Hice lo que me indicaba y pude sentir el peso de mi magia sobre mi mano, como si hubiera una bola de metal sobre ella. Bajé el brazo sin darme cuenta y Luther extendió su mano para corregirme.

      —No, no la…

      No pudo decir nada más porque, en el momento en que me tocó, se oyó un crac y noté una fuerte corriente en la piel. Me aparté de un respingo, llevándome la mano al pecho. Luther también parecía sorprendido, mirando su mano por un lado y por el otro.

      —¿Estás bien, Aileen? —me preguntó con el ceño fruncido—. Déjame ver.

      Dudé un instante, pero finalmente le ofrecí mi mano. Luther la cogió con cuidado y solo sentí su piel cálida contra la mía. Tenía la sensación de que debía haber alguna marca en mi piel, una rojez, una quemadura, algo, pero no había nada.

      —¿Estás bien? —volvió a preguntarme Luther soltando mi mano.

      —Sí, creo que sí. ¿Qué ha sido eso?

      —A veces la magia reacciona de forma inesperada al entorno, no es nada de lo que preocuparse. Podemos dejarlo aquí por hoy.

      Luther abrió de nuevo las cortinas con un gesto mientras yo flexionaba varias veces los dedos.

      —¿Seguro que estás bien?

      Metí las manos en los bolsillos, alzando la mirada.

      —Sí, sí. No ha sido nada.

      Luther asintió y me marché, apretando el frío metal de mi reloj contra los dedos, intentando borrar la extraña sensación de la magia. No quería darle importancia, aunque tampoco terminaba de creerme sus palabras. Todo el mundo me había asegurado que las técnicas norteñas no tenían nada que ver con la magia oscura, pero… Tal vez la reacción se debía a que él sí la usaba y mi magia había reaccionado así a la suya. Sabía que muchos norteños utilizaban magia oscura, que allí era algo prácticamente normal, pero solo pensar en ello me hacía sentir sucia. Y si lo ocurrido no fuera extraño, Luther no se habría sorprendido, ¿no?

      No ayudó a tranquilizarme que esa misma tarde se presentara en mis habitaciones.

      —Hola —lo saludé, extrañada, al abrir la puerta.

      —Aileen.

      Después de un largo momento, reaccioné y me aparté.

      —Pasa.

      Luther entró en la sala y cerré tras él.

      —¿Quieres un té? —pregunté, al ver que no decía nada.

      —Sí, gracias.

      Le indiqué que se sentara en el sofá y puse la tetera a calentar en la chimenea. Podría haberlo hecho con magia para acelerar las cosas, pero no quería usarla para algo tan sencillo delante de Luther.

      —Quería asegurarme de que estabas bien —dijo él—. Tras lo de esta mañana.

      —Sí, ha sido raro, pero no he vuelto a notar nada.

      Luther asintió y esperamos en silencio hasta que la tetera empezó a silbar. La puse sobre la mesa, saqué mi caja de tés y se la ofrecí.

      —Elige el que quieras.

      Yo cogí una de mis mezclas y me serví. Él curioseó la caja e inhaló el perfume del té blanco con una sonrisa.

      —Buen té del norte. A veces se me olvida que eres m-mitad de allí.

      Lo miré sin poder evitar una sonrisa, algo incrédula por su titubeo.

      —Mestiza, quieres decir.

      Antes de que pudiera negarlo, seguí hablando, removiendo mi cuchara infusora.

      —Puedes decirlo, no me molesta en absoluto la palabra —insistí.

      Luther dio un toquecito a la taza con un dedo y su té estuvo listo al instante. Yo seguí removiendo mi cuchara con deliberada lentitud.

      —No es una palabra apropiada para una Thibault.

      —No soy una Thibault, soy una Dunn —repliqué, cortante—. Como mi padre. Nacida y criada en Olmos.

      Luther se llevó su taza a los labios y dio un breve sorbo.


Скачать книгу