Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz
educativo —me contestó—. Te he dicho mil veces que te unas al Subcomité.
Suspiré con fuerza, deteniéndome ante las escaleras.
—¿Y qué hago yo en política? Soy una Dunn y una Thibault. ¿Quién iba a apoyarme? ¿El norte? ¿El sur? No. Es mejor que siga el camino académico.
—Bueno, tú lo sabes mejor.
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Al día siguiente, cuando fuimos al comedor, mis amigos seguían hablando de lo mismo. Estaban sentados en la mesa alargada de siempre, algo a la izquierda de la tarima elevada donde comía el Consejo. El sol de finales de verano iluminaba el salón a través de las enormes cristaleras que había a ambos extremos, creando un extraño contraste con la conversación.
Sara y yo nos sentamos en un banco al lado de Noah, que estaba hablando en ese momento. Vi la forma en que se apartó el pelo de la cara con un gesto y supe que se le estaba agotando la paciencia.
—¿Cuántas veces lo tengo que decir? Lo que está pasando ahora no se parece en nada a lo que ocurrió entonces. Para empezar, Daianda no ha invadido Ovette.
—Bueno, no sé yo si lo que hizo Sagra puede contar como invasión —replicó Claudia.
Nos quedamos todos en silencio, mirándola. A mí no me había dado tiempo ni a coger la tetera, y dejé el brazo sobre la mesa, inmóvil.
—¿Perdona? —preguntó Ethan, junto a ella.
—Todo el mundo sabe que fue solo una excusa del norte —continuó Claudia ignorando la tensión en el ambiente—. Total, por un par de minas en la frontera que quisieron quedarse…
—Estoy seguro —la interrumpió Ethan, despacio, marcando cada sílaba con cuidado— de que hablas desde la ignorancia, y no con malicia.
Claudia frunció el ceño, pero, antes de poder replicar, Ethan siguió hablando:
—Por mucho que os guste llamarla así, la guerra no duró dos noches. No empezó y terminó aquel día en la frontera, empezó cinco años antes en Laiens. Sagra se quedó las minas, pero al pueblo le prendió fuego y mis abuelos murieron para que mi madre embarazada pudiera escapar. Así que no te atrevas a decirme que aquello no cuenta, que la guerra fue por un capricho.
Los demás apenas nos atrevíamos a respirar. Las dos mitades de Ovette llevaban siglos enfrentadas por lo mismo: en el norte tenían sus minas de oro y piedras preciosas que exportaban a otros países, mientras que el sur se dedicaba a alimentar al país a cambio de madera y productos extranjeros. No era una discusión nueva y, además, nosotros ya conocíamos la historia de Ethan. Pero el hecho de que, pese a su timidez, hablara tanto delante de alguien a quien apenas conocía… Incluso Claudia sintió la fuerza de sus palabras.
Por suerte, trajeron la comida cuando el silencio empezaba a hacerse incómodo, y Liam aprovechó para cambiar de conversación:
—Ane te manda saludos —me dijo dándome las tostadas—. Dice que a ver si vas por los invernaderos a dar una vuelta.
—Tengo que pasar, sí —le contesté.
Cogí una tostada y le pasé el plato a Claudia. Ella, con toda la naturalidad de la costumbre, partió un trozo de pan y lo mojó en su té. Sara se quedó mirándola fijamente mientras la chica cerraba los ojos un instante, antes de comerse el pedazo de pan. Al ver que Noah y Sara compartían una mirada de burla le di un codazo, pero Liam ya se había dado cuenta. Frunciendo el ceño, él también cogió un trozo de pan y lo mojó. Por un momento, dudé, sin saber si debía hacerlo yo también, pero Noah carraspeó y empezó a hablar con Ethan, por lo que supuse que el momento había pasado.
Cuando terminamos de desayunar me quedé sentada con Sara, que se había servido un segundo té, y en cuanto los demás se marcharon, se giró sobre el banco hacia mí. Los pequeños cristales que decoraban su pelo recogido tintinearon con el movimiento.
—¿La has visto? —me preguntó con un falso susurro.
—Sara.
—Como si fuese el Festival de la Cosecha, o algo.
Chasqueé la lengua y resoplé, aunque en realidad Sara tenía algo de razón. Incluso en el sur era raro ver a alguien mojando el pan en su bebida a menos que se tratara de una ocasión especial. Era una forma simbólica de consumir los tres elementos básicos de la vida: comida, bebida y magia. Pero era una de las costumbres más supersticiosas del sur y había caído en desuso en la vida diaria, sobre todo en un lugar como Rowan, donde llegaban a difuminarse las líneas entre un lado y otro del río.
—No seas mala —protesté al final.
Sara me miró, removiendo el azúcar en su té.
—Tú y Liam no sois así —se justificó.
—No del todo —repliqué—. Y, de todas formas, da igual. La chica es idiota, sea de dónde sea.
Sara negó con la cabeza, poniéndose seria.
—No, no creo que sea por ser sureña. Es cosa de su generación —dijo.
Solté una carcajada.
—¿Como que su generación? Tiene casi la edad de mi primo.
—Y tu primo con diecinueve años ve las cosas de forma distinta a nosotras con veintidós. En el norte es igual, Aileen. Siempre hemos pensado que no vivimos la guerra, que éramos demasiado pequeñas, pero… No sé, este verano nos juntamos con mis primos y tuve la misma sensación.
—¿Qué sensación?
—La sensación de que… —Sara buscó las palabras durante un largo momento—. De que nunca les ha preocupado dar su opinión. Que eso pudiera ponerlos en peligro.
Giré la taza de té entre mis manos, pensando en lo que había dicho y en lo que Noah nos había contado sobre Daianda, sobre Sagra, sobre cómo incluso el miedo tenía caducidad. Y, por un momento, sentí envidia de su infancia libre de conversaciones susurradas, del peso de secretos que podían costar vidas, de noches durmiendo en el sótano, con Liam abrazado a mí, llorando porque nuestras madres aún no habían vuelto. Y él ni siquiera sabía lo que hacían fuera de casa a medianoche. No sabía que su tía había salido una de esas noches para no volver.
Cogí aire y le di un largo trago al té.
—Mejor así, ¿no? No hay necesidad de que tengan miedo —dije al fin.
Sara apartó la mirada.
—No me preocupa el miedo, me preocupan las opiniones.
No supe que contestar a eso, pero Sara tampoco me dio opción a hacerlo, porque cambió de tema:
—Hablando de opiniones diferentes. ¿Qué tal con…? —Miró a nuestro alrededor para asegurarse de que nadie podía oírnos, como si esa conversación le preocupara más que la anterior—. Tu nuevo asesor.
Me encogí de hombros.
—Bien.
—Está muy solicitado estos días —me contó.
Dejé mi taza sobre la mesa.
—¿Y eso?
Sara se inclinó hacia mí y la luz del sol se reflejó en su pelo rojizo, dando color a los pequeños cristales.
—El Comité Político ha hablado ya varias veces con él —me dijo en voz baja.
—¿Sobre la guerra?
—¿Sobre qué si no? Para eso lo han perdonado.
Pasé los dedos por uno de los bordados de mi falda, una y otra vez, sintiendo su relieve. Sara no me había dicho nada nuevo, pero no me había parado a pensar demasiado en cómo encajaba Luther Moore en todo lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabría de lo que ocurrió? ¿Hasta qué punto había estado implicado? Si no lo habían exiliado a la Isla y había sido uno de los primeros perdones,