Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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Jane no solo era la tutora de mi tesis, sino también uno de los seis miembros del Consejo de Ovette, y, aunque me trataba siempre con cercanía, no podía evitar sentirme algo cohibida ante ella.

      La mujer me abrió la puerta un momento después, con su largo pelo rubio canoso suelto y un sencillo vestido anaranjado.

      —¡Aileen! —exclamó dándome un abrazo—. ¿Qué tal ha ido el verano?

      —Muy bien, gracias.

      Pasé al interior del despacho y nos sentamos a su mesa. Le enseñé los avances que había hecho en las últimas semanas y el plan que tenía para el siguiente año académico, con la idea de presentar mi tesis en primavera y conseguir el título de instructora.

      —Hoy tengo mi última práctica obligatoria. Aún no he decidido si haré más durante el año o si me centraré en la investigación.

      Jane asintió, devolviéndome las hojas.

      —¿Has conseguido por fin un experto en técnicas norteñas?

      Yo recoloqué mis papeles, alineándolos con la carpeta.

      —Sí, mis abuelos han contratado a Luther Moore.

      Jane me miró, muy seria, y luego se echó a reír.

      —¿Te está dando clases Luther Moore?

      —Solo una, de momento.

      Jane volvió a reírse, pero con más incredulidad que alegría. Se apartó la melena de los hombros y me miró con seriedad una vez más.

      —¿Habéis discutido ya?

      Me encogí de hombros.

      —Hemos debatido.

      —Ten cuidado con él, Aileen. Luther Moore es un hombre complicado.

      Me gustaría haber sentido condescendencia en sus palabras, en lugar de la sincera preocupación que había en ellas.

      --------

      Cuando salí del castillo, Ethan ya estaba esperándome con los caballos. Llevaba botas y pantalones de montar claros, con un chaleco morado que hacía destacar su piel oscura.

      —Gracias —le dije cogiendo las riendas.

      Aproveché las escaleras para subir con más facilidad a la silla y nos dirigimos hacia el puente que unía el castillo con el pueblo.

      —¿Estás bien? —me preguntó Ethan después de un rato en silencio.

      Me giré para mirarlo, sorprendida.

      —¿Yo? Debería preguntártelo yo a ti.

      Ethan se encogió de hombros.

      —Sé que Claudia no tiene mala intención. Es… ignorancia, nada más.

      Él siempre tan comprensivo, siempre justificando a los demás.

      —No sé si eso es excusa suficiente —contesté.

      —Bueno, para eso estás trabajando, ¿no? Para que la gente deje de ignorar lo que pasa más allá de su lado del río.

      —¿Y tú? —le dije, cambiando de tema—. ¿En qué has estado trabajando estas semanas?

      Ethan me habló de las últimas cajas de música y otros artefactos que le habían encargado en una de las tiendas del pueblo. Tenía un don para todo tipo de aparatos mecánicos, aunque aún no había encontrado una forma lo suficientemente norteña de aplicar un talento tan poco artístico. Sus padres no veían con buenos ojos que dedicara su tiempo a algo tan… manual. Por debajo de su clase social.

      Lo dejé en la tienda, en la calle principal de Rowan, y seguí hasta el enorme edificio de la escuela, que estaba en la parte más tranquila del pueblo. Llevé el caballo a los establos y me tomé un momento para pasear por el jardín vacío antes de entrar.

      Aunque había ido varias veces como oyente para estudiar el estilo de distintos profesores y ya había ayudado en lecciones sueltas, esa era la primera vez que iba a dar una clase de mi propio currículo.

      Recorrí los silenciosos pasillos hasta el aula de Álex, un profesor que había dado clases en el sur antes de trasladarse a la corte, y que enseñaba a un grupo de alumnos de entre nueve y once años. Tal vez para un extranjero habría sido difícil diferenciar a los niños sureños de los norteños, ya que en Rowan los estilos solían ser más neutros, pero cuando entré en el aula supe con un solo vistazo que había más niños del sur.

      —Esta es Aileen Dunn. Hoy va a estar un rato con nosotros.

      —¡Buenos días!

      Los niños me devolvieron el saludo con informalidad, dirigiéndose a sus pupitres, que estaban colocados en un círculo interrumpido solo por la pizarra.

      Cuando había llegado a Rowan me había sorprendido ver a los niños sentados siempre en pupitres, en vez de compartir mesas o, simplemente, estar sentados en el suelo para ciertas lecciones. Había creído que ese era un estilo mestizo de enseñanza, que solo con eso podía ver la influencia del norte, pero con el tiempo me había dado cuenta de que, aunque en Rowan todo se entremezclaba, al final siempre acababa destacando el lado que tuviera el poder en ese momento.

      —Todo tuyo —me dijo Álex entregándome una tiza antes de coger una silla y dirigirse al fondo de la clase.

      Me giré hacia la pizarra y dibujé un triángulo equilátero en la parte superior. Después lo dividí en seis triángulos más pequeños.

      —¿Quién manda en Ovette? —le pregunté a la clase.

      Los niños se movieron en sus sillas, dudando. Una de las chicas más mayores levantó la mano.

      —¿El presidente Lowden?

      Apunté el nombre de Lowden en el primer triángulo, arriba del todo.

      —¿Y quién ha elegido al presidente Lowden?

      Los alumnos parecieron más inseguros esa vez.

      —¿De qué es presidente? —los ayudé.

      —Del Consejo de Ovette —contestó un niño enseguida—. Lo eligieron los consejeros.

      —Eso es. De hecho, para ser presidente, primero tienes que ser consejero. Hay seis: Samuel Lowden, Jane Durant e Isel Evans, del sur; y Élaine Mirrell, Eloise Sargent y Adrián Tasse, del norte. —Apunté sus iniciales, con una «S» para marcar los que eran del sur y una «N» para los del norte—. Los seis votaron para elegir entre ellos al actual presidente.

      —¿Son siempre seis?

      —Sí.

      —¿Son siempre tres del norte y tres del sur? —preguntó otra niña.

      Yo sonreí.

      —Exacto. Y el voto del presidente vale lo mismo que el del resto de consejeros, por lo que siempre se tienen que poner de acuerdo entre ellos.

      —Pero… el presidente tiene más poder, ¿no?

      —El presidente tiene más responsabilidad —aclaré—. Debe hacer propuestas y los consejeros suelen escucharlo, porque para eso lo han votado, pero, al final, tienen que votar los seis.

      Pasé la mirada por el aula, comprobando que los niños seguían mi explicación.

      —¿De dónde son tus padres? —le pregunté a un chico de pelo corto, al estilo norteño.

      —De Luan.

      —¿Y quién manda en Luan? Además del presidente y el Consejo.

      —La gobernadora Poésy —contestó rápidamente.

      —Muy bien. Así que tenemos catorce gobernadores en el norte, y doce gobernadores en el sur. ¿Cómo te llamas?

      —Jaime.

      —Jaime, ¿me ayudas a dibujar más


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