Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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problema conmigo, puedes dejar esto cuando quieras. No sé qué esperabas, porque mis abuelos saben perfectamente quién soy y en qué creo.

      —Si tan claro tienes que eres sureña, ¿por qué quieres aprender nuestras técnicas? ¿Para poder prohibirlas en la corte también? —me espetó.

      Respiré hondo varias veces, conteniéndome. Lo fácil habría sido no darle explicaciones, dejarle creer lo que le diera la gana sobre mí, pero estaba harta de que la gente intentara simplificar mis ideas. Que quisieran obligarme a elegir un lado del río.

      —Como tú mismo has dicho, soy mestiza. Me crie en Olmos, pero vine a estudiar a la corte para aprender todo lo posible, distintas formas de hacer las cosas, y no solo lo que enseñan allí. Porque creo que el conocimiento no tendría que estar limitado por tu lugar de nacimiento.

      Luther me miró en silencio, bebiendo su té. Yo saqué el infusor de mi taza y di un primer sorbo. El té me había quedado insípido y amargo a la vez.

      —Estoy a favor de estudiar la magia en todas sus formas —dijo al fin—, pero nuestra manera de usarla no es algo que analizar y catalogar para poder juzgarlo. Es una forma de vida. Es nuestra forma de ser.

      —Lo sé.

      —No estoy seguro de que sea algo que se pueda enseñar, no a alguien que no se ha criado en el norte.

      Respiré hondo de nuevo.

      —Pero estoy dispuesto a intentarlo —añadió tras un largo momento—. Si tú estás dispuesta a hacer un esfuerzo. No solo practicando, sino entendiendo lo que supone la magia para nosotros.

      —Lo estoy. Y no sé si servirá de algo, pero… mi interés va más allá de lo académico. Siempre he querido conocer mejor el norte por sí mismo, y no solo por su educación.

      Luther asintió, aunque no parecía completamente convencido.

      —Está bien. Te veré dentro de tres días, entonces.

      Dejó su taza de té encima de la mesa y se puso de pie. Lo imité.

      —Allí estaré.

      --------

      La postura empezaba a resultar incómoda para mí, que estaba tumbada en el sofá, con una mano detrás de la cabeza y una pierna flexionada, así que prefería no pensar en lo incómodo que debía estar Ethan. Él estaba reclinado sobre mí, sosteniéndose sobre las manos, una a cada lado de mi cabeza. Podía sentir el peso de su cuerpo entre mis piernas y la magia con la que se ayudaba, pulsando a mi lado, tan personal como el olor de su colonia.

      Me fijé en sus pequeños pendientes de oro y en sus ojos color avellana, que parecían más claros por el contraste con su piel oscura, casi negra en la semioscuridad de la habitación. Pensé en lo parecidos que éramos: ambos siempre conscientes hasta del más mínimo detalle de nuestra apariencia, para dar imágenes totalmente diferentes. Me resultaba curioso cómo, pese a su timidez, nunca se esforzaba en pasar desapercibido.

      Ethan me miró a los ojos mientras yo reflexionaba sobre todo eso y, antes de darnos cuenta, estábamos riéndonos como idiotas.

      —Va, chicos, cinco minutos más —nos pidió Noah.

      Carraspeé y me mordí el labio inferior, intentando concentrarme en la música que sonaba en el gramófono. Ethan cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, volvía a estar serio.

      Noah, sentado en el suelo, esbozaba con rápidos trazos sobre un papel. Se había recogido un par de largos mechones de pelo negro con horquillas para que no le molestaran, y tenía los labios manchados de carboncillo, de tanto llevárselo a los labios mientras pensaba.

      El disco que estaba sonando terminó y Sara, que estaba leyendo junto a una ventana, se levantó para cambiarlo.

      Aún no habían pasado los supuestos cinco minutos cuando Liam entró en la salita, seguido de Claudia. Ambos nos miraron un momento, pero ninguno dijo nada sobre la extraña situación.

      —Ey.

      —Buenas tardes —saludó Claudia, algo cortada.

      —¿Queréis té? —nos preguntó Liam.

      —Por favor —contestamos Ethan y yo a la vez, lo que hizo que volviéramos a reírnos.

      Noah resopló, pero siguió dibujando, sin decir nada. Claudia cogió la tetera del armario y se dirigió a la chimenea, lo que hizo que me preguntara cuántas veces habría estado ya en las habitaciones de los chicos.

      —¿Estás nerviosa por lo de mañana? —le preguntó Liam mientras sacaba las tazas.

      —No mucho —le contestó Claudia.

      —¿Qué pasa mañana? —intervine desde el sofá.

      —Es mi mayoría de edad.

      —¡Enhorabuena! —exclamé con sincera alegría—. ¿Quién va a dirigir la ceremonia? ¿El presidente Lowden?

      —Sí.

      —Qué suerte. Yo la hice en Olmos y la dirigió mi padre, que ya era gobernador. Que prefiero que fuera él, pero bueno, estando en la corte es genial tener a Lowden.

      Los sureños celebrábamos la mayoría de edad al cumplir los dieciséis años, y lo hacíamos con una ceremonia en la que nos comprometíamos ante el resto de la comunidad a hacer un uso responsable de nuestra magia. El presidente Lowden no era solo el líder del Consejo, sino uno de los miembros más destacados de la comunidad sureña, lo que lo convertía en la persona perfecta para dirigir la ceremonia.

      —No pareces muy emocionada —comenté tras un momento.

      Claudia se encogió de hombros.

      —Al final, mis padres no han podido venir. Sé que celebrarlo en la corte y con Lowden es especial, pero… no sé. Es raro no tener a gente conocida cerca. Aparte de Liam, claro.

      Por muy insufrible que pudiera llegar a ser, sentí una punzada de empatía por Claudia. Recordaba lo difícil que era llegar a Rowan y conocer a tanta gente nueva, con costumbres tan diferentes a las mías. Y eso que yo al menos ya conocía a Sara. Miré a Ethan, que seguía inmóvil sobre mí, y vi su pequeña afirmación.

      —Me gustaría ir —le dije a Claudia—. Si no te importa.

      —¿En serio?

      —A mí también —añadió Noah, sin alzar la mirada del papel—. Las de Liam y Aileen nos gustaron mucho.

      —Bueno… Si queréis… —contestó ella, azorada—. A mí me gustaría que vinierais, claro.

      Sara cerró el libro y se puso en pie.

      —Pues entonces mejor voy sacando la ropa, que se tiene que airear. Aileen, ¿saco tu traje?

      —Sí, gracias, ya sabes cuál es.

      Sara apenas había cerrado la puerta cuando Noah dejó la tabla de madera sobre la que sostenía el papel junto a él.

      —Ya he terminado.

      Ethan se dejó caer inmediatamente a mi lado, casi aplastándome. Me aparté para hacerle sitio y me senté.

      —No siento los brazos —protestó Ethan.

      Noah se incorporó sobre sus rodillas y se acercó a él.

      —Ya será para menos —le respondió frotando uno de sus brazos entre sus manos, intentando hacer algo de magia curativa con poco éxito—. Lo siento, no es lo mío.

      —No importa. Me ayuda igual.

      Yo me estiré y fui a la mesa, donde me esperaba mi taza de té recién hecho.

      --------

      La ropa que debíamos vestir para la celebración de una mayoría de edad era la ropa de gala sureña, que se usaba solo para las más extraordinarias ocasiones. En la corte se celebraban


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