Tormenta de magia y cenizas. Mairena Ruiz

Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz


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como si fuera una niña de cinco años.

      —Yo siempre me porto bien —repliqué—. Será él, en todo caso, quien no se comporte, si me sigue echando esas miradas de desprecio.

      —Bueno, tampoco es que tú vayas vestida de forma discreta…

      —No empieces —le advertí.

      Ella alzó las manos en señal de paz y dejó el tema.

      2

      Hacía mucho tiempo que no tardaba tanto en decidir qué ropa ponerme y no me hacía la menor gracia. Estaba acostumbrada a las miradas de extrañeza de la gente, sobre todo de los recién llegados a la corte, y nunca me había importado lo que pensara nadie. No era que me importara lo que pensara Luther Moore. No exactamente. Era más bien que quería comportarme de manera natural y, de repente, se me había olvidado cómo hacerlo. Sentía la necesidad de vestirme como una sureña solo por llevarle la contraria, por fastidiarlo, pero todo mi armario era una extraña mezcla de colores y prendas de ambos estilos. A veces usaba tejidos elegantes y coloridos, y a veces prefería lana y algodón, en tonos apagados. Estaba acostumbrada a elegir la ropa según el humor con el que me levantaba cada día, nada más.

      Al final, me decidí por ser práctica. Como no tenía ni idea de lo que íbamos a hacer y me había citado en la Sala de Esgrima, me puse unos pantalones claros y una blusa de color óxido. Lo compensé maquillándome los ojos con kohl negro y dejándome el pelo suelto. Cuando me contemplé en el espejo me sentí yo misma, capaz de enfrentarme a Luther Moore y a sus prejuicios.

      Al salir de mi cuarto, Sara dio un respingo en el sofá. Fingió que no había estado esperándome, cerrando el libro que tenía en las manos y mirándome de arriba abajo.

      —Bueno. Muy tú —me dijo.

      —Gracias.

      Sabía que no lo decía como un cumplido, pero decidí tomármelo así.

      —Deséame suerte —le dije mientras abría la puerta.

      —¡Pórtate bien!

      Tuve que cruzar el castillo entero para ir a la zona más nueva, donde estaba la Sala de Esgrima, y al llegar comprobé mi reloj para asegurarme de que eran las nueve en punto. Sabía que Luther esperaría puntualidad norteña, por lo que había salido con tiempo. Aun así, se me había adelantado.

      —Buenos días —saludé al entrar, observando la sala.

      Era una habitación alargada, con una de las paredes cubierta desde el techo hasta el suelo por espejos y varios armarios llenos de espadas y máscaras al lado de los ventanales. Luther, que se encontraba en el centro de la sala, se giró hacia mí, mirando su reloj de bolsillo. Se había quitado la casaca y la había dejado en una percha.

      —Bienvenida —me dijo cerrando la puerta a mi espalda con un gesto.

      Fruncí el ceño ante el uso tan innecesario de magia, pero él no pareció darse cuenta.

      —Comencemos. Acércate.

      Me quité sin prisa la chaqueta y la colgué junto a la suya. Luego crucé la enorme sala y me situé frente a él, que me observaba con las manos a la espalda.

      —¿Has estudiado con algún Maestro norteño? —me preguntó.

      —No, solo con instructores, no ha habido ningún Maestro norteño en Rowan desde… que estoy aquí —me corregí al final.

      No había habido ningún Maestro del norte desde la Guerra de las Dos Noches, pero prefería evitar mencionar el tema.

      Luther suspiró con dramatismo.

      —Así que no sabes nada —sentenció.

      —Bueno, he leído todo lo que hay sobre las técnicas norteñas en la biblioteca, y los instructores con los que he estudiado me han contado algunas cosas.

      —No, no hablo de las técnicas… ¿Cómo las llaman ahora? ¿Meditativas? Me refiero a lo que es en realidad: magia, sin más.

      Me crucé de brazos, alzando las cejas.

      —¿Me estás diciendo que no sé nada sobre la magia?

      —¿De dónde viene?

      —De la naturaleza.

      —¿Cómo lo sabes? Nadie lo ha demostrado.

      Parpadeé varias veces, confusa. El norte y el sur tenían diferentes formas de ver la magia, pero ni siquiera ellos negaban su origen natural.

      —¿Cómo usas tu magia? —siguió Luther.

      Chasqueé los dedos, haciendo aparecer chispas en mi mano.

      —No, no quiero que me lo demuestres, quiero que me lo expliques.

      —La uso manipulando los elementos que me rodean. Muevo el aire que hay junto a un objeto para poder empujarlo. Hago que la inflamación de una herida desaparezca al hacer que se enfríe y…

      —Pero ¿cómo? —me interrumpió.

      Cogí aire, frustrada ante su insistencia.

      —¿A qué te refieres?

      —En otros países usan la magia de forma distinta a nosotros. En Daianda, por ejemplo, siguen utilizando objetos para canalizarla, mientras que en Ovette empleamos gestos y nuestra propia voluntad. Decidimos qué queremos hacer con la magia en nuestra mente y la canalizamos con nuestro cuerpo, ¿verdad?

      —Sí, para que los objetos no se interpongan entre nosotros y la naturaleza.

      Luther esbozó una sonrisa burlona.

      —Eso es pura superstición sureña. Como el origen de la magia, o negaros a usar magia oscura.

      —No son supersticiones, son creencias, no es lo mismo —protesté, ofendida—. Y no es como si vosotros hubierais seguido utilizando objetos.

      —No, eso es cierto. Al menos, tenemos eso en común. Vosotros os negáis a estudiar la magia en sí, pero, de todas formas, ambos la usamos de forma intuitiva, ¿verdad?

      Me puse un mechón de pelo detrás de la oreja y asentí.

      —Pues de la misma manera, todo aquel que ha sido educado en el norte tiene un conocimiento básico de nuestras técnicas; sin embargo, es más bien algo que se sabe hacer, no explicar.

      —¿Cómo lo aprenden, entonces?

      —Es algo innato, que va con nuestra forma de hacer magia. Es como… un acento. Lo adquieres cuando estás aprendiendo a hablar, pero tendrías que ser un experto en lenguaje para poder enseñárselo a alguien, para explicarle el origen de cada inflexión.

      Asentí de nuevo en silencio, entendiendo la metáfora.

      —Por eso creo que tal vez podré enseñarte a emplear estas técnicas. Puede que no de forma pura, pero sí lo suficiente para que puedas entender cómo funcionan. Tendrás innumerables tics debido a tu educación, aunque es posible que hayas adquirido algunos de tu madre. Los Thibault siempre han tenido un gran talento para el uso de la magia.

      —Y para su abuso —repliqué sin poder contenerme.

      Luther se tomó un momento antes de contestarme, mirándome a los ojos.

      —¿Qué es abusar? ¿Quién decide cuánta magia es demasiada?

      —Eso se sabe.

      —¿Cómo? Los niños que no practican lo suficiente no aprenden al mismo ritmo que los demás. ¿Y si dejaran de utilizar su magia por completo? Dicen que hay lugares en los que ya no hay magia, en los que la gente ha perdido la conexión con ella. Podría terminar pasándonos lo mismo.

      Yo resoplé, intentando no reírme.


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