Equilibrium. Alberto Fernández Rhenz

Equilibrium - Alberto Fernández Rhenz


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local la radiación que escapó de los reactores que habían explotado. Aquel agente invisible iba degradando de forma progresiva los órganos de los cuerpos sanos hasta que estos colapsaban.

      Daba la impresión de que el mundo se hubiera parado y que hubiesen sido abandonados a su suerte. Era descorazonador comprobar cómo después de tantos días no hubiese llegado ayuda del exterior, pero aún más extraño era comprobar cómo la gente permanecía en sus casas y en los refugios esperando no sé qué. Nadie daba un paso para salir de aquella ciudad fantasma. Se había creado una situación que recordaba a una película de Buñuel, El ángel exterminador. Había algo en el ambiente que impedía a los supervivientes salir de aquel cementerio con vida; quizá era la propia cercanía a la muerte la que atenazaba la voluntad a aquellos infelices.

      En el refugio raro era el día que no caía enfermo alguno de sus moradores. Rick hacía días que sufría fuertes golpes de tos, aunque no había tenido fiebre. Eso esperanzaba a Leo en la idea de que su amigo no se hubiese contagiado del mal que estaba acabando con otros refugiados.

      La llegada de los dos carros llenos de provisiones y medicinas había sido recibida como un regalo caído del cielo. Con el agua, las legumbres, la harina y la comida enlatada habían llegado antitérmicos, analgésicos y jarabes para mitigar la tos de los más enfermos.

      Josep poco podía hacer frente al mal que acechaba a todos los residentes. Los síntomas eran evidentes: las quemaduras en la piel, la tos persistente y los sangrados nasales apuntaban a síntomas derivados de exposición a radiación. Lo único que podía hacer era suministrar a quienes enfermaban analgésicos, comprimidos de vitamina C y vino tinto.

      —Leo, Rick ha pasado mala noche. Ha estado vomitando y tosiendo y ha descansado poco, creo que su resistencia está flaqueando. Los síntomas coinciden con los de otros afectados y todo me lleva a pensar que son los efectos de algún tipo de radiación. Lo único que puedo hacer es aumentarle la dosis de analgésicos y hacer que beba mucho líquido, sobre todo zumo de naranja y vino tinto, para contrarrestar los efectos de la radiación en su cuerpo. El resto, Leo, es cuestión de tiempo. Es una persona joven y resistirá a la enfermedad, pero poco a poco esta irá haciendo mella en sus órganos. Lo lamento, Leo.

      Leo escuchó con atención al enfermero y se acercó a sentarse junto a su amigo, que se encontraba acostado en un viejo camastro.

      —¿Qué tal estás hoy, Ricky? Me ha dicho Josep que con los medicamentos y los alimentos que hemos traído mejorarás en poco tiempo. En menos de un mes volveremos a casa. Ya verás como nos sacan de este agujero los Marines.

      Rick hizo un gesto de aprobación con la mano y cerró de nuevo los ojos para continuar dormitando después de haber tomado dos gramos de paracetamol.

      GRODDING

      Ginebra, miércoles, 27 de octubre de 2020

      La temperatura era ciertamente agradable para aquella época del año. El Hotel Métropole Genève se encontraba en la ciudad de Ginebra, a orillas del lago Lemán, cerca del Jardin anglais, de la plaza de Bourgde-Four y de la fuente Jet d’Eau. Se trataba de un edificio construido en 1854 aprovechando las antiguas fortificaciones de la ciudad. Se había convertido en un establecimiento hotelero de prestigio, un lugar de encuentro para turistas que deseaban conocer aquella bella ciudad suiza, junto con aquellos otros que acudían por motivos de trabajo o de negocios, y de los que simplemente aprovechaban su estancia en aquella urbe como estación de paso para visitar centro Europa, en especial, las imperiales Viena y Budapest.

      Las mesas del sobrio hall de entrada al hotel estaban decoradas con pequeñas plantas de orquídeas en floración, que daban un cierto toque de frescura a la artificiosidad inicial con la que nos recibía el lugar.

      Grodding había elegido el momento y dispuesto el lugar donde debía celebrarse aquella reunión. Sabía que todos los convocados acudirían sin la menor excusa, pues se estaban jugando mucho en el envite. Por ello, contaba con que ninguno de sus viejos colegas faltase a la cita. A fin de cuentas, se trataba de encontrar una última solución para lo que ya parecía irreversible.

      La gerencia del hotel se había visto obligada a improvisar cambios en las reservas al efecto de habilitar alojamiento a todos los invitados. Las circunstancias habían hecho que el evento fuese organizado de forma precipitada desde el mismo instante en que Grodding tuvo conocimiento de la existencia de las conclusiones de aquel informe.

      A primera hora de ese jueves, accedió por el hall de entrada al hotel Alexander Grodding, se trataba de un empresario irlandés, dueño y señor de un importante grupo editorial, amén de propietario de diferentes medios de comunicación audiovisuales que comprendían la titularidad de numerosos rotativos, revistas de opinión, canales de televisión por cable y frecuencias de radio repartidas por todo el mundo.

      Era una persona reservada, poco amiga de la ostentación y a la que le resultaban insufribles ese tipo de reuniones. Sin embargo, en esta ocasión era diferente, los motivos para aquella convocatoria y la identidad de quienes habían de reunirse eran en sí alicientes suficientes como para que aceptase de buen grado su celebración.

      Grodding había viajado a Ginebra acompañado por su asistente personal, un sujeto de considerable estatura y complexión corpulenta que tenía un aspecto físico atlético. Iba vestido de forma impecable con un traje de confección italiana color gris oscuro. Era la sombra de su patrón y este jamás programaba un viaje sin contar con su aprobación. Más que su asistente, era su seguro de vida, su confidente y, seguramente, uno de los pocos amigos que le quedaban.

      Robert Simons era un SEAL estadounidense que, cansado de operaciones encubiertas, asesinatos selectivos y destinos en países que ni tan siquiera eran reconocidos como tales a cambio de un salario que no compensaba los riesgos que asumía, decidió probar suerte como soldado de fortuna y orientó sus habilidades hacia el lucrativo sector de la seguridad privada. Sus excelentes credenciales y la escasez de profesionales de experiencia contrastada le facilitaron su entrada en el mundo de la protección personal, con el fin de ofrecer escolta a altas personalidades del mundo de la política, de la economía y las finanzas, deseosas de captar los servicios profesionales de sujetos que hubiesen servido en las Fuerzas Especiales estadounidenses, británicas o israelitas.

      En el verano de 2012, Grodding se encontraba en Washington impartiendo un ciclo de conferencias sobre Medios de Comunicación y Futuro de la Información Global, y Jim Sloan, director de una cadena de televisión por cable americana propiedad del magnate, le puso en contacto con Robert Simons. Era público y notorio que el magnate irlandés estaba siendo objeto de amenazas en ambas orillas del Atlántico, ya que sus líneas editoriales le habían granjeado numerosos enemigos. Simons ya había hecho algunos trabajos de protección para la cadena en los que había supervisado la seguridad de las personalidades que acudían a sus instalaciones. Los invitados debían sentirse completamente seguros mientras se hallasen en la cadena y los resultados habían sido más que satisfactorios, por lo que Sloan le planteó a Grodding la posibilidad de contratar al ex SEAL.

      Desde el principio, Simons y Grodding conectaron y se estableció entre ambos una relación especial que llevó al magnate, poco amante del trato con la gente, a confiarle totalmente su seguridad y, con el tiempo, su amistad y sus confidencias.

      Grodding era un sujeto elegante, de aspecto enjuto y de aproximadamente unos 68 años. Su pelo blanco lucía exquisitamente engominado hacia detrás y vestía una americana informal de color azul conjuntada con unos pantalones beige y unos zapatos tipo mocasín de piel vuelta azul oscuro. Siempre se había considerado un hombre hecho a sí mismo, se sentía orgulloso y se vanagloriaba de ello. Presumía de que todo lo que había conseguido durante su vida se lo había ganado a pulso, a pesar de ello, sus orígenes no habían sido fáciles.

      Era el cuarto de ocho hermanos de una humilde familia irlandesa, originaria de la ciudad costera de Galway, no tuvo una infancia excesivamente feliz. A su padre, devoto católico de oficio pescador, no le fue fácil sacar adelante tan nutrida prole, y a su madre, una costurera que trabajaba por horas para unos grandes almacenes de Dublín, tampoco le quedó demasiado tiempo para dedicarle a sus vástagos mimos y atenciones suficientes.


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