Equilibrium. Alberto Fernández Rhenz
suministro eléctrico habían sido simultáneos, pero costaba entender que después de tantos días no hubiese llegado ayuda alguna del exterior, y menos que no se hubiesen dado soluciones para restablecer los servicios esenciales. Los habitantes de Castellón se sentían abandonados y con el paso de los días empezaron a pensar que ya nadie acudiría en su ayuda, que debían ser ellos mismos los que buscasen soluciones a su desesperada situación.
En el centro de acogida de la avenida de Lidón, en el silencio de la noche, recostado sobre su camastro, Leo recordaba con estremecimiento su vida en Washington. Aquellas largas charlas y paseos con sus padres, los viajes familiares y la alegría que sentían al estar todos juntos, y le embargaba un sentimiento de culpa que le empequeñecía. Él no debía estar allí y, sin embargo, la realidad de las cosas le había situado en aquel lugar. Sentía que en pocos días había madurado varios años.
Míriam y Leo habían despertado aquella mañana con las primeras luces del alba. Antes de emprender la marcha, compartieron una barrita de chocolate y una bolsa de frutos secos que se habían agenciado el día anterior en el saqueo a un bazar chino. La debilidad empezaba a hacer mella entre los que paraban en el refugio y una cierta apatía parecía pegarles al suelo como si llevasen a sus espaldas una mochila llena de piedras. Sin embargo, Míriam estaba hecha a prueba de desaliento; se había hecho el firme propósito de localizar el punto de encuentro donde hubiesen ido a parar sus padres y su hermano. No siendo Castellón una urbe excesivamente grande, lo cierto era que los puntos de ayuda y de encuentro habían sido instalados en zonas demasiado distantes unas de otras y las indicaciones sobre su ubicación también eran escasas, lo que dificultaba que los supervivientes pudiesen encontrarse con sus familiares. Pero Míriam seguía empeñada en recuperar a los suyos, por eso cada día se convertía en un nuevo reto para alcanzar aquel fin tan deseado.
Leo también había intentado comunicarse con su padre después de la catástrofe. No obstante, con la caída de la red eléctrica, también colapsó el sistema de telefonía y era misión imposible recibir noticias o comunicar al exterior la situación que se estaba viviendo dentro de la ciudad. El aislamiento parecía total y la incertidumbre invadía a todos los que allí quedaban con vida.
La escasez de víveres y de agua potable empezaba a hacer mella entre la población. Grupos de supervivientes habían salido a callejear buscando los grandes hipermercados de las afueras, ya que eran el único destino seguro para encontrar provisiones. Sin embargo, primero se habían empezado a saquear aquellos pequeños comercios del centro de la ciudad que no se habían visto afectados por la onda expansiva posterior a la explosión.
Los supervivientes que se dejaban caer por el centro de acogida de la avenida de Lidón y que encontraban allí refugio intentaban compensar con su trabajo (como buenamente podían) la bendición de encontrarse a salvo y seguros. En el refugio cada uno aportaba lo que tenía a su alcance; allí convivían unas sesenta personas, algunas permanecían en aquel lugar desde el principio, como Míriam y Leo, y otras habían ido llegando por azar después de vagar días y días por las calles.
Alrededor de la planta química del Grao se había creado un perímetro de dos mil metros en los que no quedó rastro alguno de vida. Todos los edificios habían sido borrados del mapa como si de casas de cartón se tratase. Otro perímetro de hasta tres kilómetros se vio afectado por un agente químico invisible que estaba acabando poco a poco con la vida de cualquier ser viviente. Más allá de ese perímetro, los daños en los seres humanos no eran visibles hasta pasados varios días. A pesar de ello, aquel límite era el punto de diferenciación entre la vida y la muerte.
Un día, a mediados del mes de noviembre, llegó al refugio Josep Selma, un enfermero del Hospital Provincial de Castellón. Fue él quien contó al resto de refugiados cómo después de la explosión se habían detectado preocupantes trazas de radicación en los pacientes que iban llegando al centro hospitalario. Además, los síntomas que se apreciaban en ellos al llegar eran demasiado evidentes como para pasarlos por alto. De cualquier forma, ya hacía días que Míriam y Leo habían llegado a la conclusión de que aquella situación iría para largo.
—Míriam, ¿qué nos está pasando? No entiendo nada, no sé qué hago aquí. Es más, no sé por qué sigo aquí. Tengo la impresión de que estoy viviendo la vida de otro. Hace menos de un mes estaba en Washington, en mi casa, con mis padres… Yo no debería estar aquí.
—Leo, no sé qué decirte ni cómo animarte. Este es el hoy. No hace un mes, ni un año, ni pasado mañana; hoy es hoy y no hay más. Siento verte pasarlo mal, pero no puedo solucionar tus dudas, debes ser tú quien despeje las incógnitas de la ecuación de tu vida. Lo que hubieses vivido antes ha dado paso a esto y si no te haces a la idea pronto, te vas a volver loco, y loco no me vales, te necesito despierto, vivo, atento a lo que pase día a día. Si no salimos nosotros de esta, no nos va a sacar nadie. Este es un laberinto sin salida y debemos buscar cómo escapar de él. Tarde o temprano encontraremos una solución, pero te necesito lúcido, aquí hay mucha gente que nos necesita. Despierta, Leo, no es momento para niñerías.
—Cada día que pasa me siento más pequeño y perdido. Yo en Washington era un estudiante prometedor, el hijo de unas personas importantes y acomodadas, y eso me hacía sentir seguro, aunque nunca hubiese sabido valorarlo. Me siento como si flotara, como en un sueño ajeno, siento que no debería estar aquí y que estoy viviendo una vida prestada.
—Leo, todos teníamos una vida antes de la explosión, pero esto es lo que nos queda. Cuanto antes te hagas a la idea, antes lo superarás. Nunca debes perder la esperanza, porque en algún momento saldremos de esta, te lo aseguro. Ahora necesito que me ayudes a hacer algo importante y no podemos dejarlo pasar más tiempo.
En el refugio sufrían una preocupante falta de alimentos, pero aquel era un problema que, siendo grave, podía tener solución, ya que varios grupos organizados salían cada día y se dedicaban a buscar víveres y provisiones. Sin embargo, había un asunto que no podía esperar más tiempo. El ala derecha del edificio albergaba una improvisada morgue y los cadáveres que allí se amontonaban empezaban a descomponerse, lo que hacía que el edificio se viese afectado por un intenso hedor y se generase un evidente peligro de epidemias. Por ello era necesario sacar los cadáveres de allí cuanto antes para depositarlos en algún sitio alejado.
A unos quinientos metros de la avenida de Lidón había un enorme foso excavado en el terreno con la finalidad de levantar los cimientos de un edificio en construcción. Míriam había pasado por delante en varias ocasiones y un día, por fin, se decidió a organizar el traslado de todos los cadáveres hasta aquel foso. Para ello se hicieron con dos carretillas de obra en las que iban sacando uno a uno los cuerpos que luego debían trasladar hasta su último lugar de reposo. Una vez depositados, se cubrían con una pila de arena de obra que había en el lugar.
Sin duda, aquel fue uno de los peores momentos que vivieron todos los habitantes del refugio de la avenida de Lidón. Había cadáveres que llevaban allí casi un mes y el hedor era insoportable. Sin embargo, las labores de vaciado se llevaron adelante con perfección militar y el refugio recuperó con prontitud un punto de dignidad.
Terminadas las labores necesarias para evacuar los muertos que se hacinaban desde hacía días en una de las salas del edificio, Leo y Míriam se decidieron a volver por el centro de la ciudad para comprobar lo qué había quedado en pie en aquella ciudad fantasma. Desde la plaza de María Agustina enfilaron la calle Mayor. Al llegar a la altura de la plaza de Cardona Vives, Míriam recordó que había un punto en alto que les podría servir para comprobar el grado de destrucción que había sufrido la ciudad. A pocos metros se encontraba la catedral de Castellón y desde su torre podría divisarse gran parte de la ciudad, la planta petroquímica y la cercana localidad de Almazora, limítrofe con la planta.
Se trataba de una torre que no se encontraba integrada en el edificio de la concatedral de Santa María. Era una de las pocas que existían en España con aquella configuración. Al lugar se le conocía como “El Fadrí”. Era una torre campanario exenta de planta octogonal y con una altura aproximada de 60 metros. Desde ella se podía observar la ciudad de Castellón y las zonas limítrofes con una envidiable claridad.
Accedieron al mirador que coronaba la estructura a través