Equilibrium. Alberto Fernández Rhenz
de un objeto celeste de una potencia y energía inimaginables, que se encontraba a una distancia de tan solo ciento cincuenta millones de kilómetros de nuestro planeta, y cuya luz nos alcanzaba en un lapso de tiempo de tan solo ocho minutos y diecinueve segundos. Por ello, era lógico pensar que la capacidad de previsión y reacción de la NASA y del resto de agencias espaciales ante un evento ligado a la actividad solar era ciertamente limitada.
Si éramos realistas, debíamos llegar al convencimiento de que la Tierra ya había sido castigada durante millones de años a capricho por su estrella y, pese a ello, el planeta siempre había vuelto a renacer de sus propias cenizas y se había autoregenerado.
Cierto era que la humanidad únicamente se encontraba en el primer segundo de su existencia en comparación con la edad de la Tierra y la del sol. Pero nuestra ciencia tenía la osadía de teorizar sobre el comportamiento de ambos como si los conociese desde su origen.
Al hombre solo le cabía teorizar acerca de esos ciclos a través de la observación comparativa de otras estrellas, obtenida gracias a la puesta en funcionamiento de telescopios de última generación, como el Hubble, que había llevado al hombre a tener un mayor, pero insuficiente conocimiento del comportamiento del sol.
La NASA no podía ocultar durante más tiempo esa realidad, y en los últimos meses había estado transmitiendo al resto de agencias gubernamentales advertencias sobre la posibilidad de que tuviese lugar un evento de carácter inminente a escala global relacionado con la actividad solar. En este sentido, era necesario que tuviesen preparados todos sus medios humanos y materiales ante cualquier posible eventualidad.
Carber tenía todos sus medios en alerta desde hacía semanas, con el fin de atender las necesidades de millones de ciudadanos, derivadas de una posible interrupción del fluido eléctrico durante un periodo de tiempo superior a seis meses. Para ello, la FEMA había procedido a la adquisición de miles de generadores de gasoil, circunstancia que no pasó desapercibida para algunas agencias estatales de noticias y que hizo correr ríos de tinta entre aquellos medios o publicaciones a los que siempre se les había tachado de sensacionalistas y conspiranoicos.
Algunas agencias federales habían mostrado su preocupación por los acontecimientos que se habían encadenado en Europa en tan corto espacio de tiempo. Esa inquietud se había convertido en una realidad ante el aumento de la actividad sísmica en muchos países de Sudamérica y en ciertas zonas del sudeste asiático. A estos debían sumarse los últimos movimientos sísmicos sufridos en la costa oriental española, en las Islas Azores, en Francia, en Italia y, fundamentalmente, los devastadores efectos del último seísmo ocurrido en la ciudad de Dodona, en Grecia. Estos acontecimientos habían disparado las alarmas de todos los gobiernos occidentales de la vieja Europa. La sensación de inseguridad era generalizada: ni la comunidad científica se atrevía a señalar con certeza un culpable de ese aumento de la actividad sísmica. Únicamente habían detectado un leve desplazamiento de las placas continentales, originado por un problema de polaridad planetaria en el que, sin duda, estaba influyendo la actividad solar y, además, estaba dejando notar sus efectos en el conjunto de la corteza terrestre y en la solidez del campo magnético de la Tierra.
Podía resultar insólito, pero durante los últimos meses la NASA había mostrado una sorprendente transparencia. Había facilitado informaciones concretas relativas a los últimos ciclos comprobados de la actividad solar, advirtiendo que la extraña tranquilidad que mostraba nuestro astro hacía presagiar la posible ocurrencia de un suceso de gravedad que podría relacionarse con una potente erupción solar y, con ello, la hipotética afectación del campo magnético terrestre.
Hecho distinto era poder encontrar un nexo causal entre el aumento de la actividad sísmica en el planeta durante los últimos dos años y su relación con la actividad solar en ese periodo. En este sentido, la colaboración entre la NASA y la ESA estaba dando importantes frutos, y los trabajos de la Agencia Europea habían proporcionado una nueva visión de la relación de la actividad solar con el campo magnético terrestre y la actividad sísmica.
Se había constatado científicamente que algunos cambios que estaba experimentando el planeta podían tener relación con el estado de actividad solar. La comunidad científica estaba profundamente desconcertada por el hecho de que el campo magnético de nuestro planeta se estuviese debilitando diez veces más rápido de lo que se creía.
Si a estos datos le unimos el hecho de que el norte magnético se mueve, y que una vez cada cien mil años los polos se invierten, nos podía dar que pensar acerca de la posibilidad de que estuviésemos ante el final de un ciclo y en puertas de un drástico cambio planetario.
La Agencia Espacial Europea había sido la pionera en este tipo de estudios. Con esta finalidad puso en marcha el programa Swarm, que había sido diseñado precisamente para analizar uno de los aspectos más misteriosos de nuestro planeta, el campo magnético, y poder estudiar cómo este interactuaba con los vientos solares y con las partículas cargadas que lanzaba todo el universo. Para ello, puso en órbita tres satélites cuya misión era medir con precisión las señales magnéticas emitidas por el núcleo, el manto, la corteza, los océanos, la ionosfera y la magnetosfera de la Tierra.
Los modelos del campo magnético generados por la misión Swarm debían ayudar a comprender mejor el interior de la Tierra. Estos datos, junto con las medidas de las condiciones en la atmósfera superior, debían contribuir a los estudios sobre el escudo magnético de la Tierra, la meteorología espacial y la radiación solar, y a la relación existente entre esas variables físicas.
Los datos facilitados por el sistema Swarm no podían ser más inquietantes: mostraban que el campo magnético de la Tierra se estaba empezando a debilitar más rápido de lo que había sucedido en épocas pasadas y, hasta el momento, los científicos no habían podido determinar las causas de la aceleración de ese nuevo ciclo.
Los nuevos registros sugerían que ese cambio de polaridad podría suceder mucho más temprano y sería una eventualidad para la que la humanidad no estaría preparada. El responsable de esa aceleración en el cambio podría ser el sol; además, no se podía descartar un acontecimiento inesperado derivado de su cambiante actividad solar.
Tanto Carber como el resto de directores de las diferentes agencias federales, comprometidas con programas de actuación en situaciones de emergencia, habían recibido los datos con cierta inquietud. Su misión era mantener a punto todos los medios disponibles y esperar instrucciones de la Casa Blanca para actuar. Sin embargo, faltaba que la NASA les facilitase más información sobre las posibilidades reales de que se produjese un suceso catastrófico relacionado con la actividad solar y de cómo podría interactuar nuestro campo magnético ante esa situación.
En este sentido, la NASA había puesto en conocimiento del resto de agencias gubernamentales que disponía de informes científicos que afirmaban que los terremotos se producían con más frecuencia en los años con mínima actividad solar. Era un hecho que el sol había entrado recientemente en su nivel más bajo de actividad en cuatro siglos, lo que había coincidido con un aumento en la actividad sísmica mundial. Pero faltaban datos que pudiesen conectar ambos acontecimientos.
La actividad solar estaba disminuyendo de forma acelerada desde comienzos de siglo. Parecía que en los últimos años el sol se había vuelto extremadamente tranquilo y algunos expertos anunciaban que dentro de poco podríamos ver un sol «completamente en blanco», es decir, libre de manchas solares. Y libre de manchas solares significaba «casi sin actividad solar», lo que podría derivar en una explosión de masa coronal del improviso como reacción ante esa situación de letargia.
Con los años, la ciencia había ido revelando y reconociendo la relación oculta entre la actividad solar y los movimientos de las placas tectónicas. La influencia del sol parecía haber sido notoria; una tremenda tormenta solar podría impactar contra el planeta, lo que provocaría que las placas tectónicas terminasen vibrando.
La tierra había temblado siempre y en todas partes del mundo. Sin embargo, un nuevo factor debía preocuparnos; cada vez era mayor el aumento de terremotos en zonas que no eran precisamente de riesgo sísmico, lo que alimentaba la posibilidad de que dicho cambio exponencial se debiese al efecto de las radiaciones solares sobre nuestro planeta.