Equilibrium. Alberto Fernández Rhenz

Equilibrium - Alberto Fernández Rhenz


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paseaba despreocupada como si el tiempo fuese algo irrelevante. Había dado por amortizada la jornada y deseaba darse un respiro disfrutando de aquel intrascendente paseo hasta su casa, a donde llegó pasada media hora desde que salió de la oficina.

      Antes de subir, se detuvo en una pequeña tienda de barrio regentada por un matrimonio de comerciantes chinos. Se trataba de un pequeño bazar en el que podía encontrar desde una botella de vino, hasta un paquete de cigarrillos, pasando por cualquier clase de alimento fresco o preparado. Anne entró, se hizo con una cesta y se detuvo delante de la zona de lácteos, cogió un tetrabrik de leche desnatada y siguió curioseando entre aquel batiburrillo de productos. Se dirigió hacia una pequeña zona habilitada como frutería, cogió tres manzanas y dos enormes peras limoneras, que se llevó a la nariz dejando que su dulce olor colmase por completo sus sentidos.

      Acabó de revisar con curiosidad unos estantes que tenía a su derecha y se dirigió hacia la zona de caja. En el camino se paró a coger una botella de vino blanco y un trozo de queso. En ese momento entraron en la tienda dos sujetos con la cara cubierta por pasamontañas, encañonaron al dueño del negocio y a su esposa con una pistola Beretta nueve milímetros y una recortada de dos cañones. Aquel pobre diablo temblaba detrás del mostrador y sentía que ese podía ser el último momento de su vida. Apartó a su mujer y se puso delante de ella, los encapuchados le exigieron el dinero y el tendero abrió la caja registradora, mientras le entregaba la recaudación del día al tipo de la pistola, el sujeto de la recortada giró sobre sí mismo y encañonó a Anne Perkins. Acto seguido y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros, descargando los cañones de la escopeta. Anne cayó fulminada al suelo mientras los dos sujetos salían del local y se subían a un vehículo oscuro que les esperaba con el motor en marcha, justo delante de la puerta de aquel bazar.

      El Departamento de Policía de la ciudad de Washington lo tuvo claro desde el primer momento; la declaración de los testigos y las pruebas encontradas en el lugar de los hechos parecían no dejar lugar a dudas: la muerte de Anne Perkins había sido un homicidio cometido por dos ladrones a los que se les había ido de las manos su último golpe.

      La investigación debía cerrarse de forma rápida y certera. Para ello era necesario encontrar dos cabezas de turco elegidas al azar entre las numerosas fichas policiales que obraban en las bases de datos del Departamento de Policía. La visita del director de la NSA al jefe de policía de la ciudad de Washington a la mañana siguiente supuso un acicate suficiente para dar carpetazo definitivo a la investigación del asesinato sin mayor trámite.

      CASTELLÓN

      Castellón de la Plana, España, 24 de octubre de 2020

      Leo Carber había llegado aquella mañana a la estación de ferrocarril Joaquín Sorolla de Valencia. Allí debía enlazar con un tren de cercanías que le trasladaría hasta la ciudad de Castellón de la Plana, donde le esperaba su amigo Rick Phillips, que había llegado desde París el día anterior. Habían contratado un chárter turístico con la intención de recorrer parte de la costa mediterránea española. Primero tenían previsto practicar buceo en unas pequeñas islas de origen volcánico que se encontraban frente a la costa de Castellón. Al caer la tarde recalarían y harían noche en la ciudad para al día siguiente continuar viaje hacia las Islas Baleares, con la intención de explorar los fondos marinos de Ibiza y Menorca.

      Al llegar a la estación de tren de Castellón, Leo contrató un vehículo de alquiler para poder moverse por la capital de La Plana durante el tiempo de estancia en la ciudad. Rick y Leo habían previsto desplazarse a las Islas Columbretes a bordo de una goleta turca que fondearía en calas vírgenes con una riqueza de fauna marina sin igual. Aquel, sin duda, sería un espectáculo para amantes del mar como ellos.

      El plan de Leo era pasar aquella jornada buceando, volver a Castellón y hacer noche en la ciudad, con la intención de disfrutar de la gastronomía y el ambiente nocturno del lugar, para salir al día siguiente con destino a las Islas Baleares.

      Las Columbretes constituían un lugar único. Se trataba de un archipiélago de origen volcánico, constituido por cuatro pequeños islotes: La Grossa, La Ferrera, La Foradada y El Carallot. No era un paraje excesivamente conocido, sin embargo, el lugar había sido declarado Parque Natural en 1988 y Reserva Marina desde 1994. Se encontraban en un entorno de 4400 hectáreas, situado a 27 millas náuticas de la costa de Castellón. En sus fondos marinos se extendían praderas de fanerógama y de maërl de algas calcáreas, ecosistema de gran importancia, ya que constituía una zona de refugio, alimentación y cría de numerosos organismos marinos.

      Las profundidades rocosas daban cobijo a una especie de langosta roja de grandes dimensiones y a poblaciones de gorgonias rojas únicas en el Mediterráneo. La riqueza natural era inagotable. En las Columbretes existía una gran variedad de peces: nacras, corvas, doradas, sargos, morenas, cabrillas, serranos, peces verdes, castañuelas, salmonetes, bogavantes, barracudas, corvinas, cabrachos, mantas, esponjas y especies muy grandes de meros. En ocasiones, se podía incluso disfrutar de la presencia de delfines mulares y peces luna.

      El fondo de las aguas de aquel paraje se caracterizaba por su especial belleza y riqueza: eran cristalinas y de una pureza virginal. Aquellos ingredientes convertían aquel lugar en un entorno ideal para aquellos que amaban el buceo y sobre todo la naturaleza.

      Rick y Leo tenían previsto embarcar en el puerto de Castellón a las siete de la mañana y permanecer en las islas hasta el atardecer. El día había despertado con una deliciosa claridad, el sol calentaba con dulzura, como queriendo despedirse de la estación estival con suavidad y ofreciendo un mágico espectáculo.

      Ambos subieron a la embarcación sobre las 6:45 y amontonaron sus bártulos en un banco de madera que se encontraba situado al fondo de la goleta. Pocos minutos después se dirigieron a la proa y a las 7:15 la embarcación empezó a enfilar la bocana de salida del puerto de Castellón.

      Conforme ganaban velocidad, la suave y fresca brisa marina humedecía los rostros y brazos de los dos jóvenes, y una sensación de inmensidad invadió sus almas. Con los ojos cerrados y el viento moviendo sin orden alguno sus rubios cabellos, experimentaron un estado de plena libertad. Dejaron sus mentes en blanco, disfrutando del momento, y se dejaron llevar por la inmensidad que se abría paso ante sus ojos. Permanecieron en la cubierta de la goleta más de media hora, contemplando los agitados saltos de algunos atunes y el curioso remontar sobre las olas de bandadas de peces voladores.

      Decidieron entrar en el interior de la embarcación para tomarse un café bien cargado. La hora tan temprana del embarque no les había permitido ingerir aquel delicioso brebaje tan reparador y necesario para desperezar el espíritu de buena mañana.

      Pasadas dos horas de travesía, la goleta fondeó en Isla Grossa, una formación volcánica en la que podía apreciarse con claridad la existencia de lo que en su día fue la caldera de un volcán subacuático. Se trataba de una morfología circular espectacular en la que se hacía una bajada obligada a tierra para conocer algo más de aquel vestigio de los tiempos tan excelentemente conservado.

      Lanzaron el ancla a pocos metros del lugar y todos comenzaron a embutirse en sus trajes de neopreno y a colocarse las bombonas de oxígeno y las aletas. La inmersión no debía durar más de 45 minutos, tiempo suficiente para tomar contacto con el fondo marino. Aquel era únicamente el primer tramo del largo día de buceo que tenían por delante.

      Aproximadamente sobre las 12 del mediodía, una zódiac llevó a tierra a Leo y al resto de excursionistas. Pisaron Isla Grossa para acceder a una especie de pequeño embarcadero provisto de unas viejas escaleras de piedra negras, que llegaban hasta una rampa que conducía hasta el antiguo faro que dominaba la isla.

      La Grossa constituía un ecosistema único, su origen volcánico y su lejanía de la costa le permitió mantener una diversidad de especies endémicas que no existía en el resto de la costa peninsular española. En la isla existía un viejo faro que había sido modernizado con el paso del tiempo. Se accedía a él a través de un camino empinado que convertía la subida en un paseo; sin embargo, un sol de justicia hacía que el calor a esa hora del día no se compadeciese de quienes afrontaban aquella caminata. En el trayecto pudieron ver numerosos lagartos y lagartijas


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