Equilibrium. Alberto Fernández Rhenz
escorpiones blancos que habitaban la isla y cuyo veneno era poco menos que mortal. Por aquel motivo, era normal que las embarcaciones de recreo llevasen en su botiquín varias dosis de antídoto para inocular en caso de que se produjese una picadura.
En la isla, además, encontraba su hábitat un curioso escarabajo que no se hallaba en ningún otro lugar del planeta. Se trataba del escarabajo Bonachera, cuyo nombre se le dio en honor a uno de los únicos habitantes que albergó la isla, uno de los fareros que vivió en ella entre los años 1966 y 1989. Además, podían encontrarse otros animales endémicos, tales como la pardela cenicienta, que se alimentaba de moluscos, crustáceos y huevos de peces; el cormorán moñudo, un ave que podía sumergirse hasta 45 metros para alcanzar a sus presas; o la gaviota plateada, que se alimentaba de peces y carroña.
El antiguo faro que dominaba toda la isla, y cuyo mantenimiento había sido llevado a cabo por fareros que vivían en él con sus familias hasta el año 1989, ahora requería una mínima atención al haber sido acondicionado con luces led y baterías de carga solar, que hacían innecesaria la presencia de un farero todo el año; sin embargo, aquel lugar seguía sirviendo de guía a todos los barcos y buques que seguían navegando por el Corredor Mediterráneo con dirección a la costa francesa.
La vegetación de las islas era muy diversa y estaba compuesta por palmitera, lentisco, hinojo marino, zanahoria marina, alfalfa arbolea y algún tipo de planta endémica. Las islas tenían dos periodos diferentes, uno seco y otro húmedo entre marzo y junio, fecha en la que el aspecto de las Columbretes cambiaba radicalmente. Las pocas lluvias del año hacían que las islas estuvieran cubiertas de un bonito verde y una gran cantidad de flores, haciendo que presentaran una vegetación muy colorida y variada.
A las seis de la tarde aquella preciosa goleta levó anclas y llevó a los buceadores de vuelta a Castellón. Sobre las ocho de la tarde llegaron a puerto y Leo y Rick se dirigieron hacia el parking subterráneo donde habían dejado el coche. Se alojaban en el Hotel Jaime I, cerca del centro de la ciudad, y deseaban llegar pronto a la habitación para darse una buena ducha y salir a cenar.
Leo conocía las exquisiteces culinarias que brindaba la tierra, puesto que ya había viajado con sus padres numerosas veces por España, algo que le había ayudado a conocer el idioma. Además, a través de la información que le había facilitado el turoperador, tenía localizados varios restaurantes recomendados en la ciudad.
Buscaba un buen jamón ibérico y un vino de Rioja o Ribera de Duero que satisficiera sus gustos. Aquel joven americano de paladar exquisito decidió que el sitio idóneo para cenar era el restaurante El Pairal, conocido en la ciudad por su exquisita cocina, la calidad de sus productos y el esmero con que el servicio trataba a los clientes.
Los dos jóvenes salieron del hotel sobre las 9:30 de la noche. Llegaron al restaurante, que se encontraba con la puerta cerrada; llamaron a un timbre que había en una pared lateral de la entrada y acto seguido sonó el chasquido de un sistema de apertura a distancia.
Era la primera vez que Rick visitaba España y Leo quería impresionar a su amigo con sus conocimientos del país, de su cultura, de sus gentes y de su gastronomía. El joven californiano que acompañaba a Leo en aquella aventura había vivido en Perugia durante dos años en un programa de intercambio mientras realizaba sus estudios de biología. Quedó prendado de aquel país, donde había encontrado al amor de su vida, una joven y adorable muchacha italiana que se había hecho dueña de su corazón.
Comenzaron la velada pidiendo que les sacasen un buen caldo. La elección fue una botella de vino tinto de la bodega Vega Sicilia, un delicioso caldo con denominación de origen Ribera del Duero que acompañaron con una cumplida ración de jamón ibérico Cinco Jotas y otra de queso de oveja curado. Mientras se deleitaban con los manjares que tenían sobre la mesa, Juan Zafra, el maître y propietario del restaurante, les cantaba la carta como si se tratase de un texto sagrado. A fin de cuentas, aquella era su biblia particular, dado que tenía una fe ciega en todo aquello que ofrecía a sus clientes.
Rick decidió degustar un rodaballo salvaje al horno con patatas panaderas y Leo se decantó por un hermoso chuletón de ternera gallega. Pero antes ya habían dado buena cuenta de dos raciones de jamón ibérico, una botella de vino Ribera del Duero y una ración de queso.
En la cena conversaron de lo humano y lo divino. Ambos se conocían desde la infancia y habían compartido numerosas experiencias. Leo le contó a su amigo cómo su padre le había inscrito sin consultarle en un curso de posgrado en Ingeniería Física que se impartía a partir de octubre en la Morgan State University, y cómo eso lo había enfurecido. Le contó cómo ambos habían discutido como de costumbre porque William Carber no había contado con él una vez más para planificarle el futuro. Por aquel entonces, Leo ya había comprometido su viaje por Europa hacía meses y su intención era pasar veinte días en España buceando y haciendo turismo. Por ello, dando una larga cambiada a los planes de su padre, se colgó una mochila al hombro y tomó dirección al aeropuerto JFK donde un vuelo directo lo llevaría a Madrid. No era la primera vez que Leo plantaba cara a su progenitor y hacía gala a menudo de aquella aprendida rebeldía.
Leo había acabado Ingeniería en junio de ese mismo año y lo que menos deseaba era comenzar un curso de posgrado sin concederse una tregua. En mayo había cumplido 24 años y la mayor parte de ese tiempo lo había pasado estudiando y satisfaciendo los deseos y expectativas de su padre. Sin embargo, entre ambos existía un abismo generacional. William Carber había sido siempre excesivamente protector, aunque no más que cualquier padre que al fin y al cabo solo desea lo mejor para sus hijos, pese a que muchas veces hubiese sido sin contar con sus deseos. No obstante, nunca pudo dedicar a Leo el tiempo que este necesitaba como compañero de juegos, sueños e ilusiones, pues aquel brillante ingeniero había sido absorbido por su trabajo y había descuidado a su familia.
Leo siempre había encontrado frustración al intentar emular los pasos de su padre. Aquel fue un tema que los dos amigos tocaron durante la cena, dado que se conocían desde la infancia y habían compartido innumerables momentos juntos.
En los postres, los jóvenes degustaron tiramisú y tarta de queso con mermelada de arándanos. A la hora de tomar el café, Leo recordó lo que le había aconsejado el recepcionista de noche del hotel donde se alojaban con relación a una bebida típica del lugar, llamada «carajillo», que consistía en quemar un licor, normalmente brandy o ron negro de caña, mezclarlo con azúcar y deslizar suavemente una carga de café sobre el alcohol una vez quemado.
Una vez acabada la cena, Leo pagó la cuenta y dejó una jugosa propina. Antes de salir del restaurante, le preguntaron a Juan por algún lugar de moda donde poder tomarse una copa después de cenar. Al salir, tomaron el camino hacia su izquierda, buscando la cercana calle Lagasca, donde, según Juan, Leo y Rick podían encontrar varios locales de copas. La noche era deliciosa. Una temperatura muy agradable permitía pasear sin necesidad de llevar ningún tipo de ropa de abrigo. Caminaron unos 200 metros y llegaron a la puerta de un garito de copas llamado Exodus, donde les recibió un portero que se encontraba en la entrada y les dio acceso al local.
Bebieron un bourbon Four Roses. Cuando acabaron la copa salieron del local a fumar un pitillo y continuaron paseando en dirección al centro. Al llegar a la plaza de María Agustina, encontraron un garito abierto y decidieron tomarse allí la última copa. Serían las 2 de la madrugada del día 26 de octubre.
Leo le comentó a su amigo que sus padres le suponían haciendo un curso de posgrado. Él, sin embargo, había decidido tomar un camino diferente y volar desde Nueva York a Madrid para poder encontrarse con Rick en España y participar en su común afición, disfrutando de un tour de buceo por el Mediterráneo.
La rebeldía de Leo ya le había dado otros quebraderos de cabeza a sus padres, quienes siempre iban detrás de él reparando las averías que provocaba sin el menor rubor.
Mientras charlaban relajadamente y encendían un cigarrillo, escucharon un sonido ensordecedor y un estremecimiento les recorrió desde los pies hasta la cabeza. El suelo tembló y el resplandor originado por un gran fogonazo convirtió la noche en día, dejando cegados a ambos jóvenes, que de inmediato fueron lanzados al suelo hacia detrás, producto de la fuerza irresistible que sufrieron.