Orientación vocacional: Pienso luego elijo. Mariano Muracciole
hace camino al andar.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino
sino estelas en la mar...
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.
Antonio Machado
El concepto de vocación no es sencillo de definir. Sin embargo, podemos acercarnos a su significado a través de algunos ejemplos. Es frecuente encontrarse con personas que deciden estudiar una carrera, que luego trabajan en algo relacionado y que, llegado un punto, se dan cuenta de que no se sienten satisfechas. Este ejemplo puede ser útil para pensar que la vocación tiene que ver con una búsqueda y con la pregunta acerca de qué queremos hacer con nuestra vida. Muchas veces, lo que nos da satisfacción en un determinado período puede que luego no nos satisfaga y que nos veamos ante la necesidad de replantearnos cómo queremos seguir.
También hay otros casos en los que la persona se siente a gusto con su profesión, pero tiene la necesidad de hacer algo más. A veces, un hobby o una actividad paralela a la laboral permiten desplegar otros aspectos de la personalidad que no podían expresarse a través del trabajo.
Y un ejemplo muy diferente a los anteriores podría ser el de una mujer de treinta y dos años que trabaja tiempo completo en una empresa y que comienza a sentir el deseo de ser madre. En este caso, nos encontramos con otro aspecto de la vocación que no tiene que ver con la profesión, sino con un proyecto de familia.
Las elecciones que vamos haciendo son medios para explorarnos y para expresarnos. Cada elección es un intento de dar respuesta a la pregunta acerca de qué queremos hacer con nuestra vida. Luego, las vivencias resultantes nos darán la pauta de si queremos continuar sosteniendo esa experiencia o no.
3. Carlos
Cuando estaba en tercer año del secundario, tuve que elegir entre dos especializaciones: científica o humanista. Como me iba bien en Matemática, la entendía y los ejercicios me salían, y como no me gustaba Filosofía, la decisión me resultó muy fácil.
Dos años después, cuando llegó el momento de elegir la carrera, me guié por el mismo principio: más que priorizar o preguntarme qué era lo que realmente me gustaba, me incliné hacia el lado para el que tenía más facilidad. Así fue como me encaucé hacia las ingenierías, dudando hasta último momento entre la civil y la industrial.
Mi papá es un reconocido ingeniero civil con un estudio propio. Eso, por un lado, me tentó porque de alguna forma me abría una puerta en lo laboral, pero por otro lado tampoco quería ser un calco suyo. Por eso, decidí cambiar un poco el rumbo y volcarme hacia la ingeniería industrial.
Siempre me preocupó mucho la salida laboral. Creo que, sin darme cuenta, le di más importancia a eso que a lo que realmente me gustaba, pero ¿qué era lo que realmente me gustaba? No lo sabía, porque no había hecho suficiente “lugar” en mi cabeza para pensarlo. Era como si hubiera completado un formulario poniendo cruces en los ítems que me preocupaban. Además, en esa época, yo era muy exigente conmigo mismo y no me permitía una carrera “fácil”. Más que una carrera, lo que yo quería era hacer un “carrerón”, destacarme. Por supuesto, tampoco les di lugar a carreras “femeninas”; con esto me refiero a aquellas en las que predominan las mujeres. Para mí, en esa época, Psicología o Enfermería eran dos opciones que nunca iba a considerar.
De esta manera, me sumergí en el mundo de la ingeniería industrial. Estaba feliz con mi decisión; me interesaba, me gustaban mucho las fábricas y también la producción, pero nunca había hablado con un ingeniero industrial, por lo que no tenía demasiado claro en qué consistía la profesión. Sin embargo, esto no me quitaba el sueño. Ya estaba embarcado y la carrera me había ido conquistando y seduciendo. A medida que avanzaba en la cursada, le iba tomando más el gusto y, aunque me demandaba mucho esfuerzo y me hacía perder muchos programas y salidas con amigos, estaba contento con la elección que había hecho.
Así pasaron los años y se fue acercando el final de la carrera. Era un buen momento para buscar trabajo. Dada la situación del país, y necesitando un poco de independencia económica, hice lo que todos los estudiantes de cuarto año de Ingeniería hacen: buscar empleo en la bolsa de trabajo de la facultad y a través de los avisos clasificados del diario.
Los únicos que buscaban ingenieros de manera formal eran las grandes empresas. Fue así como empecé una pasantía en Edenor. Era mi primer trabajo y, aunque no me gustaba la empresa ni las tareas que realizaba, no me lo cuestionaba: tenía un trabajo, tenía mi plata y me daban los tiempos para terminar la facultad. Sin embargo, unos meses después, ya en la última recta de mis estudios, empecé a buscar un nuevo trabajo. Al poco tiempo, recibí un llamado de Gillette y entré. Era mejor sueldo, una empresa de consumo masivo con muchos beneficios y gente joven. Estaba feliz; definitivamente, ¡eso era lo que quería! Me recibí y pasé los dos primeros años muy contento, trabajando, haciendo amigos y juntando algunos pesos que me permitían hacer mi vida sin rendirle cuentas a nadie.
Al mismo tiempo, me involucré en distintas actividades comunitarias que me hicieron sentir una enorme satisfacción al poder hacer algo por otros. Por supuesto, mi lado “ingenieril” hacía de las suyas: me metí en la organización y en la logística de estas actividades, temas que manejaba con gran soltura. Más allá de eso, descubrí que tenía habilidad para interactuar con las personas, tanto las que ayudaba como las que integraban el equipo de trabajo solidario. Más tarde, esto sería fundamental en mi vida. Pero sigamos con mi trayectoria como ingeniero…
En ese momento, luego de tres años de trabajo en la empresa, empecé a sentirme incómodo en el plano laboral. Me iba bien y estaba a gusto ahí, pero algo me molestaba. Primero, internamente le eché la culpa a mi jefe. Después, al trabajo; más tarde, a la cantidad de trabajo, y, finalmente, a la compañía. Entonces me di cuenta de que un aspecto de esa vida no me estaba gustando. Mis amigos no lo entendían, ¿acaso no estaba en una excelente empresa? Sí, pero algo no me cerraba. Entonces me puse a buscar trabajo de nuevo, con la excusa de que ya no trabajaba con la misma gente que al comienzo y de que habían sido injustos conmigo en no darme la promoción que esperaba.
Luego de algunas entrevistas, y tras cuatro años en Gillette, conseguí trabajo en SC Johnson, una gran empresa de consumo reconocida por destacarse en el trato con sus empleados. Los primeros dos meses fueron muy buenos; conocer gente, darme a conocer, descubrir los procesos y trabajar en algo más relacionado con la fábrica. De la misma forma que esas cosas me sedujeron los primeros meses, me aburrieron después, y enseguida sentí el mismo ruido en mi cabeza. “¿Qué pasa?”, me preguntaba, ¿acaso no quería cambiar de empresa?, ¿y ahora qué? No lo sabía…
Paralelamente a estos cuestionamientos, me casé, por lo que durante un tiempo cambié el foco de atención. Más tarde, sin embargo, decidí encarar el tema con mayor profundidad. A raíz de preguntas como ¿quién soy?, ¿qué me gusta?, ¿por qué?, ¿qué quiero hacer? y ¿qué cosas realmente disfruto y me hacen bien?, empecé a retroceder y a analizar cómo había tomado las decisiones que me habían llevado hasta ahí: ¿por qué estudié lo que estudié?, ¿por qué elegí esa facultad y no otra?, ¿por qué trabajo donde trabajo? Pensé bastante y asumí que, en muchas ocasiones, no había sido libre en el momento de elegir. Y no porque alguien me hubiera obligado a hacer algo que no quería, sino porque no había tenido elementos para decidir ni había estado preparado para hacerlo. No había tenido idea de la profesión que había elegido y tampoco me había permitido conocer otras cosas.
Así fue como decidí pedirles ayuda a mi mujer, a profesionales, a compañeros, a amigos y a personas que sabía que podían darme una mano. Lo que sí tenía claro era que la vida en grandes empresas no me estaba gustando y que yo no estaba hecho para