¿Algo pendiente?. Adelaida M.F.

¿Algo pendiente? - Adelaida M.F.


Скачать книгу
y mis padres no descartan instalarse otra vez allí algún día. Llevan diciendo eso desde hace tres años, pero creo que no se atreven por todo el lío que conlleva una mudanza.

      Al principio de llegar aquí incluso amenacé con fugarme, pero entonces hice amigos y me colé por un chico. El dueño de mi primer beso, bueno, segundo. Sobre el primero ya os contaré, una tontería de chiquillos. Así que dejémoslo en mi primer beso adulto. Fue en uno de esos juegos de beso, verdad o atrevimiento, y el muchacho era uno de los más guapos de mi clase. Estuvimos saliendo dos meses hasta que me di cuenta de que era demasiado amigable con las chicas, ya sabéis.

      Después de este breve resumen de mi pasado, volvemos de nuevo al asunto importante aquí. El puñetero martes trece, y lo que siguió después del mensajito tocapelotas sobre mi ex.

      Llegué a mi trabajo con el tiempo justo y la lengua fuera de tanto correr. Y con tacones, que tiene más mérito. Nada más traspasar las puertas, el ambiente en la editorial me resultó extraño. Faltaba gente, muchos cuchicheaban… y otros me miraban con pena. ¿Qué leches estaba pasando? Dejé el bolso en la mesa y me dispuse a encender el ordenador, pero ni siquiera me dio tiempo cuando la voz de mi jefa me detuvo. Me dijo que necesitaba hablar conmigo, de una manera suave y demasiado amable, cuando siempre era un manojo de nervios. Eso me alertó, pero sin llegar a pensar en el despido, por supuesto. Aunque fue lo que hizo. Sus razones fueron que la editorial estaba sufriendo pérdidas y que no podían permitirse tanto personal. Así que los relativamente nuevos, de hace cuatro años hasta ahora, tenían que irse. Y me tocó. Mis compañeros vinieron a animarme, tanto los que se quedaban como los que también se marchaban. Y salí de allí con los ojos tan rojos que parecía que me había restregado una cebolla por la cara. En media hora volví a coger el metro de regreso, con una bolsa llena de trastos que había ido acumulando en mi despacho.

      Llamé a mi amiga Luci para contarle todo el asunto y, aunque intentó animarme, yo lo veía todo negro.

      Llegué a mi piso enfadada, irritada y con ganas de meterme en la cama. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme allí a una pareja, que rondaría los cuarenta, y a tres niños; el mayor tendría unos once o doce años, y el más pequeño no llegaba a los dos años. Después de que se fuera Raúl, no seguí viviendo en el mismo lugar que había compartido con él —por eso de cerrar etapas y curar heridas—, así que busqué algo más céntrico, pero por consiguiente más caro. Como mi sueldo tampoco era para tirar cohetes, decidí alquilar una habitación y compartir piso.

      La propietaria del piso/compañera vino hacia mí con cara de preocupación y me dijo que sus tíos se habían quedado en paro y que iba a meterlos en casa porque ahora mismo no tenían dónde vivir. Que sentía mucho tener que pedirme que me fuera, pero que sabía que mis padres me acogerían mientras la situación se arreglaba. Me sentí mal, por supuesto. Esa era mi casa, la había sido durante un año, y me estaba poniendo de patitas en la calle. La muchacha prometió devolverme el dinero de los meses que tenía pagados y llamarme cuando se fueran por si quería volver a mudarme allí. Como no soy una insensible ni una mala persona, y menos después de ver las caras avergonzadas y descompuestas de aquel matrimonio, asentí sin decir nada y, rápidamente, me fui a buscar mis cosas.

      Llamé a mis padres, les conté lo sucedido —tanto lo del trabajo como lo del piso— y les pregunté si podía quedarme en casa hasta que encontrara un nuevo trabajo que me permitiese alquilar algo. Me contestaron enseguida que sí…, y allí que me fui de nuevo con papá y mamá. Adiós, independencia; hola, oficina de empleo.

      2

      Estas dos primeras semanas me están resultando algo extrañas. No es fácil volver a casa cuando, prácticamente, tienes tu vida hecha. Yo tenía mis rutinas, mi privacidad… Había vivido tres años con Raúl y uno sola —bueno, eso es relativo, porque mi compañera de piso no es que fuese demasiado sociable—, pero volver a casa de tus padres es algo para lo que hay que mentalizarse bien.

      Mi madre y yo siempre hemos tenido buena relación, aunque tampoco somos de esas madres e hijas que se consideran amigas. Una madre es siempre una madre —al menos, para mí—, y yo nunca he sido de compartir demasiado con ella. Supongo que somos muy tradicionales o algo así. Nos llevamos bien porque ella es tranquila y, aunque a veces puede ser algo entrometida, no se enfada demasiado.

      Con respecto a mi padre, es todo lo contrario. Es un tipo serio, lo de militar le viene que ni pintado. Creo que su profesión tiene mucho que ver en su comportamiento. Sonríe lo justo y es bastante temperamental, algo en lo que solemos chocar porque yo también tengo mi genio. Lástima que con Raúl no le eché los ovarios suficientes y me dejé mangonear por él.

      En fin, que me lío, a lo que íbamos. Mi padre es todo lo opuesto a mi madre, me parece que por eso llevan treinta años de matrimonio. Se complementan el uno al otro. El problema es que mi padre es demasiado estricto con todo. Y exigente, muy exigente. A veces, incluso nos hemos pasado temporadas sin hablarnos. Mi madre dice que somos muy cabezotas y que nos sobra orgullo. La pobre siempre tiene que mediar entre los dos.

      Está volviéndome loca la búsqueda de empleo. Los trabajos son casi todos de lo mismo y los sueldos son precarios. Tengo la ilusión, muy ingenua yo, de volver a trabajar en lo mío. Pero nada de nada. He tenido un par de entrevistas de comercial con sueldos bajos y muchas horas, pero no me han llamado.

      Mi madre no para de decirme que me lo tome con calma, que hay mucha gente en mi misma situación, pero la vuelta a casa está haciéndoseme dura. Por suerte, tengo suficientes ahorros para vivir con comodidad unos cuatro o cinco meses; además, cuento con unos meses de paro, lo que me da tiempo para seguir buscando. Pero ¿voy a quedarme a vivir aquí con mis padres durante esos meses? ¿Y qué pasará después? Desde que salí de la universidad, no he parado de trabajar. Primero, dando clases en una escuela de adultos; después, en una oficina y, por último, el trabajo en la editorial. Todavía recuerdo la emoción de trabajar por fin en algo que me gustaba…

      Pero ahora ni piso ni trabajo. Mi vida se ha convertido en una sucesión de momentos monótonos y mi madre disfruta de nuevo cebándome. Si no salgo pronto de aquí, voy a acabar rodando por las escaleras.

      Es viernes por la tarde, y he quedado con Luci para cenar. Lucía es enfermera y mi mejor amiga. La conocí en mi segundo año de instituto y, no sabemos por qué, al principio nos caímos un poco mal. Ella no habla mucho y yo, cuando me suelto, charlo por los codos; por lo que le resulté bastante pesada y a mí ella, una sosa. Hasta que nos asignaron un trabajo y nos dimos cuenta de todo lo que teníamos en común.

      Nuestra vida social tampoco anda mal. Lucía ha tenido más novios que yo, pero todavía no ha encontrado a la persona correcta. Yo solo he salido con Raúl, sin contar los dos meses con aquel chico del instituto —con el que ni siquiera pasé de los besos— y los típicos rollitos esporádicos que o quedan en unos simples besos o en un polvo mal echado. A Lucía y a mí nos gusta salir en plan tranquilo. Ahora, por supuesto. Porque a los veinte nos conocíamos todas las discotecas, pubs y afters de Madrid. Pero desde hace un par años hemos bajado el ritmo. También es verdad que ella está muchas horas en el hospital y yo trabajaba demasiado en la editorial, por lo que el día que estábamos libres eso de «desfase» hasta el amanecer empezaba a quedársenos grande.

      El centro de Madrid está hasta los topes un viernes por la noche. Estamos a mediados de junio y el tiempo comienza a ser muy caluroso, por eso las calles están concurridas hasta altas horas de la madrugada. Cenamos en un bar cerca de la plaza Mayor y después vamos a tomarnos algo a un pub que está a dos calles de allí.

      —En la barra hay unos hombres que están mirándonos —me informa Lucía, media hora después de llegar—. Pero ni se te ocurra mirar ahora, loca —añade enseguida adivinando mis intenciones—. Están cañones.

      —Coño, pues déjame verlos —le digo.

      —Está bien. Pero hazlo despacio y con disimulo.

      —Bah, ni que ellos disimularan.

      Lucía resopla y yo me vuelvo hacia ellos en plan como quien no quiere la


Скачать книгу