¿Algo pendiente?. Adelaida M.F.
te gustan? —le pregunto y me vuelvo para mirarla—. Se supone que hay que devolverles la mirada para que sepan que estamos interesadas.
—He dicho que son guapos, no que esté interesada.
—Estás soltera. ¿Qué te lo impide?
Lucía suspira.
—Creo que ya he besado a demasiados sapos. Estoy haciéndome mayor y empiezan a aburrirme los rollos.
La miro alzando una ceja.
—Estás de coña, ¿no? —Ella aprieta los labios—. Si para ti veintiocho años es hacerse mayor, qué va a pasar cuando tengas…, no sé, ¿cuarenta? —Lucía se encoge de hombros—. Además, los tuyos han sido novios formales, no rollos.
—Bueno, ¿y qué me dices de ti?
Y aquí está uno de los defectos de mi amiga. Cuando no le apetece hablar de ella, le da la vuelta a la tortilla.
—Ya sabes que yo, para ligar, tengo que estar mentalizada.
—Pues, chica, a ti sí que te haría falta un rollo de una noche. Desde lo de Raúl, no es que te hayas comido muchas roscas.
—He estado seis años con él, ¿qué quieres que haga? Y los rollos de una noche al final acaban siendo una mierda. Lo suyo es tener alguna aventurilla o un follamigo. Así no tienes que trabajártelo mucho y hay más confianza. Pero ¿polvetes esporádicos? No, gracias.
—Oh, espera —añade Lucía sonriente—, también está aquel tío que conociste en Ávila. ¿Te acuerdas?
La miro con los labios apretados.
—Calla, por Dios. Que aún intento olvidarme de aquello.
Mi amiga suelta una fuerte carcajada, y yo la fulmino con la mirada.
—Tampoco fue para tanto, mujer —me dice sin parar de reír.
No lo sería para ella, que estaba muy a gustito metida en la cama, pero para mí…
Os resumo un poco la historia.
En enero de este año se nos ocurrió hacer una escapadita de un fin de semana a Ávila. Qué frío pasamos, madre mía. Conocí a Nicolás la única noche en la que nos atrevimos a salir aun a riesgo de morir congeladas. Fuimos a cenar y después decidimos ir a un pub a tomarnos una copa. El local estaba bastante lleno y, en una de esas que me dirigía hacia la barra, choqué con este hombre. Era muy guapo y bastante simpático. Incluso nos invitó a una copa a Lucía y a mí. Cuando mi amiga quiso irse, él me pidió que me quedara un rato más. Y lo hice. Estaba allí con un par de amigos, pero al final estuvo todo el tiempo conmigo. Terminamos liándonos y besaba tan bien que, cuando me propuso ir a su casa, no me negué. Al día siguiente yo volvería a Madrid y Nicolás se quedaría allí, era perfecto.
Aunque, cuando llegamos a su casa… Joder, no sé si fue por las copitas de más o porque el muchacho ligaba poco, pero se corrió en menos de dos segundos solo por frotarnos con la ropa puesta. A mí solo me dio tiempo a quitarme el jersey. Cuando salió del baño de limpiarse, fingí que mi amiga estaba llamándome y salí de allí corriendo.
—Han pasado cinco meses desde entonces y todavía no te has comido… nada nuevo. Muchos besuqueos, pero de ahí no pasas.
Sus palabras me devuelven a la realidad. Pongo los ojos en blanco.
—Tampoco estoy tan necesitada. Quiero un tío que sepa hacerlo bien, que después ya sabes lo que pasa.
—Mujer, eso solo te sucedió una vez. No siempre va a ser así.
—Lo sé. Pero, si el hombre en cuestión no me atrae lo bastante, me da pereza, ¿qué quieres que te diga? Además, tengo en casa esperándome a mi aparatito placentero —le digo subiendo y bajando las cejas con una sonrisa.
—Uf, igualito eso a un buen polvo.
—Por ahora me sirve. Aunque con mis padres en la habitación de al lado…
—Si te preguntan, puedes decirles que la vibración de tu teléfono móvil es muy potente.
Las dos comenzamos a reírnos sin parar hasta que empieza a dolernos el estómago. Cuando conseguimos calmarnos, le pregunto:
—Entonces, ¿qué?, ¿qué hacemos con los hombres de la barra? Si es que siguen ahí.
Lucía se mueve un poco para mirar detrás de mí.
—Ahora hay dos chicas con ellos. Han cambiado de objetivo o son sus parejas.
—Pues nada —le digo encogiéndome de hombros—, a casa, a dormir la mona.
—Sí, que empiezo el turno a las doce de la mañana —añade Lucía con cara de fastidio.
Cuando media hora después llego a casa, mis padres ya están en la cama.
Me lavo los dientes, me pongo el pijama y bicheo un rato las redes sociales antes de irme a dormir. Mañana me espera otro día igual, y ya van veintidós siendo una parada más de este país.
3
Cuando bajo a desayunar la mañana siguiente, me encuentro a mis padres en el salón. Están hablando de llevar el coche al taller y no sé qué más. Les doy los buenos días al pasar, me dirijo a la cocina —que queda frente a ellos— y abro el frigorífico para sacar el zumo; con esto de estar en paro, he dejado de lado incluso el café. Me tenía bastante enganchada, pero es que trabajaba muchas horas y necesitaba mantenerme despierta. Por lo que algunas noches, con tanta cafeína en mi cuerpo, me iba a dormir con los ojos abiertos de par en par como los búhos.
Estoy haciéndome unas tostadas cuando mis padres dejan de murmurar entre ellos y mi madre se aclara la garganta para hablar:
—Oye, Victoria, anoche llamaron Candela y Juan. —Retiro las tostadas del tostador, las pongo en un plato y me siento en la mesa. No contesto, a la espera de que continúe—. Nos han invitado a pasar unos días en Barcelona.
Candela y Juan eran nuestros antiguos vecinos cuando vivíamos allí. Mis padres y ellos se hicieron inseparables casi al instante de mudarnos. Tienen un hijo, Oliver, dos años mayor que yo. Fue mi mejor amigo, al menos durante unos años. Siempre estábamos peleándonos, pero no podíamos pasar más de una hora mosqueados. Solíamos hacer las paces regalándonos algo, sobre todo, cromos de esos que se pegaban en álbumes. A los diez años comencé a tener una especie de enamoramiento por él. No recuerdo por qué dejé de verlo como un simple amigo. Supongo que fue cuando Oliver, con doce años, empezó a hacerse el guay delante de las chicas pero no conmigo, y eso me irritó. ¿Recordáis que mencioné al principio de este libro que mi primer beso fue una tontería de chiquillos? Pues él fue el protagonista. La tontería que hice es para olvidarla y no volver a recordarla jamás. Solo a mí se me ocurrió declararme y darle un beso en mitad de un cumpleaños. Os lo cuento con más detenimiento por si queréis sentir un poquito de lástima por mí, bueno, por mi yo de doce años.
Fue en el cumpleaños de su prima. Vivía también en nuestra calle e iba a mi clase. No éramos las mejores amigas, pero a veces estábamos juntos los tres. Yo tenía doce años, acababan de ponerme aparatos en los dientes y llevaba ya dos años suspirando por Oliver. Seguíamos siendo amigos, pero notaba que no era como antes. Ahora tenía que compartirlo con sus compañeros de clase. Él empezaba a hacerse mayor y, con catorce años, se había convertido en uno de los chicos más guapos del colegio. El caso es que había un par de niñas en el cumple que no paraban de perseguirlo, así que, pensando que podrían quitármelo, me envalentoné y, cuando pude pillarlo a solas —o eso creí yo—, le dije con decisión que me gustaba y le planté un beso en la boca. Así, con un par de ovarios. Me separé, roja como un tomate, y me lo encontré con la boca abierta de par en par, casi más colorado que yo, lo que ya era complicado. Justo en ese momento, unas risitas interrumpieron mi instante mágico. Sus dos amigos estaban riéndose de nosotros a carcajadas. Cuando miré