¿Algo pendiente?. Adelaida M.F.
allí mismo. Se fue antes de que comenzara a llorar, avergonzado por lo que le había confesado. Llegué a mi casa y le dije a mi madre que me había caído cuando abrió la puerta y vio el tremendo sofocón que llevaba. Me encerré en mi habitación, y la humillación de sus palabras desencadenó en una ira que me duró años. El chico adulto de catorce años llamándome cría. Pero ¿qué se había creído él? Solo lloré ese día y, cuando me tranquilicé, todo ese enamoramiento se transformó en enfado. Así fue como empecé a detestarlo y nuestra relación cambió de forma radical. Oliver no volvió a buscarme ni me pidió perdón y, por supuesto, yo tampoco. Él comenzó a pasar más tiempo con sus amigos y yo, con las mías. Un par de años después, nuestra relación se limitó a simples holas y adiós si nos veíamos por la calle y poco más. Lo eché de menos, muchísimo; pero durante varios meses fui el objeto de burla de sus amigos y él ni siquiera hizo nada para detenerlo.
El día antes de que nos viniéramos a vivir a Madrid estuvo en casa para despedirse de mis padres; a mí solo me deseó que tuviera buena suerte y añadió que ya nos veríamos por Barcelona si regresaba. Fue la conversación más larga que mantuvimos en tres años.
Después de eso, las veces que volví a Barcelona no coincidí con él. Sé que es bombero porque mi madre, de vez en cuando, me pone al tanto sobre algunos aspectos de su vida. Me sorprendió que se dedicara a eso; no lo imaginaba apagando fuegos, la verdad. Pero tampoco es que me hubiese interesado mucho en saber sobre él después de mi vergonzosa declaración o, mejor, me negaba a tener ese interés en él. Quizá porque, como bien me dijo Lucía cuando le conté toda esta historia al principio de conocernos, yo todavía tenía un pequeño resquemor por su rechazo y, muy en el fondo, seguía pillada por él. No coincidí con ella en absoluto, lo mío con Oliver estaba más que superado. Y sí, cada vez que volvía a Barcelona o mis padres me hablaban de él sentía cierta nostalgia. Pero no de un modo romántico, sino más bien amistoso. Incluso me permití buscarlo hace un par de años por Facebook por mera curiosidad, pero no lo encontré.
—Candela y Juan quieren que tú también vayas.
Las palabras de mi madre me devuelven a la conversación. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza viajar con ellos. Los miro con la ceja alzada.
—Ah, pero ¿ya habéis decidido que vais a ir?
—Sí. Les hemos dicho que a mediados de julio.
—Pues disfrutad vosotros. Yo tengo que buscar trabajo. Además, ¿qué pinto yo sola con vosotros cuatro?
—Oliver estará allí. —Mi estómago da una sacudida—. Hace tiempo que no os veis. Podríais aprovechar para poneros al día y retomar vuestra amistad. No sé qué pasó entre vosotros para distanciaros tan de repente, pero…
—Mamá, ahora mismo tengo la cabeza en mil temas.
—Te vendría bien un cambio de aires, hija. Oliver está de baja por una lesión en la rodilla y su novia lo dejó hace seis meses por su mejor amigo. No está pasando por un buen momento.
Escuchar eso sobre Oliver me sorprende y apena a la vez, lo de su novia me ha dejado estupefacta. Menuda prenda la muchacha y qué cabrón su supuesto amigo.
—Nuestra relación se enfrió, mamá. Han pasado muchos años, y no sé si a él le gustará que vaya.
—¡No digas tonterías, Victoria! —exclama mi madre irritada—. De pequeños eráis inseparables.
—Tú lo has dicho —la corto—, cuando éramos pequeños. Han pasado muchos años, tenemos nuestras vidas.
—Bueno, hija, al menos podéis poneros al día, y así sales de Madrid.
—No puedo irme de viaje como si tal cosa. Necesito buscar un trabajo —la interrumpo de nuevo, buscando excusas.
Porque sí, es lo que estoy haciendo. Pensar en estar cara a cara con él me provoca retortijones de barriga.
—Solo van a ser… —empieza a decirme otra vez mi madre.
Pero la voz severa de mi padre la interrumpe:
—Déjala, Ana. Si no quiere ir, allá ella. Que siga aquí lamentándose de su vida.
El comentario de mi padre me enfurece.
—¡¿De qué estás hablando?! —exclamo—. No estoy lamentándome de mi vida, estoy agobiada porque me han echado de mi trabajo y de mi piso. Es normal que esté pasándolo mal.
La expresión de mi padre parece suavizarse, pero se mantiene serio.
—Llevas cinco años trabajando. Y en estos tres años que has estado en esa editorial ni siquiera te hemos visto el pelo. Puedes permitirte disfrutar de unas vacaciones, Victoria. —Lo miro con enfado—. Necesitas relajarte. Y ya sabes que para nosotros no es ningún problema tenerte aquí.
Me levanto y dejo el plato vacío del desayuno en el fregadero.
—Ya sé que no vais a echarme de aquí, papá. Pero me gusta mi independencia, y no es fácil volver a casa de tus padres.
—Bueno, hija, no eres la única en este país. Ya sabes cómo está todo. Por suerte, tú tienes un sitio donde vivir.
Resoplo. Esto es lo que yo estaba evitando y lo que me temía de volver a casa: las broncas con mi padre. Su carácter autoritario y su seriedad me sacan de mis casillas. Siempre me he preguntado cómo es que mi madre y él se llevan bien. Un gran misterio. Se conocieron en uno de esos bailes que el ejército solía celebrar los fines de semana y, según mi madre —porque mi padre es un poco seco para eso de los sentimientos—, lo de ellos fue amor a primera vista. Y hasta hoy sigue funcionando.
Sé que mi padre tiene razón. Estas tres semanas he estado vagando por la casa como un alma en pena, me falta ir arrastrando las cadenas.
Por las mañanas estoy en pie a las ocho y media enviando currículos. Pero las tardes se me hacen interminables, no sé estar sin hacer nada. Prácticamente, mi trabajo en la editorial consumía todo mi tiempo. Quizá necesite un cambio de aires, salir de Madrid un poco y despejarme. A lo mejor hasta hago las paces con Oliver y volvemos a ser amigos. Y también echo de menos Barcelona.
Suspiro y miro a mis padres.
—Me pensaré lo del viaje, ¿vale?
A mi madre se le ilumina la cara.
—Lo necesitas, cariño. Disfruta un poco de la vida, que esa editorial te tenía esclavizada.
—No seas exagerada, mamá.
Aunque en el fondo puede que sea un poco verdad. Trabajaba de nueve a tres y de cinco a ocho. También solía ir algunos sábados hasta mediodía y, si tenía tareas pendientes, me encerraba el domingo en casa a trabajar como una loca. Pero es que el trabajo en una editorial es así. Siempre hay manuscritos, historias y documentos para leer y revisar. Y que conste que no estoy quejándome, que el trabajo me gustaba.
La conversación con mis padres se queda ahí. Les he prometido que me pensaré lo de Barcelona y van a darme tiempo para que lo haga.
A eso de la una del mediodía me escribe Lucía.
Lucía:
¡El médico buenorro está aquí! ¡Va a supervisarme hoy y va a darme algo! ¿Cómo coño voy a ser capaz de poner una vía con semejante hombre a mi lado? Va a darme un patatús. Hoy viene… Uf.
Me río a carcajadas cuando termino de leerlo. Mi amiga tiene una especie de enamoramiento platónico con uno de los médicos del hospital donde trabaja. Lleva así desde que entró el año pasado, pero no se atreve a mover ficha. Lucía y yo hemos curioseado su Facebook de vez en cuando y el tipo es bastante guapo, con sus gafitas intelectuales y eso; pero, por desgracia para ella, no es muy activo en las redes sociales.
Es un tipo delgadito, sin llegar a ser un fideo. Pelo rubio ceniza y ojos grises o azul oscuro…, no estoy segura, pero apuesto lo que sea