Plan B. Jana Aston
A los veintipocos debes elegir bien con quién sales o estarás casada con un capullo antes de que te des cuenta y pasarás el resto de tu vida quejándote de que tu marido prefiere jugar al sóftbol a echarte una mano con los niños; o te arruinará por perseguir su sueño de montar un grupo de música; o no durará nada en los trabajos porque las grandes empresas no lo entienden.
No, gracias.
Así que me puse a dieta de penes. Decidí hacerlo durante seis meses. No tengo ni idea de por qué me decanté por ese periodo de tiempo; supongo que me pareció apropiado para darme un respiro. Llevaba cuatro meses cuando conocí a Kyle.
«No lo hagas», me dije. «No lo hagas. No te vas a morir por no saber cómo es ese hombre en la cama. Vete». Porque lo supe antes siquiera de saber su nombre, fui consciente de que no valdría la pena saltarme la dieta por él.
Eso solo merecería hacerlo por alguien con quien fuera a tener un futuro.
Él era la puerta de entrada a más penes.
Un vistazo a su rabo y volvería a los idiotas que olvidaban mi cumpleaños, cuando lo que yo quería era pasarme a los hombres que se preocupaban por su plan de pensiones y estaban ansiosos por preguntarme qué tal me había ido el día.
En fin, que solo con mirar a Kyle supe que había mandado la dieta al garete.
Capítulo 2
Daisy
La dieta y cualquier plan de cara a un futuro cercano se han ido al traste porque me ha dejado embarazada.
La maternidad no entraba en mis planes a corto plazo, pero no pasa nada; sé adaptarme a las circunstancias. Consigo lo que me propongo, y en esto no será diferente. Además, siempre me he imaginado con hijos. No ahora, ni así. Pero tenía claro que llegarían.
Algún día.
Y ahora resulta que ese día será en siete meses.
De soltera a madre soltera. Yo puedo. Tendré que dejar el trabajo y comprarme pantalones elásticos, pero puedo con esto y mucho más.
Sin embargo, lo primero es lo primero. Tengo que decírselo al tío que me dejó embarazada.
El problema es que es imposible de localizar.
¿Te lo puedes creer?
Sé quién es, sé cómo se llama, pero no tengo forma de contactar con él.
No es que no recuerde los nombres de los tíos con los que me acuesto. Me los sé. Siempre. No soy tan guarra —sin ánimo de ofender a esas chicas, claro—. Cada uno hace lo que quiere con su vida y todo eso, pero yo puedo contar los rollos que he tenido con los dedos de una mano, y eso incluye a los de la universidad, que, como todo el mundo sabe, no deberían contar.
Esto no me ayuda en nada, ¿verdad?
Pues eso, que se lo voy a decir a Kyle. Merece saberlo, aunque sea mi problema y no el suyo. A ver, en cierto modo, también es el suyo, pero seamos sinceros: siempre es problema de la mujer. Aun así, diría que merece saberlo. No, estoy segurísima de que debería saberlo.
No quiero nada de él, nada. Puedo afrontar esto sola, y lo haré, pero es justo que lo sepa. Aunque sea un capullo de campeonato y, posiblemente, un idiota. Aunque sea una injusticia como una casa que me haya dejado embarazada. Asumo la responsabilidad que me corresponde por haberme saltado la dieta, pero que fallara el condón fue culpa suya.
Así que se lo voy a decir porque es lo correcto, como reciclar. Dios, no soporto a la gente que no recicla. Y menos cuando el contenedor está ahí mismo. Sabéis de qué gente os hablo, ¿no? Es la peor clase de egoísmo: tirar algo al vertedero para que se pudra por los siglos de los siglos cuando puedes lanzarlo al contenedor que hay justo al lado de la papelera para que renazca convertido en papel de impresora o en unas zapatillas de deporte aprobadas por los millennials. Además, reciclar es supersexy, ¿no creéis? Acabo de leer un libro en que el protagonista tiraba una botella de agua vacía al contenedor y casi me corro.
Lo juro.
El caso es que yo reciclo, y cuando un hombre me hace un bombo, se lo digo. A pesar de haberla cagado con el condón. Es típico de los hombres: la cagan con las cosas que tienen consecuencias a largo plazo, pero se salen con lo de la satisfacción inmediata.
Uf.
No estoy enfadada, de verdad. Hacen falta dos personas para bailar un tango. Tendría que haber llevado mis propios preservativos. O escoger a un chico lo bastante inteligente como para saber usarlos. ¿Se rompió? ¿Era viejo? En internet pone que, en teoría, los condones tienen una efectividad del noventa y ocho por ciento, pero que, en la práctica, los hombres cachondos son idiotas y que, de media, quince de cada cien mujeres que solo usan preservativos se quedan embarazadas.
Soy una de ellas ¡Yupi!
Vale, sí que estoy algo enfadada. Estoy haciendo pis en pruebas de embarazo y preguntándome cuánta teína hay en un té chai mientras que él vive su vida y bebe toda la cafeína que quiere.
Aunque eso no cambia el hecho de que algún día el bebé preguntará por su padre y necesitaré respuestas. No a la pregunta: «¿Cómo me engendrasteis?» —Dios me libre—, pero sí a la de: «¿Quién es mi papá?». Qué menos que concederle eso a mi hijo o hija después de arruinarle la infancia ideal con dos padres y una valla blanca en el jardín. El bebé es mi responsabilidad, pero algún día, cuando quiera conocer a su padre —si es que eso ocurre—, deberé mediar para que se conozcan.
Sin embargo, para que eso pase, tengo que localizarlo. Sé lo que estáis pensando: que contactar con él es lo fácil. Y que lo difícil será decirle: «Eh, ¿te acuerdas de mí? Pues estoy embarazada». No digo que vaya a ser sencillo, pero lo será más que encontrarlo.
Resulta que mi rollo de una noche es el heredero de una cadena de grandes almacenes que se caracteriza por los valores familiares y los precios bajos. Os contaré un secreto: Kyle Kingston carece de «valores familiares». Y con eso me refiero a que es un sucio cabrón. Deliciosamente sucio. Supongo que ese es el motivo por el que le prohíben salir en los anuncios de KINGS. En ellos solo aparecen familias y parejas de jubilados que se sonríen por los bajos precios de las judías verdes en conserva y el papel de cocina. Imagino que una campaña publicitaria con Kyle para promocionar preservativos no es el mercado que buscan.
El problema es que los tíos de su calaña no tienen Facebook. Ni Twitter. Ni Instagram ni Pinterest. Ni siquiera una página web. No hay forma de contactar con los hombres como él.
Debe de ser muy práctico para librarse de los rolletes esporádicos.
Como ha hecho conmigo.
Capullo.
¿Tenéis idea de la rabia que da no poder localizar a alguien? ¡Estamos en el siglo xxi! Sé quién es, dónde trabaja y dónde vive, pero no puedo contactar con él. Es desesperante. Es diez veces peor que cuando un amigo pone el móvil en silencio por error y te ves forzada a esperar durante horas hasta que se dé cuenta de que le has escrito.
He llamado a la oficina, pero no ha servido de nada. Supongo que no le sorprenderá a nadie, pero no puedes llamar a una empresa importante y pedir hablar con el encargado así como así. Pero ¡si ni siquiera puedes llamar a una pequeña empresa y pedir hablar con…, bueno, con alguien! Se me ocurrió hacer clic en el apartado de «Contacte con nosotros» en la página web de la tienda porque ninguna de las demás categorías se ajustaba a mis necesidades. No, no tengo problemas con un pedido. No, no tengo una pregunta sobre la garantía. Y no, no necesito ayuda para hacer una devolución.
Por extraño que parezca, «Vuestro director ejecutivo me ha dejado embarazada» no figuraba entre las opciones. Tras diez minutos de frustración, salí de la pantalla de contacto y acabé comprándoles vitaminas prenatales. Y un bolso hecho de botellas de agua recicladas. Me apetecía guardarles rencor, pero la verdad es que tienen muy buenos precios.
Es