Trilogía de Candleford. Flora Thompson

Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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a los dos o tres hombres que frecuentaban la taberna, los vecinos del pueblo raras veces visitaban la aldea, que para ellos representaba el último confín del mundo civilizado. Los aldeanos, por otra parte, conocían de memoria la carretera que unía ambos lugares, pues la escuela, la iglesia y la granja, donde trabajaban la mayoría de los hombres de la aldea, estaban en Fordlow. En Colina de las Alondras únicamente tenían la taberna.

      Muy temprano por la mañana, antes del amanecer y durante gran parte del año, los hombres de la aldea se vestían de mala manera, desayunaban a base de rebanadas de pan con manteca de cerdo, cogían el cesto con la comida que sus mujeres habían dejado preparado la noche anterior y echaban a andar sin perder un minuto atravesando campos y saltando cercados. Lograr que los niños se levantaran no era tan fácil. Las madres los llamaban a gritos y los sacudían, y algunas mañanas de invierno incluso se veían obligadas a sacar a rastras de la cama a chiquillos de once y doce años. Entonces llegaba el momento de ponerse las botas, a menudo por la fuerza y con los pies doloridos a causa de los sabañones, pues, a pesar de haber pasado la noche secándose junto a la rejilla de la chimenea, estaban aún duras como tablones. A veces los más pequeños lloraban de dolor y para animarlos su madre les recordaba que solo eran botas, no calzones de los de antes. «Suerte tienes de no haber nacido cuando estaban hechos de cuero», decía, y después le contaba la historia de un chiquillo de la generación anterior cuyos calzones estaban tan tiesos después de haberlos secado que tardaba una hora entera en ponérselos.

      —¡Paciencia! Ten paciencia, hijo mío —lo alentaba su madre—. ¡Acuérdate de Job!

      —¡Job! —resoplaba el chiquillo—. ¿Qué sabía él de paciencia? ¡Él no tenía que llevar calzones de cuero!

      Los calzones de cuero habían desaparecido en los ochenta y ya solo eran recordados en ese tipo de historias. El carretero, el pastor y algunos de los jornaleros más viejos todavía vestían el guardapolvo tradicional e iban tocados con un sombrerito de fieltro redondo de color negro, como los que antiguamente llevaban los clérigos. No obstante, ese viejo estilo campestre en el vestir ya estaba obsoleto y la mayor parte de los hombres llevaban rígidos monos de pana de color marrón, o en verano pantalones de pana y una chaqueta de faena oscura que todos llamaban el pingo.

      La mayoría de los jóvenes y los que estaban en la flor de la vida eran hombres recios de rostro rubicundo, estatura media y fuerza descomunal, que se enorgullecían de los pesos que eran capaces de levantar y alardeaban de no haber sentido «dolores y menos aún molestias» en toda su vida. Los mayores caminaban encorvados, tenían las manos callosas e hinchadas y les costaba moverse, pues padecían las consecuencias de una vida trabajando a la intemperie, ya lloviera, nevara o hiciera sol, de las cuales el reumatismo era la más frecuente. Estos aldeanos entrados en años solían llevar una barbita ya gris bajo el mentón que iba de oreja a oreja y los jóvenes lucían grandes bigotones de morsa. Uno o dos de ellos, adelantándose a la moda de aquel tiempo, iban completamente afeitados. Aunque siendo el sábado el único día en que se afeitaban, el efecto de ambos estilos se perdía casi por completo cuando se aproximaba el fin de semana.

      Todavía hablaban el dialecto de la región en el que las vocales no solo se alargaban, sino que en muchas palabras llegaban a duplicarse. «Chico» era «chiico»; «carbón» se convertía en «caarbón»; «balde» se decía «baldee», etcétera. En otras palabras, las sílabas se enredaban y las palabras se mezclaban, como en «pan-i-maneca» por «pan y manteca». Tenían cientos de refranes y proverbios y sus conversaciones estaban repletas de símiles. No había nada que estuviera solo caliente, frío o que fuera sencillamente de un color. Las cosas estaban «calientes como el infierno» o «frías como el hielo», eran «verdes como la hierba» o «amarillas como guineas». Hacer un trabajo chapucero con falta de materiales era «como llevar un sombrero con la cinta cortada por la mitad»; tratar de convencer o alentar a alguien que no espabila era como «poner una cataplasma en una pierna de madera». Los nerviosos eran como «gatos saltando sobre un puñado de brasas»; estar enfadado era estar «furioso como un toro». Cualquiera podía acabar siendo de un momento a otro «más pobre que una rata»; estar «más enfermo que un perro» o «más afónico que un cuervo»; ser «más feo que el pecado», «más bueno que el pan» o «apestar de orgullo». De las personas temperamentales se decía que «tan pronto estaban en lo alto del tejado como en el fondo de un pozo». Los que mejor se expresaban en dialecto eran los escasos hombres de mediana edad de la aldea, que hablaban en tono grave y muy digno, tenían voces naturales y agradables, y eran capaces de dotar de profundidad y sentido a cuanto decían. El señor Frederick Grisewood, de la bbc, era capaz de reproducir a la perfección el viejo dialecto de Oxfordshire en sus programas de hace unos años. Por lo general, sus imitaciones sacaban de sus casillas a los naturales de la región, pero él siempre conseguía que sus oyentes revivieran el pasado durante algunos minutos.

      Todos los hombres cobraban el mismo salario, compartían alegrías, penas y circunstancias semejantes, incluso se pasaban los días trabajando juntos en los campos. No obstante, eran tan distintos unos de otros como cualquier contemporáneo suyo de otro lugar. Algunos eran inteligentes y otros lentos, los había amables y solícitos, y también egoístas, vivaces y taciturnos. Si algún forastero hubiera llegado a la aldea en busca del típico paleto rústico, no lo habría encontrado.

      Tampoco se habría topado con el irónico humor de los campesinos escoceses ni con el agudo ingenio y la sabiduría del Wessex de Thomas Hardy. Las mentes de estos hombres estaban forjadas en moldes más pesados y funcionaban con más lentitud. Sin embargo, también había ocasionales destellos de sosegada diversión. Al toparse con Edmund llorando porque había dejado salir a su urraca para que hiciera un poco de ejercicio como todos los días y todavía no había regresado a su jaula de mimbre, uno de los aldeanos le había dicho al muchacho: «No te lo tomes así, hombrecito. Ve a decíííselo a la señorita Andrews (la cotilla del pueblo) y enseguida t'enterarás de dónde está tu urraquilla, aunque haya llegado volando hasta Stratton».

      Su virtud favorita era la perseverancia. No flaquear ante el dolor ni la miseria era su ideal. Un hombre contaba: «Y va y dice aquel, dice, que hay que terminar el campo d’avena antes de que anochezca porque va a llover. Pero no flaqueamos, ¡nosotros no! A media noche la última gavilla estaba cubierta. Demasiado cansaados estábamos, tanto que nos costó llegar a casa. Pero no vacilamos. ¡Lo hicimos!». O «El viejo toro se lanzó a por mí y por poco m’empitona. Pero yo no vacilé. Arranqué una estaca del cercadoo y a por él que fui. Entonces fue él el que flaqueó. ¡Él, él!». Una mujer decía: «Seis noches seguidas me pasé cuidando de mi pobre y anciana madre. Ni la ropa me pude quitar. Pero no flaqueé… Y salió adelante, porque tampoco ella lo hizo». Una joven madre le dice a la comadrona después de su primer parto: «No vacilé, ¿verdad? Oh, espero no haberlo hecho».

      La granja era grande y sus terrenos se extendían más allá de los límites de la parroquia. De hecho, abarcaba varias granjas, anteriormente independientes, que con el tiempo se fundieron en una sola y por aquel entonces era propiedad del viejo propietario del caserío estilo Tudor. Los prados que rodeaban la alquería tenían pastos suficientes para los caballos de tiro y para mantener las cabezas de ganado, y un par de vacas lecheras que abastecían de leche y mantequilla a la familia del granjero y a varios de sus vecinos más cercanos. Algunos de los campos se sembraban con semillas de pasto para heno y también con pipirigallo y centeno, que se cultivaban y segaban cuando todavía estaba verde para alimentar al ganado. El resto eran tierras de labranza que producían maíz y tubérculos, pero especialmente trigo.

      Alrededor del caserío se agrupaban los edificios de la granja: establos para los grandes caballos de tiro de velludas cernejas que pateaban con fuerza en sus corrales; graneros con portones tan anchos y altos que era posible introducir una carga entera de heno; casetas para los carromatos de la granja pintados de amarillo y azul; graneros con escaleras exteriores, y cobertizos para almacenar torta de borujo, estiércoles artificiales y aperos de labranza. En una gran explanada, los almiares, altos y apuntados, se elevaban sobre altillos de piedra; la lechería, también bajo techo, era modélica a pesar de su pequeño tamaño. Había todo lo necesario o deseable para una buena agricultura.

      También había mucho trabajo. Los muchachos que terminaban sus estudios en la escuela eran contratados


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