Trilogía de Candleford. Flora Thompson
de pana de su marido. Las demás se las apañaban con trozos de pantalones viejos que usaban como polainas. Fuertes, sanas, curtidas por los elementos y duras como clavos, trabajaban durante todo el año, salvo cuando el clima era más extremo, y solían decir que «se volverían locas como cabras» si tuvieran que quedarse todo el día encerradas en casa.
Al verlas trabajar inclinadas en fila sobre la tierra, tan parecidas como guisantes en la misma vaina, ningún forastero habría sido capaz de distinguirlas. Sin embargo, no era así. Estaba Lily, la soltera, grande y fuerte, tan bruta como un caballo de carga y morena como una gitana, con el polvo del campo incrustado en la piel y oliendo a tierra incluso cuando estaba en casa. Años atrás un hombre la había traicionado y había jurado que no se casaría hasta haber criado al chiquillo que había tenido con él. Un juramento bastante innecesario, pues, según decían sus vecinos, era una de las pocas mujeres realmente feas que había en el mundo.
En la década de los ochenta era una mujer de cincuenta años, una criatura de la tierra de toscos modales cuya vida se reducía a trabajar, comer y dormir. Vivía sola en su diminuta casita, en la que, según alardeaba, podía preparar la comida, comérsela y recogerlo todo sin necesidad de levantarse de su silla junto al fuego. Sabía leer un poco, pero ya había olvidado cómo se escribe, y la madre de Laura redactaba sus cartas para su hijo, destinado en la India.
Y allí estaba la señora Spicer con sus pantalones, de lengua afilada y ya entrada en años, pero independiente y honesta, que alardeaba de no deberle un solo penique a ningún hombre y de no necesitar absolutamente nada de nadie. Su marido, un hombre menudo y algo calzonazos, la adoraba.
Muy distinta de todas las demás era la afable señora Braby, de mejillas sonrosadas, que siempre llevaba en el bolsillo una manzana o un paquetito con caramelos de menta por si se encontraba con alguno de sus niños favoritos. En su tiempo libre era una voraz lectora de noveletas y, reservando una parte de los cuatro chelines que ganaba, se había suscrito a la revista cultural Bow Bells y al semanario Family Herald. En una ocasión se encontró con Laura cuando la niña regresaba de la escuela y comenzó a contarle el argumento de una novela por entregas que estaba leyendo, titulada Su reina del hielo, en la que la heroína, rica, hermosa y gélidamente virtuosa, vestida de terciopelo blanco y plumón de cisne, a punto estaba de romperle el corazón al héroe de la historia a cuenta de su fría indiferencia, hasta que finalmente se derretía y se entregaba por completo a él. No obstante, como era de esperar, la trama no era tan simple, pues también incluía a un pérfido coronel. «¡Ay, qué colonel tan odioso!», exclamaba de cuando en cuando la señora Braby. Lo pronunciaba así, con ele, y a Laura le resultaba tan molesto que finalmente le dijo: «Pero no dirían colonel, ¿verdad, señora Braby?». Lo que las llevó a zambullirse en una acalorada discusión sobre ortografía. «Co-lo-nel, se dice colonel. ¿En qué estás pensando, chiquilla? ¿Es que hoy día no os enseñan nada en la escuela?». La mujer se quedó muy ofendida y durante varias semanas no le dio a Laura ni un solo caramelo; lo que le estuvo bien empleado, pues no se debe corregir a los mayores.
Había un hombre que solía trabajar con las mujeres o en el mismo campo donde les tocara faenar. Era un hombre pobre y enfermizo y no demasiado fuerte que iba ya para viejo, de modo que habían decidido ponerlo a trabajar por medio jornal. Todo el mundo lo llamaba «Algy» y no era natural de la aldea. Había aparecido de repente años atrás y nunca hablaba acerca de su pasado. Era alto y delgado, caminaba ligeramente encorvado y llevaba largas patillas pelirrojas de las que entonces llamaban «lloronas». A veces, cuando erguía la espalda, era posible atisbar los vestigios de un pasado militar. Aunque había otros motivos para suponer que había pasado parte de su vida en el ejército, pues cuando estaba algo achispado a veces empezaba a decir: «Cuando estaba en el cuerpo de granaderos…», aunque siempre se callaba de repente. Aunque le costaba llegar a las notas más altas y a menudo su voz se rompía convirtiéndose en una especie de graznido, su manera de hablar sugería vagamente que era un hombre culto, de la misma manera que su porte y su manera de moverse hacían pensar que había recibido una formación castrense. Además, en lugar de jurar soltando palabrotas y maldiciones como hacían los demás hombres, cuando algo le sorprendía solía exclamar «¡Por Júpiter!», lo que a todo el mundo le resultaba muy divertido, si bien no servía para arrojar un mínimo de luz sobre su misterioso pasado.
Veinte años antes, cuando hacía escasas semanas que su actual esposa había enviudado, él había llamado a su puerta durante una tormenta para pedir alojamiento por una noche, y allí había vivido desde entonces, sin recibir nunca una carta ni hablar de su vida anterior, ni siquiera con su mujer. Se decía que durante los primeros días en el campo se le habían ampollado las manos hasta sangrar, poco o nada acostumbradas a ese tipo de trabajo. Al principio, su presencia debió de suscitar gran curiosidad en la aldea, aunque hacía ya mucho tiempo que el fenómeno se había apaciguado y, desde los años ochenta, había sido aceptado como «un tipo flojo y debilucho» a costa del cual se podían hacer bromas. Era un hombre reservado y trabajaba satisfecho, dando lo mejor de sí mismo en la medida de lo posible. Lo único que lograba alterarlo era la visita poco frecuente de la banda de música alemana. En cuanto escuchaba el estruendo de los instrumentos de viento y el pum-pum del tambor, se metía los dedos en las orejas, echaba a correr campo a través y nadie volvía a verlo en todo el día.
Los viernes por la noche, concluido el trabajo, los hombres marchaban en tropa hacia la casa de labranza para cobrar su jornal. Allí el granjero en persona se lo entregaba, asomado a un ventanuco, mientras el personal esperaba su turno moviendo nerviosamente los pies y tirándose del pelo. El granjero ya era demasiado viejo y corpulento para montar a caballo y, aunque todavía recorría a diario sus tierras encaramado en un pequeño carromato, se veía obligado a contemplar el trabajo desde los caminos, por lo que el día de paga era la única ocasión que tenía para ver de cerca a la mayoría de sus hombres. Entonces, si había algún motivo de queja, era cuando estos los escuchaban. «¡Eh, tú! ¿Qué hacías en Causey Spinney el lunes pasado cuando debías estar limpiando las caceras?». Ante ese tipo de queja los jornaleros podían responder: «La llamada de la naturaleza, si me lo permite, señor». Menos frecuente, aunque más difícil de justificar, era: «Tengo entendido que últimamente no has trabajado muy bien, Stimson. ¡Así no se puede, ya lo sabes, así no se puede! Si quieres seguir trabajando aquí tendrás que ganarte el jornal como los demás». No obstante, por lo general la cosa no iba a mayores, y se quedaba en un simple: «¡Ah! Ahí estás, Coloso, hombre. Un reluciente medio soberano para ti. Ten cuidado y no lo gastes todo de golpe». O quizá alguna muestra de interés sobre la última mujer que había dado a luz en la aldea o acerca del reumatismo de alguno de los ancianos. Podía permitirse ser jovial y amable con ellos, pues ya tenía al pobre y decrépito «Lunes por la Mañana» para que le hiciera el trabajo sucio.
Pormenores aparte, no era un hombre de mal corazón y lo cierto es que tampoco era en absoluto consciente de hasta qué punto explotaba a sus jornaleros. ¿Acaso no recibían el salario normal completo, sin ninguna deducción por el tiempo que estaban sin dar un palo al agua cada vez que hacía mal tiempo? Cómo se las arreglaban para vivir y mantener a sus familias era exclusivamente asunto de ellos. Después de todo, no necesitaban demasiado, pues tampoco es que estuvieran acostumbrados al lujo. A él le gustaba saborear una jugosa ración de solomillo y tomarse una copita de oporto de vez en cuando, pero sin duda el tocino y las alubias eran más adecuados para hacerle frente al trabajo. «Hígado fuerte, trabajador fuerte», rezaba el viejo refrán de pueblo, y los jornaleros hacían bien en no ignorarlo. Además, todos los años, al final de la cosecha, el granjero ofrecía una gran fiesta en su casa para todo el mundo; cada Navidad repartía entre las familias de sus trabajadores un buen pedazo de ternera de su propia granja, y lo mismo hacía después de la matanza. Y cuando había alguien enfermo enviaba sopa y pudin de leche. Lo único que tenían que hacer era pedir y pasar a recogerlo.
Nunca se entrometía en el trabajo de sus hombres, mientras lo hicieran bien. ¡No, no! ¡Él no! Era un ferviente conservador, de los de verdad, y todos conocían sus inclinaciones políticas. No obstante, nunca había intentado influenciarlos durante las elecciones y tampoco les preguntaba a quién habían votado. Sabía que algunos patrones lo hacían, pero en su opinión aquello era una bajeza. Igual que obligarlos a ir a la iglesia. Eso era tarea del párroco.
Aunque