Trilogía de Candleford. Flora Thompson
que no habría Oxford ni Cambridge para Edmund, ni ninguna otra escuela que no fuera la Escuela Nacional para él y su hermana. Tendrían que adquirir cuantos conocimientos pudieran como las gallinas que se pelean por el grano: un poco en la escuela, más de los libros y algo del saber acumulado por los adultos que los rodeaban.
En adelante, cada vez que leían algo acerca de otros niños cuyas vidas eran tan distintas de las suyas, niños que tenían cuartos de juegos con balancines en forma de caballito, iban a fiestas y pasaban las vacaciones junto al mar y eran alentados a hacer todo aquello por lo que ellos eran considerados raros —y además eran alabados por hacerlo—, se preguntaban por qué les había tocado nacer en un lugar tan poco prometedor como Colina de las Alondras.
Eso ocurría dentro de casa. Afuera siempre había muchas cosas que ver, oír y aprender, pues los vecinos de la aldea eran gente interesante, cada uno a su manera, y para Laura los ancianos eran los más interesantes de todos, pues le contaban historias sobre los viejos tiempos, sabían cantar antiguas canciones y recordaban las costumbres de las generaciones anteriores; aunque ella nunca tenía suficiente. A veces deseaba que la tierra y las piedras pudieran hablar y le contaran todo lo que sabían sobre la gente muerta que había caminado sobre ellas. Le gustaba coleccionar piedras de todas las formas y tamaños, y durante años imaginó que un buen día encontraría en alguna de ellas un resorte secreto que le permitiría abrirla dejando al descubierto un pergamino que le revelaría exactamente cómo era el mundo en el momento en que ese texto había sido escrito y guardado allí.
No había diversiones de pago en la aldea, y de haberlas tenido a su alcance tampoco habrían podido pagarlas. Sin embargo, estaban las hermosas vistas y los sonidos y olores propios de cada estación: la primavera con los campos cubiertos de tallos de trigo que se combaban al viento mientras las nubes se deslizaban por el cielo; el verano con sus cereales casi maduros y sus flores, su fruta y sus tormentas…, ¡y cómo retumbaban los truenos sobre la llanura y qué trombas de agua traían consigo! Con el mes de agosto llegaba el momento de la cosecha y los campos se preparaban para el largo descanso del invierno, cuando la nieve helada caía durante días y se acumulaba sobre los arbustos hasta que era posible caminar sobre ellos, y los pájaros más extraños aparecían a la puerta de las casas para picotear migas de pan, y las liebres se aventuraban a salir de sus madrigueras en busca de comida, dejando sus huellas alrededor de las pocilgas.
Los niños de la última casa tenían sus propias distracciones, como proteger el lecho de violetas recién florecidas que una vez encontraron en un recodo del arroyo, al que llamaron su «secreto sagrado», o fingir que las escabiosas, que crecían en abundancia por allí, habían llovido del cielo en pleno verano, un cielo del suave color azul de las flores que invitaba a soñar. Otro de sus juegos favoritos era aproximarse muy sigilosamente por detrás a los pájaros, cuando se posaban en un cercado o en una rama, para intentar tocarles la cola. Una vez Laura lo consiguió, pero estaba sola y nadie la creyó cuando contó lo que había hecho.
Poco después, recordando el origen terrenal del hombre, «Polvo eres y en polvo te convertirás», se aficionaron a imaginar que eran burbujas de tierra. Cuando estaban solos en los campos y nadie podía verlos, empezaban a saltar, a brincar y a botar, tocando el suelo el menor tiempo posible, mientras gritaban: «¡Somos burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra!».
Sin embargo, y a pesar de que disfrutaban de sus pequeñas fantasías a espaldas de los adultos, a medida que fueron creciendo no se convirtieron en esos adolescentes incomprendidos e hipersensibles que, según los escritores actuales, eran típicos de aquella época. Quizá a causa de sus heterogéneos orígenes, con una buena proporción de sangre campesina corriendo por sus venas, estaban hechos de una fibra más dura que los otros. Cuando les daban una sonora azotaina en el culo, algo que sucedía a menudo, reaccionaban tomando nota mentalmente para no repetir la ofensa que había causado el castigo, en lugar de acumular complejos que en el futuro podrían arruinarles la vida. Cuando, con doce años, Laura se cayó en un almiar justo en el momento en que un toro estaba a punto de justificar su existencia ante la naturaleza, el espectáculo no le creó ningún trauma. No se quedó a curiosear ni echó a correr campo a través horrorizada, sino que se limitó a pensar, un poco a la antigua como era propio de ella: «¡Ay, Señor! Será mejor que me vaya lo antes posible sin llamar la atención para que los hombres no me vean». Aquel toro únicamente estaba haciendo lo que se esperaba de él, una tarea muy necesaria si querían untar mantequilla en el pan y beber leche para desayunar, y le pareció completamente normal que los hombres que solían presenciar ese tipo de representaciones prefirieran que no hubiera mujeres como espectadoras y mucho menos niñas. Les habría resultado, en sus propias palabras, «Poquitín raro». De modo que se limitó a seguir su camino, dando un rodeo, sin que el inesperado suceso dejara una huella demasiado profunda en su subconsciente.
Desde el día en que los dos hermanos comenzaron a asistir a la escuela, ambos se sumergieron de lleno en la vida de la aldea, compartiendo las tareas, los juegos y trastadas de sus compañeros más jóvenes, y recibiendo insultos o palabras amables dependiendo de la situación. No obstante, aunque vivían en las mismas circunstancias y, por lo general, reían y lloraban por los mismos motivos, alguna particularidad a la hora de ver el mundo les impedía aceptar como algo natural cuanto allí sucedía, igual que hacían los demás niños. Pequeños detalles que a otros les pasaban desapercibidos, a ellos les resultaban interesantes, tristes o alegres. No pasaban por alto nada de lo que ocurría a su alrededor. Las palabras que escuchaban a diario, y que sus interlocutores pronto olvidaban, quedaban grabadas en su memoria, y las acciones y reacciones de los demás dejaban en su interior una huella profunda e indeleble que daba lugar a imágenes del pequeño mundo en el que vivían que los acompañarían para siempre.
Sus vidas los llevarían a ambos muy lejos de la aldea. Edmund viajó por Sudáfrica, India y Canadá antes de reposar en su tumba de soldado en Bélgica. Una vez presentadas aquí sus credenciales, tan solo aparecerán en el libro como observadores y comentaristas del escenario rural que los vio nacer y donde vivieron sus primeros años.
2. Coconut shy, en el original. Se trata de un juego típico de las ferias de pueblo en el que había que derribar cocos colocados en postes lanzándoles bolas de madera.
3. Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), popular escritora de novelas de la época victoriana.
III
Hombres en el campo
Después de caminar dos kilómetros y medio por la estrecha y recta senda que discurre en dirección contraria a la carretera general, tras un recodo del camino que impide verlo desde la aldea, se encuentra el vecino pueblo de Fordlow. Allí, una vez pasado el desvío, el escenario cambiaba, y los vastos campos para el cultivo de cereales daban paso a praderas bordeadas por olmos y surcadas por pequeños arroyos. El pueblo estaba situado en un lugar solitario y aislado, y era pequeño, mucho más que la aldea. No tenía tienda, ni taberna ni oficina de Correos, y casi diez kilómetros lo separaban de la estación ferroviaria. La pequeña y achaparrada iglesia, sin torre ni aguja, se alzaba discretamente junto al humilde cementerio que, a lo largo de varios siglos desde su consagración, había ido ascendiendo hasta ocupar una posición bastante elevada sobre la carretera. Toda la zona estaba rodeada por olmos de gran altura que oscilaban a merced del viento y entre cuyas ramas se había instalado una colonia de grajos que graznaban a todas horas. Al lado estaba la vicaría, que hasta tal punto se hallaba rodeada de árboles y matorrales que lo único que se podía ver desde la carretera eran sus chimeneas. Después, la vieja granja estilo Tudor, con sus ventanas ajimezadas de piedra y su notoria mazmorra. Estos lugares, junto con la escuela y una docena de casas ocupadas por el pastor, el carretero, el herrero y unos cuantos trabajadores de la granja con más categoría que los jornaleros, conformaban el pueblo. Incluso esos pocos edificios estaban desperdigados a lo largo de la carretera, tan lejos unos de otros y hasta tal punto rodeados de vegetación que daba la sensación de que no existía pueblo alguno. Los habitantes de la pequeña localidad solían burlarse con una anécdota según la cual un forastero había preguntado al pasar por allí por dónde