Vivir, trabajar y crecer en familia. Alfonso Urrea Martin
familia debe enfrentar su propia obra con la convicción de que, al final, se alcanzarán las metas y se disfrutará de la recompensa por el esfuerzo invertido. Contar con una guía como la que tienes ahora en las manos, seguramente será una herramienta importante en la resolución de los retos que te imponga tu proyecto de empresa familiar.
Con la virtud de estar planteado bajo el contexto mexicano y enriquecido con anécdotas y ejemplos que ayudan a comprender los conceptos expuestos, en este libro, profundo y ameno, Alfonso nos conduce por temas ineludibles y nos propone un modelo de su propia creación para visualizar el ecosistema de la empresa como la coincidencia de tres sistemas: el patrimonial, el empresarial y el operativo. Su intención es facilitar el entendimiento y la delimitación de los derechos y responsabilidades de los integrantes de la familia, elementos básicos para la resolución y prevención de problemas.
En su paso por el IPADE Business School, Alfonso nos dejó ver claramente su capacidad directiva que, aunada a la evidencia de sus logros, enorgullece a esta casa de estudios. Como buen máster hizo su tarea y estudió todos los temas que una familia empresaria debe abordar en su proceso de institucionalización.
Agradezco el honor de prologar esta obra y también la generosidad y apertura de Alfonso y su familia, al abrirnos las puertas de una intimidad a la que pocas veces se puede acceder.
Desde el Centro de Investigación para Familias de Empresarios (CIFEM) he tenido la oportunidad de conocer y trabajar con familias empresarias durante dieciocho años, y puedo afirmar que cada empresa y cada familia tienen historias que contar. Celebro que Alfonso lo haya hecho para todos nosotros.
Ing. Ricardo Aparicio Castillo, MBA
Profesor de Factor Humano
Director del CIFEM | BBVA
IPADE Business School
Mi tercera acción como director general de Urrea Herramientas fue… llorar. Poco después de las 9:30 de la mañana del 30 de octubre de 1993, di instrucciones a mi asistente para que al llegar los directores y gerentes se presentaran en mi oficina. Cerré la puerta con más fuerza de lo habitual y me quedé solo. Jamás había experimentado tanta soledad y frustración, el barco se estaba hundiendo y la tripulación seguía dormida.
Ese mismo día, mi segunda acción como director general había sido llegar a las oficinas de Administración y Ventas a las 8:30 a.m. —la hora de entrada oficial— para apostarme en la puerta de ingreso y saludar de mano a cada uno de los colaboradores, conforme iban llegando. Pero dieron las 9:00, 9:15, 9:20, 9:30… Ningún director o gerente llegó. Furioso subí a mi oficina.
¿Y mi primera acción…? A media mañana del día anterior entré a la oficina del director de Administración y Finanzas y le dije: «¡Estoy en shock! Mi papá me acaba de nombrar director general y me urgió para que revisara contigo la situación financiera de la empresa».
EL COMIENZO
«Ya quiero empezar a trabajar», le decía a mi papá con frecuencia. Él siempre trató de convencerme de que sería mejor esperar algunos años. «Tranquilo, vas a trabajar toda tu vida; por ahora prepárate, estudia y diviértete». Mi insistencia estaba motivada principalmente por dos razones: el deseo de traer dinero en la bolsa y estar a la par de mis amigos que ya trabajaban y la ansiedad, propia de los jóvenes, de comenzar a vivir en el mundo empresarial, deseo avivado por la satisfacción de mis trabajos de verano en años anteriores.
Por fin un día me dijo: «Tengo la idea de abrir otra empresa, pero mejor hazlo tú. Invita a mis directivos a que sean socios y arráncala. Hazla crecer, llévala a donde tú quieras… Es más, la puedes hacer más grande que Urrea Herramientas». La empresa se llamó Indherra, mi papá aportó el 50 % del capital, se quedó con el 30 y me regaló el 20; el restante 50 % lo colocamos entre los directores y gerentes que trabajaban con él. De ese grado era la confianza que me tenía mi padre. Él siempre me impulsó a creer en mí: «Tú puedes lograr lo que quieras», «nunca digas no puedo, di no quiero», me repetía con frecuencia.
Ingresé a Grupo Urrea cuando terminé la prepa, tenía 18 años. No se trató del típico «vete a cada área a ver qué aprendes», sino que era el responsable de crear una línea de productos totalmente nueva (herrajes y accesorios para el manejo de cable y cadena) y del arranque de una empresa que los produjera, por lo que tuve que involucrarme con todas las áreas. Trabajé con los de mercadotecnia para hacer el estudio de mercado y seleccionar los productos, determinar los precios y diseñar los catálogos; con el financiero para realizar los análisis y las proyecciones económicas; con producción para diseñar los productos, construir la maquinaria y los utillajes; con los de ventas, para acordar las estrategias comerciales a través de los distribuidores de Urrea Herramientas.
No todo fue felicidad. Había algunos directivos que llevaban muchos años en la empresa, así que tenían arraigo y poder al interior y sabían que, de una u otra forma, mi entrada a la compañía significaba una serie de cambios que en algún momento les afectarían. Las situaciones que viví en mis inicios fueron diversas. Hubo una ocasión en la que el director de Recursos Humanos me dejó intencionalmente sin paga durante las primeras semanas. Un día me lo encontré en el pasillo y le pregunté por mi sueldo. «Y tú, ¿dónde trabajas?, tu expediente no tiene el análisis de sangre», me respondió. Tampoco faltó el apodo, me bautizaron como el «patroncito» (dependiendo del tono de voz, podía darme cuenta si me lo decían con cariño, burla o menosprecio).
Una vez, durante la comida en una convención de ventas, las discusiones y la carrilla empezaron a subir de tono. Un gerente me dijo: «Tienes que entrarle y aguantar al parejo si quieres que te respeten». Me quedé pensando… «¿En serio? ¿En esta empresa se gana el respeto aguantando y tirando carrilla?». Posteriormente escuché algunas hazañas que los «héroes internos» realizaban durante esas tradicionales convenciones anuales: los que habían destrozado un hotel en Juriquilla vaciando los extintores; los que habían roto todas las macetas de un hotel; los que aventaban lámparas de gas queroseno a las fogatas en la playa; las bienvenidas en las que los nuevos integrantes pasaban al frente del grupo y se les mentaba la madre al unísono. Con el tiempo me quedó clara una cosa: esa cultura debía cambiar.
EL VIAJE
No había pasado un mes desde que entré a trabajar a la empresa cuando mi papá me pidió que acompañara a dos de los directores a Hong Kong, China, Taiwán y Corea. Era un viaje en el que participaban los representantes de varias empresas mexicanas con la misión de visitar diferentes fábricas para aprender de sus procesos y, además, recolectar evidencias de prácticas de competencia desleal (dumping) que sirvieran para que el gobierno mexicano impusiera cuotas compensatorias a las herramientas importadas de aquellos países.
En 1987 China estaba cerrada al mundo y, cuando entrabas, quedabas a disposición del gobierno. Todo era muy diferente a como es ahora, la infraestructura del país era muy precaria y la gente nos veía como si fuéramos marcianos invadiendo la Tierra. La comida no se parecía en nada a la que ofrecen ahora, con un toque occidentalizado. Al principio me desagradó, pero poco a poco fui aprendiendo a disfrutarla.
Mi experiencia en ese viaje me transformó como persona, como trabajador y como ciudadano. Como trabajador aprendí la gran diferencia entre la cultura asiática y la mexicana. Su ritmo es impresionante, no existen robots que trabajen tan rápido como los chinos; pero vi niños descalzos, sin guantes ni lentes de protección forjando herramientas de acero a altas temperaturas. Observé una gran indiferencia por el bienestar de las personas, la ecología y la calidad, también me di cuenta de la importancia de viajar, de visitar fábricas, empresas, ferias, distribuidores y proveedores para aprender, comparar y valorar.
Quizá el aprendizaje más importante que tuve fue como ciudadano. Antes de visitar Asia solo conocía Estados Unidos y cuando regresaba de esos viajes, México me parecía sucio y me quejaba de las calles con baches, las carreteras