Vivir, trabajar y crecer en familia. Alfonso Urrea Martin

Vivir, trabajar y crecer en familia - Alfonso Urrea Martin


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requería de nuevas estrategias; entonces comencé por promover un pensamiento diferente en el resto del equipo directivo de Urrea Herramientas, con la intención de tener mayor influencia en las futuras decisiones de mi padre.

      En septiembre de 1992 regresé a Guadalajara para ocupar dos puestos: por un lado, la Gerencia General de Compro, una empresa que representaba e importaba marcas de herramientas extranjeras y que estaba teniendo pérdidas por su mala administración; por el otro, como asesor de la Vicepresidencia Ejecutiva. Mi papá era el vicepresidente, pero en realidad fungía como director general. Mi abuelo era el presidente y su hermano, el presidente ejecutivo.

      En Compro armé una revolución. Comencé reemplazando a los gerentes principales, nos trasladamos a una bodega más grande y segura, implantamos sistemas de información, crecimos las ventas y generamos utilidades. Para septiembre de 1993, la empresa tenía una nueva y mejor cara. Tiempo después mi papá me confesó que, gracias a ese logro, pensó por primera vez que quizá ya estaba listo para reemplazarlo.

      Aproveché la posición de asesor para expresar mis ideas basadas en los conocimientos que había adquirido en el extranjero: «En el mundo industrializado ya no se fabrica por lotes, allá se fabrica por celdas y se organizan células de producción con flujos de uno a uno»; «las filosofías de calidad total, justo a tiempo y teoría de las restricciones se aplican a los procesos de producción»; «las herramientas ya no se almacenan en las bodegas de los clientes, se cuelgan y se exhiben; además, se ofrecen en catálogos mucho más amplios y vistosos».

      El 29 de octubre de 1993, Juan Manuel Gómez, director de Administración y Finanzas de Urrea Herramientas, le propuso a mi padre aplicar medidas drásticas para reducir los costos y los gastos. Después de varios años de crecimiento y rentabilidad, el año anterior se habían experimentado pérdidas.

      Mi padre me llamó y me dijo que la propuesta de Juan Manuel tenía sentido, pero que él no tenía ni el ánimo ni el tiempo para hacerlo, así que había dos opciones: o lo hacía Juan Manuel o lo hacía yo.

      —¡Va, yo le entro! —contesté sin titubeos.

      Siempre había pensado que algún día dirigiría la empresa porque mi abuelo y mi papá me lo habían comentado… pero jamás pensé que sería tan pronto. ¡Estaba feliz! Me quedé a cargo de la operación y mi papá de la estrategia, con la condición de no mover de su puesto a ninguno de sus cuatro vicepresidentes.

      Había logrado mi meta: ser el director general de la empresa de mis amores. Apenas tenía 24 años, mi padre 52. Fui de inmediato a la oficina de Juan Manuel, pues lo más urgente era la revisión detallada de la situación financiera de la compañía.

      En esa oficina, el director de Administración y Finanzas me dio uno de los más grandes consejos que he recibido en mi vida: «Te vas a equivocar muchas veces, lo único que te pido es que lo sepas reconocer». La situación era la siguiente: se gastaba más de lo debido como consecuencia de la caída en las ventas, la recomendación era reducir los gastos al menos un 10 %, iniciando con un recorte de personal y deteniendo la campaña de publicidad en radio que quería hacer el director comercial. Por si fuera poco, Juan Manuel —el único director «no familiar» y persona de toda nuestra confianza— me pidió que le diera la oportunidad de cambiarse a la Dirección Comercial.

      «¡¿En qué me había metido?!» Acababa de aceptar la responsabilidad de sacar a flote una empresa familiar con más de 1400 empleados, treinta gerentes y cuatro directores; un decremento importante en las ventas, altos niveles de endeudamiento, con maquinaria y tecnología de punta, pero con procesos de manufactura que generaban altos costos y grandes inventarios; un almacén ineficiente de producto terminado, una mercadotecnia incipiente y, lo peor de todo… un equipo directivo desunido.

      Para cuando el día finalizó, ya se había anunciado mi nombramiento a través de un memorándum. Por eso mi segunda acción como director general fue la de apostarme en la puerta de ingreso a las 8:30 de la mañana del día siguiente. Mi expectativa era que todos llegarían temprano «para quedar bien», para impresionar al «nuevo jefe» o para manifestar su apoyo. Como ya conté líneas arriba, ningún director o gerente llegó. «¿Cómo era posible que el equipo directivo no reaccionara demostrándome su preocupación y apoyo?» Estaba sumamente molesto y por eso le solicité a mi asistente que convocara a los directores y gerentes a mi oficina en cuanto llegaran. Le di instrucciones de anotar el orden del arribo y le pedí que les dijera que no podían entrar, porque a la hora que yo quería verlos era a las 8:30; así que tendrían que esperar la indicación para pasar de uno en uno.

      Cerré la puerta con más fuerza de lo habitual y me quedé solo. Fue entonces que lloré como un niño al que se le rompió el juguete que siempre soñó y que apenas el día anterior le habían regalado. Alrededor de las 10:30 permití que fueran entrando uno por uno a mi oficina. «¿Sabes por qué mi papá tomó esta decisión?» «¿Sabes de la situación crítica por la que atraviesa la compañía?» «¿Cuento contigo para sacar este barco a flote?» «Tú, en mi lugar, ¿qué harías?». Después de las entrevistas me preocupé aún más porque fueron pocas las respuestas que valían la pena. El equipo directivo no era consciente de la grave situación financiera, y menos aún tenía idea de cómo salir adelante.

      Mi siguiente acción en el cargo fue pedirles a los directores de área una propuesta de reestructura en sus organigramas, pues necesitábamos manejarnos con menos gerentes de los que había. Las tres personas que me propusieron para liquidar habían sido excelentes compañeros conmigo. Al despedirme de dos de ellos, nos dimos un fuerte abrazo y… lloramos juntos. «¡¿En qué me metí?!»

      Si fuera posible regresar el tiempo hubiera hecho el recorte de personal de una forma diferente, pero en su momento tuve que aceptarlo así porque tenía que cumplir con el acuerdo hecho con mi padre: no podía despedir a ninguno de sus cuatro vicepresidentes. Mis opciones para la reestructuración estaban restringidas. Esta experiencia también me ayudó a entender que, en los negocios, no existe la palabra hubiera.

      Después de algunos años pude recontratar a uno de esos colaboradores y trabajó con nosotros hasta que se jubiló; a otro, lo recomendé para que trabajara con mis primos en Válvulas Urrea y, posteriormente, lo conecté con algunos empresarios amigos míos para que se desempeñara como asesor. La relación de amistad perdura y nos comunicamos en fechas especiales.

      Este fue un momento en el que la compañía atravesó por una etapa crítica debido al agotamiento de su modelo de negocio causado por la apertura comercial, pero también se sustentaba en ventajas competitivas muy bien desarrolladas: la marca Urrea Herramientas —que se había introducido al mercado hacía unos ocho años cuando reemplazamos a Proto, propiedad de nuestro socio anterior— ya era reconocida en México como la opción de más alta calidad; teníamos el conocimiento y la habilidad para producir excelentes herramientas; una amplia red de distribución en todo el país y exportaciones a Estados Unidos; procesos contables y de auditoría institucionalizados y un equipo humano con muchas personas capaces y comprometidas con la empresa.

      Durante los años siguientes nos reinventamos y creamos una nueva propuesta de valor centrada en el cliente: «Ofrecerle todas las herramientas y productos ferreteros que necesitara para hacer su trabajo de una forma más simple, más rápida y segura», para ello realizamos acciones como:

       Mejorar la cadena de valor, incrementando la eficiencia en las operaciones de compras, logística, manufactura y ensamble y desarrollando nuevas líneas de producción.

       Impulsar y ampliar la marca Urrea como una


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