Química rosa. Katie Arnoldi

Química rosa - Katie Arnoldi


Скачать книгу
ya estaba allí. Solo tenía que acercarse y presentarse. «Hola, me llamo Charles Worthington», le diría. Daba igual que la gente se fijase en él, que unos desconocidos se enterasen de sus intenciones; podía ignorarlos. Le propondría a Liz que se reuniesen para hablar de su carrera profesional y ella sin duda aceptaría. Si la notaba incómoda, le diría que podían quedar en el aparcamiento; si no, la invitaría a comer en su casa. Cenarían en el jardín. Flirtearía con ella y la impresionaría con sus conocimientos sobre la historia del culturismo. Le serviría un delicioso pollo al vapor con verdura. A ella iba a caerle bien incluso antes de sacar a colación el dinero u ofrecerle un acuerdo. La iba a enamorar. Sí, comerían y luego… ¿quién sabe?

      Liz era la elegida.

      Charles cerró el coche y entró a toda prisa en el gimnasio. El interior era un océano de máquinas que por un momento lo desorientó. Reconoció a Liz en la esquina, junto a los aparatos de gemelos. Llevaba sus pantalones rosas, muy cortos, y el maillot tanga a juego, con su escote pronunciado en la espalda. Cuando caminaba, uno veía cómo se le separaban y se le movían los glúteos, y, desde cerca, se llegaban incluso a distinguir las estrías internas. Sus inmensas piernas tenían ese bronceado oscuro y artificial que tanto les gustaba a todas las chicas; desbordaban los pantalones cortos de una manera explosiva, se afinaban para dejar paso a unas preciosas rodillitas y volvían a ensancharse hasta trazar unas pantorrillas claramente definidas. Su espalda y sus brazos eran un mapa muscular viviente. Estaba guapísima de rosa.

      Charles pasó junto a ella, con las manos enterradas en los bolsillos y los hombros huesudos encorvados hacia delante. Como Liz miraba al suelo, él siguió andando y subió las escaleras hasta la sala de bicicletas estáticas. Se montó en una y comenzó a pedalear, sin molestarse siquiera en encenderla. Liz estaba hablando con Louise Schulz y susurraban con la cabeza muy cerca la una de la otra. A Charles no le hizo ninguna gracia. Louise era un bicho raro; tenía un abdomen que parecía un enorme barril con músculos esculpidos, siempre hinchados con independencia de lo mucho que se esforzase por hacer dieta porque todas las hormonas del crecimiento que había tomado a lo largo de los años le habían hipertrofiado los órganos. Era una imprudente. Charles sabía que tenía que meterse un protector plástico en el biquini de competición para que no se apreciase su clítoris enorme y grotesco. A los jueces no les gustaba ver penes mutantes en las mujeres. Era baja, de un metro sesenta, y tenía una grave voz masculina y un acné terrible en la espalda. Fuera de temporada, llegaba a pesar más de noventa kilos. A Liz no le convenían ese tipo de influencias. No debía socializar en el gimnasio.

      Ella se acercó al soporte de sentadillas, cargó una barra con discos de veinte kilos y se sentó en el banco a vendarse las rodillas. Charles desmontó de la bici de un salto y bajó las escaleras a toda prisa hasta llegar al aparato de extensión de piernas situado junto a donde ella estaba. Se colocó en la máquina, ajustó el peso a diez kilos y esperó a que mirase hacia él.

      —¿Lista, nena? —dijo Rico, acercándosele a Liz por la espalda para frotarle los hombros—. ¿Qué tal te notas?

      Rico era alto y tenía la piel negra y brillante, la espalda ancha y largas rastas recogidas hacia atrás con trozo de cuerda. Llevaba una anilla plateada en el centro de la nariz, como los toros, y tenía los dientes blancos y relucientes. Había ganado todos los concursos a los que se había presentado el año anterior, trabajaba constantemente como modelo y se mantenía magro tanto en temporada como fuera de ella.

      «¿No estarán juntos?», pensó Charles, aterrado.

      —Me noto bien —respondió Liz.

      —Te voy a dar mucha caña. —Rico le mordió el cuello con suavidad—. Y lo sabes.

      Ambos se dirigieron al soporte de sentadillas. Charles empezó a hacer repeticiones en su máquina, agarrándose al asiento con las dos manos y sin perderlos de vista. Liz se puso su cinturón de pesas de cuero negro, que tenía una incrustación rosa de piel de serpiente adherida a la parte trasera. ¿Acaso pensaba que el cinturón aquel tenía clase? ¿Quería manifestar su sentido de la moda de alguna manera? Se lo ajustó bien, cogió la barra del soporte y, concentrada en su imagen reflejada en el espejo, hizo la primera sentadilla. No llegó ni a la mitad del movimiento y Rico, que estaba detrás, la agarró por la cintura con sus enormes manos para ayudarla a levantarse.

      —Buen trabajo, cariño —dijo—. Otra vez.

      No había hecho un buen trabajo. No llegó a acabar ni una sentadilla completa; había hecho trampas. Aquello a Charles no lo impresionó y, para colmo, había detectado una fina capa de grasa en la parte trasera de sus muslos, justo donde acababan los pantalones. Se dedicó a sus repeticiones mientras los observaba. Sus delgados cuádriceps empezaban a arder. Liz hizo la segunda sentadilla, esta vez hasta más abajo, pero no fue capaz de levantarse.

      —¡Arriba, maldita sea! —le gritó Rico—. ¿Vas a rendirte? ¡Arriba, tía!

      Liz se alzó e hizo otra inmediatamente, esta vez hasta el final y a la perfección. Después de cuatro más, volvió a colgar la barra.

      —Vamos a construir el mejor culo del puto mundo —dijo Rico.

      Liz sonrió, se limpió la nariz con el dorso de la mano y abrazó a Rico, apretando la pelvis contra su exuberante entrepierna. Él la agarró del pelo, la acercó a él y la besó en la boca, mientras, con la otra mano entre los muslos, le exploraba la zona, empapada en sudor. Charles se bajó de la máquina y pasó a toda prisa por delante de la pareja, de camino a la salida.

      Fuera había periódicos mugrientos y envases viejos de comida, fruta podrida y mierda de perro en la acera y las alcantarillas. Venice era un infierno. Charles cruzó la calle y se acercó hasta el océano, dos manzanas más abajo; se compró una botella de agua fría en la tienda de licores y se dejó caer en un banco de cemento frente a la playa. Le dio un sorbo al agua y contempló la arena y los cuerpos cociéndose al sol. Era una playa muy amplia; el océano quedaba tan lejos que ni oía el sonido de las olitas que rompían en la orilla. Se estaba tranquilo. Aquella era la zona que frecuentaban los culturistas. No venían a leer; solo tomaban el sol, se echaban crema y escuchaban música. Tampoco nadaban; de hecho, nunca había visto a un culturista meterse en el agua. Allí tanto ellos como ellas llevaban tanga para lucir esas nalgas colosales y bronceadas. En invierno, cuando la playa estaba menos concurrida, Charles había distinguido a un par de mujeres en toples. Ahora que se acercaba el verano, todas se cubrían los pezones con diminutos triángulos de tela.

      A May, antes, le encantaba aquel lugar. Charles solía venir a sentarse en el banco, a veces con un paraguas si hacía mucho calor, y May extendía la toalla frente a él, que se quedaba mirándola mientras tomaba el sol.

      Aquel día había gente nueva. Algunas de las chicas no le sonaban y había un par que no estaban nada mal. Cuando se sentó a observarlas achicharrarse, se sintió mejor. Averiguaría cómo se llamaban la rubia del biquini rojo y aquella morena de deltoides prominentes.

      Se acabó el agua y volvió al gimnasio.

      Joey, el gerente, le dijo que la rubia era Aurora Jeanine Johnson. Lo de Aurora se lo había añadido ella cuando ganó el Campeonato de Culturismo de los Estados Sureños. Tenía veintinueve años y una hija de doce en Savannah, su ciudad de origen; estaba allí sola pasando dos semanas de vacaciones y se entrenaba en el gimnasio Gold. Se alojaba en el hotel Marina Pacific y solía pasarse en torno a las ocho de la mañana y de nuevo a las cuatro. La morena se llamaba Betty. Era lesbiana y su novia, Joan, trabajaba como abogada. Eso era lo único que sabía Joey. Charles le dio las gracias, le entregó, como de costumbre, un billete de veinte dólares bien doblado y salió a toda prisa para volver al coche.

      Preparados

      La casa de Charles estaba sobre una colina, en un bosque de viejos eucaliptos limón de gran altura. Tenían el tronco muy blanco y suave y, donde las ramas se curvaban, la corteza se apelotonaba y se arrugaba como si de piel se tratase. Algunos de aquellos troncos se bifurcaban en gruesas extremidades que se asemejaban a unas piernas. A Charles le gustaba sentarse en el jardín y admirar sus árboles; le gustaba apretar las mejillas y las manos contra los troncos para sentir su frescor, le gustaba raspar


Скачать книгу