Química rosa. Katie Arnoldi

Química rosa - Katie Arnoldi


Скачать книгу
dos salieron del hotel y se subieron al enorme Mercedes blanco.

      La primera cita

      Charles llevaba su traje de crepe de lana negro, mocasines de cocodrilo también negros y calcetines de cachemir. Se había limado y pulido las uñas, se había limpiado las orejas a conciencia y se sentía preparado para cualquier cosa. Le abrió la puerta a Aurora y la miró al pasar, tambaleándose sobre sus burdos y baratos tacones rojos. Le entraron ganas de agarrar su culo redondo y perfecto, de meterle los pulgares entre las nalgas y de quitarle el fino vestido elástico por la cabeza. Deseaba verla. En lugar de eso, le sonrió y la cogió del brazo, estabilizándola, y entró con ella al restaurante.

      —Este sitio es precioso —dijo Aurora alzando la voz algo más de la cuenta. Permaneció en la entrada, mirando a su alrededor, agarrando con las dos manos el barato bolso de noche de pedrería plateada. Charles se percató de que los integrantes del numeroso grupo de la primera mesa levantaban la mirada para clavarla en ella y susurraban entre sí.

      —Buenas noches, señor Worthington —dijo el maître—. Me alegro de verle.

      —Hola, Stuart.

      —Por aquí, por favor.

      Charles tomó a Aurora por el codo y la guio entre el laberinto de mesas. Estaba encantado de que todo el mundo la mirase con asombro a su paso, a menudo dándoles codazos y pataditas a sus compañeros de mesa. El maître retiró la silla y Charles la ayudó a sentarse, soltándole el codo a regañadientes, y ocupó su asiento.

      —Dios, esto es precioso.

      Aurora cogió la carta y él vio que tenía una de las uñas algo desconchada. Le fascinaba que casi todas las culturistas profesionales, que levantaban muchísimo peso y tenían las manos ásperas y encallecidas, consiguiesen llevar las uñas extraordinariamente largas y pintadas con pulcritud. Un toque femenino encantador.

      —Es el único restaurante que frecuento —dijo Charles—. La comida es formidable. No te costará comer aquí.

      —Genial. Esta noche me voy a saltar la dieta.

      —Puedes comer sano sin problema.

      —Ya, pero no quiero.

      Charles alargó el brazo y acarició el de ella al otro lado de la mesa.

      —Me alegro de que nos encontráramos.

      Siguió el recorrido de las venas de su antebrazo con los dedos y Aurora asintió.

      —Fue una suerte verte en el hotel. —Miró cómo Charles la tocaba—. Creía que no iba a conocer a nadie. La gente no es muy amistosa por aquí.

      —Algunas chicas son bastante antipáticas —dijo él.

      —Los tíos son aun peores, con sus toqueteos y sus bromitas. El tal Rico, el segundo día que fui a entrenarme, va, se me acerca y me dice que no le importaría «darme un buen repaso».

      —Vaya, lo siento. —Charles le apretó la mano—. Hay mucho indeseable en el gimnasio. Tienes que pasar de esos tipos y centrarte en lo tuyo.

      —Sí, supongo.

      Apartó su mano de la de Charles y se pasó los dedos por el cabello rubio platino cardado con ahínco. Charles se maravilló ante la separación de tríceps y bíceps, la plenitud de la región frontal y lateral del deltoides y la uniformidad del bronceado de sus brazos y axilas.

      —En donde vivo soy alguien —dijo—. En Georgia no hay nadie más. Pero al lado de estas chicas no tengo nada que hacer.

      —Buenas noches, señor Worthington —interrumpió Allen, acercándose a la mesa—. ¿Desean saber las sugerencias de hoy?

      —No, gracias, Allen —dijo Charles—. El tartar de atún y espinacas al vapor. ¿De cien o de ciento cincuenta gramos, Aurora?

      —De ciento cincuenta estaría genial —dijo, y sonrió al camarero.

      —Tienes la base genética apropiada. —Charles sacó el coche del aparcamiento del restaurante y se incorporó al tráfico—. Eso es lo esencial. Lo demás puede adquirirse.

      —No sé. —Aurora se giró para mirarlo, con una pierna doblada sobre el asiento y la otra estirada, forzando el vestido a levantársele hasta las caderas, lo que le dejaba las bragas prácticamente a la vista—. Nunca he sido tan fuerte como, yo qué sé, Lenore Gibbs. Da igual lo que haga. A su lado parezco diminuta, flácida y chata.

      —Lenore tiene acceso a una gran variedad de fármacos.

      —Ya.

      —Y, además, tiene un contrato con Weider —dijo Charles mientras detenía el coche en el semáforo y se giraba hacia ella, haciendo un esfuerzo por mirarla a los ojos en lugar de a la entrepierna—. Puede dedicarse exclusivamente a entrenar.

      —Debe de estar bien —dijo ella—. En lugar de preocuparse por las facturas y las meriendas para el colegio.

      Charles se desvió hacia la pequeña entrada del hotel Marina Pacific, metió el coche en el aparcamiento y dejó el motor en marcha.

      —Lo he pasado bien.

      Por un momento, ambos permanecieron sentados sin moverse.

      Aurora se volvió hacia él.

      —¿Quieres subir? Mi habitación no es gran cosa, pero podemos charlar un poco más.

      Él apagó el motor.

      —Me encantaría.

      Aurora abrió la puerta y encendió la luz. Charles la siguió, observando cómo se le contraían y se le separaban las pantorrillas a cada paso.

      —Ojalá tuviese algo más que ofrecerte. —Cogió del escritorio la única silla que había y la giró hacia la cama de matrimonio. El tapizado hacía juego con el estampado de conchas en rosa y beis de la colcha. Primero dejó el bolso sobre la mesa y luego lo colocó en la repisa vacía para las maletas—. Solo tengo agua y atún en lata.

      —Agua está bien.

      Aurora tomó los dos vasos que había sobre el televisor y les quitó el plástico protector. Los llenó con el agua destilada de la garrafa de cuatro litros medio vacía y le dio uno a Charles, derramándole unas gotas sobre la mano.

      —Siéntate tú en la silla. —Se estiró el vestido y se sentó en la cama—. Creo que me voy a cambiar, no tardo nada. —Tiró del cajón de arriba de la cómoda, que se abrió casi por completo, y la maraña de ropa estuvo a punto de desparramarse por el suelo. Volvió a meterlo a la fuerza y cogió algo naranja.

      Charles se sentó en cuanto Aurora cerró la puerta del baño. Levantó el brazo y se olió la axila. Se comprobó las uñas, se rascó los dientes con ellas a la altura de las encías y volvió a comprobárselas. Limpias. Se alisó las perneras de los pantalones y cruzó las piernas.

      Aurora apareció con un maillot de cuerpo entero naranja de cuello halter. Iba descalza y Charles vio que llevaba las uñas de los pies pintadas del mismo rojo elegante que las de las manos. El maillot le llegaba justo por debajo del tobillo y dejaba ver con claridad la desafortunada rosa que se había tatuado desde el empeine. Ojalá no tuviese más.

      —Nunca acabo de estar cómoda con vestido —dijo, caminando hacia la cama.

      Charles se quedó asombrado ante la belleza de sus extraordinarios cuádriceps y la buena separación que había entre los isquiotibiales y los glúteos.

      —Háblame del Campeonato de los Estados Sureños. —Charles observó a Aurora mientras se tumbaba en la cama—. ¿Cómo te preparaste?

      —¿Cómo me entrené?

      —No, qué fármacos tomaste. —Se inclinó hacia delante.

      —Doce semanas antes empecé con diez miligramos de Winstrol y siete y medio de Anavar. Y funcionaron genial. En


Скачать книгу