Química rosa. Katie Arnoldi

Química rosa - Katie Arnoldi


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un poco fuerte cuando has abierto la puerta.

      Entraron en el salón. Aurora continuó con su inventario en silencio. Fue a coger la caja de caoba que estaba sobre la mesa de café y, al inclinarse para alcanzarla, se le subió el vestido, dejando sus nalgas casi a la vista. La caja tenía el tamaño de una guía telefónica de las gruesas, sin ornamentos y muy pulida.

      —¿Qué hay aquí dentro?

      —Echa un vistazo.

      Charles sonrió y la miró atentamente.

      —Puaj —reaccionó como si dentro se ocultase algo muerto o podrido.

      Charles se acercó.

      —Son ojos de cristal —dijo—. El opaco tiene casi cien años. Es muy poco común.

      Ella cerró la caja y la volvió a poner sobre la mesa. Charles la cogió de la mano.

      —Me gustaría que escuchases una cinta que he grabado. Es para ti.

      —Claro. ¿Son canciones o algo así?

      —No, ya verás. Ven, siéntate en esta silla —dijo, acompañándola—. Solo te pido que no hables ni interrumpas la grabación de ningún modo. Hablaremos cuando acabe, ¿vale?

      —De acuerdo.

      Ahuecó el cojín y la ayudó a acomodarse; después sacó el equipo que estaba detrás de la silla. Le puso unos auriculares profesionales que le cubrían las orejas por completo, apretó el botón de reproducción del pequeño casete y volvió rápidamente al sofá. Cogió un sobre de debajo del cojín y se sentó.

      La mirada incierta y confusa de Aurora dio paso a una sonrisa. Se miraba las manos mientras disfrutaba del mensaje. Aquel era el principio, el momento en que le decía cuánto había significado para él su compañía; lo maravillosa, inteligente y extraordinariamente hermosa que era. Charles aguardaba. Los ojos de Aurora se alzaron de súbito hacia él.

      Aquella era la parte en que le decía que el sobre que tenía en la mano contenía un cheque de 10 000 dólares a su nombre. Ya era suyo con independencia de cómo respondiese al resto del mensaje. Era un regalo para ayudarla en su trayectoria. Aurora empezó a hablar, conmocionada. Charles se llevó el índice a los labios y sonrió. Ella se sentó sobre las manos, intranquila, sonriendo abiertamente.

      Lo siguiente era la propuesta.

      Ahora miraba al suelo, concentrada. Atenta a los detalles. Él le proporcionaría una casa, el coche que eligiese y una generosa asignación mensual más que suficiente para cubrir sus necesidades y las de Amy. Programaría su entrenamiento y su dieta, le facilitaría todos los suplementos necesarios y determinaría su calendario de concursos. Él se encargaría de convertirla en una campeona y ella se encargaría de él. Le complacería a diario. Si en algún momento uno de los dos no estaba satisfecho, el acuerdo se rompería y Charles le daría a Aurora otro cheque de 10 000 dólares de indemnización.

      El reproductor se paró con un chasquido. Aurora se quitó con brusquedad los auriculares, que se enredaron por un instante en su pelo rebelde, y los dejó caer sobre el asiento que tenía al lado. Se mordió el labio superior nerviosamente, clavó su mirada en Charles y se puso en pie.

      —Eres… —Caminó hacia él—. Eres un ángel del Señor. Eres mi Salvador. —Se detuvo junto al sofá y gritó—: ¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer, no me lo puedo creer!

      Daba saltos sin parar, haciendo temblar el suelo con las sandalias de tacón.

      Charles se rio y se acercó a ella.

      —Entonces, ¿qué? ¿Aceptas?

      —Oh, Charles —dijo, cogiéndole las manos—. Sí. Sí, sí, sí.

      Se acercó más y lo besó. Charles se lo permitió, dejando que le metiese la lengua en la boca.

      Más cerca

      —Dúchate tú primero.

      Charles se sentó en la cama aún sin hacer de la habitación de hotel de Aurora.

      —No tardo. —Entró en el minúsculo baño y se quitó el vestido sin cerrar la puerta. Charles vio sus pechos reflejados en el espejo del armarito. Ella se inclinó y se quitó la ropa interior. A Charles le encantó la finísima marca que dibujaba en su piel bronceada el tanga que solía llevar. Aurora se volvió. Llevaba el vello púbico afeitado, formando una línea fina y cautivadora. Muy pulcra y deportiva—. Ahora vuelvo.

      Cerró la puerta.

      Charles se quitó los zapatos y los calcetines y los puso debajo de la cama. Oyó la ducha y sintió que se agitaba de excitación. Aurora se estaba enjabonando. Se quitó las gafas, las limpió con la esquina de la sábana, hundió la cara en la almohada e inspiró el aroma de Aurora. La ducha se cerró. Él se sentó, alerta.

      Aurora abrió la puerta y allí estaba, desnuda, con su cabello rubio peinado hacia atrás, húmedo y sexi. Se acercó a Charles y se detuvo frente a él sin articular palabra. Él se sentó y la observó durante un momento, oliendo el jabón. Se levantó de la cama, le metió la mano derecha entre las piernas y empapó en ella el dedo corazón; después se lo deslizó por la raja y apoyó la yema allí donde se hacía notar el pulso, presionando con suavidad como si se tratara de un botón de rebobinado que tuviese en la mente. Ella cerró los ojos y se dejó. Él permaneció inmóvil, apretando suavemente con el dedo. Aurora volvió a abrirlos y alargó el brazo hacia él.

      —¿Me disculpas un momento? Tengo que ir al baño.

      Charles apartó la mano y esquivó a Aurora para ir al aseo. Cerró la puerta al entrar y miró el reloj; eran las once y dos minutos. La haría esperar cuatro. Se quitó la camiseta, cogió la fina toalla húmeda que colgaba de un lateral de la bañera, la mojó en el lavabo y restregó contra ella la pequeña pastilla de jabón rosa para a continuación frotarse las axilas con brío. Tenía la piel pálida y, de frente, se le marcaban todas las costillas. Se había quemado un poco el cuello y los brazos desde donde acababan las mangas; estaba colorado, pero no le dolía. Se quitó los pantalones y los calzoncillos blancos de algodón; se frotó el pene, el escroto y el recto con la toalla; luego se enjuagó y se frotó de nuevo para aclararse el jabón. Este aseo por partes lo había excitado aun más y su pene largo y delgado sobresalía de su cuerpo, arqueándose espectacularmente hacia la izquierda como si fuese una coma. Su escaso vello púbico era de color rojizo; sus huesos pélvicos, visibles y puntiagudos; sus pálidas piernas, huesudas, enclenques y casi lampiñas.

      Las once y cinco.

      Abrió la puerta.

      Aurora estaba acostada, con el edredón hasta el cuello. Charles se quedó en la puerta, mirándola, con el pene obcecado en apuntar a la izquierda. Se subió a la cama estimulado por la aspereza barata de las sábanas. Aurora rodó hasta él e intentó besarle en la boca.

      —No, Aurora. —Le agarró la cabeza con las dos manos—. No, no.

      Ella se apartó, dolida.

      —Solo túmbate.

      Sonrió con ternura y tiró de las mantas. Aurora, obediente, se tumbó boca arriba mientras Charles se ponía a cuatro patas.

      Después

      Aurora se puso las mallas estilo tejano. Eran nuevas; unas mallas teñidas para parecer unos vaqueros con lavado ácido, a lo que contribuían cinco bolsillos falsos. Se ajustó las costuras, con efecto envejecido, para que bajasen en línea recta por las piernas y se puso la camiseta rosa de tirantes de Poor Boy. Al secarse, el pelo se le había quedado ondulado y había adoptado un aspecto curioso; se lo mojó e hizo una coleta. Le quedaban veinte minutos antes de reunirse con él en el vestíbulo. Se volvió a tumbar en la cama arrugada y deshecha.

      La había olido. A cuatro patas, le había olfateado todo el cuerpo, empezando por los pies. Olisqueándola en pequeñas ráfagas. Dos inhalaciones rápidas, a veces cuatro, y avanzaba unos centímetros hasta el siguiente punto.


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