Química rosa. Katie Arnoldi

Química rosa - Katie Arnoldi


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y él no quedó ni entre los cinco primeros. No la dejó salir de casa en una semana y, cuando por fin apareció por el gimnasio, tenía los dos ojos morados.

      Aurora machacó con el tenedor las claras y las setas que le quedaban y se acabó el café.

      —¿Tiene algún otro título?

      Charles pagó y salió con Aurora del restaurante.

      —¿Damos un paseo por la playa?

      Aurora asintió con entusiasmo.

      —La arena blanda es buenísima para las pantorrillas.

      Charles tomó la enorme mano de Aurora mientras esperaban a que el semáforo se pusiera verde. Un coche lleno de hispanos de cabeza rapada y camiseta blanca remangada redujo la velocidad y pitó al ver a Aurora. Ella levantó el brazo derecho en una pose de bíceps y sonrió sin soltarle la otra mano a Charles. Los chicos gritaron y saludaron con gestos, pusieron el coche en punto muerto un momento, revolucionaron el motor y reanudaron la marcha. A Charles le gustó la exhibición de valentía de Aurora.

      Recorrieron las tres manzanas que había hasta la playa. El sol pegaba fuerte y los coches se agolpaban en busca de aparcamiento. El paseo estaba lleno de anuncios de perforaciones corporales, tatuajes, extensiones y tratamientos capilares. Una mujer que llevaba una camilla de masajes ofrecía sesiones de acupuntura a cincuenta centavos la aguja. Un joven calvo y sin piernas que iba en una silla de ruedas oxidada sostenía un vaso de papel vacío y pedía dinero a los viandantes. Sentado en un banco había un enano en pantalón corto y camiseta de tirantes discutiendo con un tipo alto y delgado que llevaba un traje de chaqueta negro harapiento y tenía llagas alrededor de la boca. El enano se abalanzó sobre él e intentó estrangularlo. El hombre alto se levantó, cogió al enano por debajo de los brazos y lo lanzó por el aire. El enano aterrizó de espaldas contra el cemento, pero se incorporó al instante, con los brazos en alto en posición de pelea. Charles apartó a Aurora de la escena y retomaron el camino hacia la playa.

      —Háblame de tu hija —le dijo cuando llegaron a la arena firme y oscura, cerca del agua. Una agradable brisa refrescó a Charles tras el tórrido paseo. No pensaba pasear por esa agotadora arena blanda.

      Aurora se bajó un poco la cinturilla de los pantalones cortos, exponiendo más vientre al sol.

      —Tiene doce años y es estupenda.

      —¿Con quién vive ahora? —Charles admiró el contorno afilado de su barbilla.

      —Con mi madre. Están muy unidas.

      Aurora se detuvo y se quitó los zapatos.

      Charles observó el mar a lo lejos. Un barco de salvamento pasó a gran velocidad.

      —¿Vivís las dos con tu madre? —preguntó, intentando restarle importancia. Le preocupaba; la madre podía complicar las cosas.

      —Por desgracia. No me puedo permitir vivir sola. Tengo muchas ganas de mudarme. —Se levantó y reanudó el paseo, con los zapatos y los calcetines en la mano—. Me quedé embarazada en el instituto. El padre desapareció antes de que diese a luz; seguramente esté en la cárcel. Ojalá se haya muerto. Capullo.

      Charles sonrió aliviado.

      —¿Ya eras culturista antes de tener a Amy?

      Aurora negó con la cabeza.

      —Era muy poquita cosa. Engordé más de treinta y cinco kilos durante el embarazo. Por suerte, tengo muy buena piel y no me quedó ni una estría.

      Se bajó un poco más la cintura de los pantalones cortos y le mostró a Charles el comienzo de su tersa nalga izquierda.

      —Qué suerte —dijo Charles, y le acarició brevemente la columna con el dedo índice.

      —Empecé a ir al gimnasio y conocí a un tipo, Skip DeBilda. Un veterano de Vietnam que había perdido los dos dientes de delante. Vivía en su coche junto a la Asociación de Jóvenes Cristianos y empezó a entrenarme gratis. Me levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana para quedar con él. Tenía que golpear el techo de su pequeño Honda hasta despertarlo y algunas mañanas, cuando tenía el sueño profundo, se incorporaba bruscamente con un enorme cuchillo de asalto en la mano. La primera vez casi me muero del susto —contó Aurora acelerada, y Charles notó cómo se sonrojaba hasta que su rostro adquiría un bonito tono rosado.

      —Me entrenaba durante hora y media. Era muy duro. Me obligaba a hacer tantas repeticiones que acababa llorando. Cuando trabajábamos las piernas, solía vomitar. —Miró a Charles—. Aquello era maravilloso. Después iba a trabajar. A veces estaba tan dolorida que no podía ni coger a mi hija en brazos. Fue increíble ver cómo me iba cambiando el cuerpo.

      —¿Sigues entrenándote con Skip? —preguntó Charles con cierta curiosidad. Se estaba abrasando al sol y quería entrar en algún sitio con Aurora.

      —Empezó a hacer cosas raras. Un día me dijo que su madre iba a venir a ayudarlo a encontrar piso y tal. Le hacía mucha ilusión que yo la conociese. Un par de días más tarde, le pregunté por ella y me dijo que llevaba quince años muerta. Cosas así. Además, me estaba poniendo muy en forma, ¿sabes? —Aurora frunció la nariz—. Empezó a interesarse por mí y decidí irme a un gimnasio mejor.

      Caminaron en silencio y pasaron al lado de un grupo de niños que estaban haciendo castillos, enormes montículos de arena con trozos de poliespán, papel y cristal incrustados. Uno de los más pequeños se acercó desfilando con una gaviota muerta cogida por un ala. Su madre dio un grito, corrió hacia él y se la arrancó de un golpe.

      —Me encantaría que Amy viviese aquí —dijo Aurora—. Es muy emocionante; es precioso. —Se detuvo y miró a Charles—. Ojalá no tuviese que volver.

      Charles sonrió, disfrutando de su necesidad.

      —Creo que me estoy quemando —dijo—. Será mejor que regresemos.

      Aurora pisó una delicada concha blanca, que se hizo añicos, y se volvió para seguirle.

      Sí

      Era sábado por la mañana. La señora Johns no trabajaba ese día y Charles había organizado el salón. Se había gastado ochenta dólares en azucenas blancas y nardos; los había puesto en un enorme jarrón sobre la mesa y su aroma cargaba el ambiente de la estancia. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban corridas y las sombrías lámparas de Tiffany emitían una luz tenue. Aurora se sentaría en la silla dorada de terciopelo con cojines de plumón mullidos. Quería que estuviese cómoda. Enviaría un coche a recogerla.

      Sonó el timbre y se apresuró a abrir la puerta. Ella llevaba un minivestido de licra y algodón de tirantes con estampado de flores que acentuaba el ancho de sus gloriosos hombros y sus caderas estrechas y prietas. Las sandalias negras de tacón alto y correas no estaban mal; él mismo podría haberlas elegido.

      Sonrió y le dijo:

      —Pasa, por favor.

      —Esta casa es como la de un gobernador. —Aurora se quedó de pie en el recibidor y se giró lentamente—. Parece sacada de una revista.

      Charles la dejó curiosear.

      —¿Quieres tomar algo? —Sintió cómo la excitación le subía desde el bajo vientre—. ¿Algo de comer? ¿Alguna cosa para beber?

      —¿Crystal Light?3 —dijo ella, mirándole por primera vez—. Ponche de frutas, si tienes.

      —Lo siento, no tengo. ¿Qué tal una Pellegrino?4

      —No, estoy bien. —Reanudó su inspección—. No me puedo creer que vivas aquí.

      —Vamos al salón.

      La tomó del brazo, bronceado y tonificado, y cruzaron el corto pasillo hasta las puertas correderas de roble. Charles agarró los pomos de bronce con ambas manos, tiró suavemente y estas se abrieron deslizándose.

      —¿A qué huele?

      Aurora


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