Química rosa. Katie Arnoldi
por encima de la cabeza, como en la primera posición de una voltereta hacia atrás, y se afanó en el culo, totalmente expuesto, con la punta de la nariz, creyó morir. Se quedó oliendo el punto menos aromático de su cuerpo, sin hablar o tranquilizarla ni una sola vez, solo olfateándola con frenesí. Permaneció allí mucho tiempo, unas veces gruñendo y otras penetrándola levemente con la nariz. Le dolía la espalda y empezaba a preocuparse por si le daba un calambre en las piernas o, incluso, por si se desmayaba de la humillación, cuando por fin él prosiguió hacia sus partes femeninas. Estaba tan agradecida por aquel avance que casi se echa a llorar. Él la desdobló con delicadeza, le estiró las piernas, se arrodilló al lado de la cama y prosiguió, esta vez con la nariz y los dedos. La gratitud de Aurora se convirtió en una excitación intensa y algo inquietante. Él la abrió, se hundió en su carne y la lamió y ella acabó por arquearse de placer; cuando por fin la penetró, aquello era lo único que Aurora deseaba en el mundo.
El pinchazo
Charles se quedó en la puerta y dejó que Aurora explorase la sala de poses. Ella se quitó los zapatos, subió a la plataforma y sonrió, admirándose desde los distintos ángulos de los espejos. Se subió la ajustada falda roja de algodón hasta la cintura, dejando al descubierto el tanga de leopardo, y flexionó las piernas, primero la izquierda y después la derecha. Se volvió y examinó su espléndido trasero, contrayéndolo con fuerza, relajándolo, contrayéndolo de nuevo.
—Trabajaremos aquí —dijo Charles. Entró en la sala, se quedó junto a la plataforma y miró a Aurora, que se balanceaba sobre los dedos de los pies y observaba sus firmes pantorrillas en forma de diamante.
—Te puedes ver entera —dijo ella.
—Posarás todos los días —dijo Charles. Se sentía orgulloso y entusiasmado—. Te fotografiaré una vez a la semana.
Le tendió la mano.
Aurora se recolocó la falda y bajó de la plataforma. Caminaron hasta la vitrina y él abrió las puertas acristaladas. Ella se inclinó para leer las etiquetas de los frascos, ampollas y cajitas que contenían los esteroides orales e inyectables.
—Tienes de todo.
—Cuando vuelvas del viaje, empezaremos con Deca-Durabolin y Primobolan Depot.
Aurora se alejó de la vitrina.
—No hay ningún riesgo.
Charles le agarró el culo, prieto y redondo.
—Lo sé.
Sus ojos se encontraron pero ella no le devolvió la sonrisa.
—Es una combinación básica. Te van a gustar los resultados.
Le tocó el brazo. Estaba ansioso por bañarla y ver cómo respondía al cabezal nuevo de la ducha.
—Odio las inyecciones —dijo Aurora con tono quejicoso.
—No es verdad. —Charles deseaba arrancarle aquella falducha roja.
—Sí que lo es —parecía estar a punto de llorar.
A Charles aquel temor le resultó levemente interesante.
—Vuelve a subirte a la plataforma.
Abrió el cajón de la parte de abajo de la vitrina y sacó una jeringuilla y dos agujas desechables.
—¿Qué haces?
Aurora retrocedió hacia la puerta.
—Voy a enseñarte una cosa. —Sacó un frasco marrón de B12 con la tapa plateada, en cuyo centro tenía un inserto redondo de goma—. Súbete. No hay de qué preocuparse.
—No tenemos por qué hacer esto.
—No hay nada que temer. —La agarró del brazo con firmeza y la condujo a la plataforma—. Súbete la falda.
—No, por favor.
—Súbete la falda.
Charles ya no sonreía.
Aurora se engurruñó la falda en la cintura y cruzó los brazos, escondiendo las manos en las axilas.
Charles se arrodilló junto a ella y dejó el frasco y las agujas en el suelo. Separó el papel protector del plástico transparente y sacó la jeringuilla.
—Muy importante. Una aguja para extraer el líquido. Otra para inyectarlo. La extracción las embota. —Sostenía la jeringuilla entre los dientes mientras abría una de las agujas, que insertó a continuación—. Esta es una aguja de insulina. Subcutánea. También sirve para las hormonas del crecimiento. —Se la acercó a fin de que la viese—. Para los esteroides usamos unas más grandes. Intramusculares. Ninguna duele.
Cogió la B12, clavó la aguja inclinando el frasco y tiró del émbolo con el pulgar.
—¿Es necesario? —dijo Aurora, y cruzó la pierna derecha por delante de la izquierda.
—Mira. Ya lo he extraído. —Retiró la aguja—. Aguja nueva. —Quitó la usada, sujetó la jeringuilla entre los dientes con delicadeza, abrió una nueva y la insertó—. Ahora saco el aire, aunque las historias que hayas podido escuchar sobre las burbujas no son ciertas. No hay ningún riesgo.
Le dio un toquecito a la jeringuilla con el dedo índice, presionó el émbolo lentamente hasta que salió una gota de líquido y volvió a ponerle la funda.
—Podemos dejarlo para la próxima vez —dijo Aurora.
—Tiene su truco. —Dejó la aguja sobre el envoltorio—. Primero tienes que relajarte. Descarga todo el peso en la pierna derecha.
Ella se apoyó en la otra pierna, con los ojos como platos.
—Bien. —Le masajeó la nalga izquierda, primero con una mano y luego con las dos, disfrutando de la resistencia que oponía su enorme músculo—. Ahora voy a insensibilizar la zona.
Le dio un cachete con la mano abierta, fuerte pero lo justo.
—Para —gritó Aurora, y se apartó.
—No te muevas —dijo Charles—. Vuelve aquí. ¿Quieres que te haga daño? Puedo hacer que te duela. Volveré a poner la aguja mellada.
Aurora lo miró horrorizada. Charles le sonrió con ternura. Le extendió la mano y Aurora volvió a su posición. Él suavizo la voz.
—Recuerda por qué hacemos esto. Si te doy un cachete en la zona, no sentirás la inyección.
Ella asintió y parpadeó para contener las lágrimas.
—Te voy a dar cuatro palmadas, frotaré la zona con alcohol, te pondré la inyección y te echaré más alcohol.
Aurora asintió de nuevo y cerró los ojos con fuerza.
Charles azotó su culo duro y tostado. Disfrutó de la picazón que le apareció en la palma de la mano. Dos golpes, tres. La nalga empezaba a adoptar un rojo cálido exquisito y la piel se inflamó ligeramente. Respiró hondo y la azotó con todas sus fuerzas. Cuatro. Ella se estremeció un poco, pero mantuvo la pierna relajada. Él le frotó la zona de inmediato con un algodón empapado en alcohol. Le gustaba el aspecto húmedo de la piel ardiente. Cogió la jeringuilla, extrajo el émbolo con los dientes y le clavó la aguja en la nalga. Ella se tensó.
—¡No te muevas! —gritó él.
Aurora se tapó los ojos con las manos y se mordió el labio.
Charles inyectó la B12 poco a poco, sin quitar ojo al punto de entrada.
—Ya casi está —susurró—. Casi.
Soltó la jeringuilla y la dejó colgando, clavada en ella, vacía y usada.
—¿Ya está? —gimoteó ella.
—Sí. —Extrajo la aguja, vaciló un momento ante el goce que le causaba la hermosa gota de sangre roja y presionó la zona del pinchazo con el algodón—.