Química rosa. Katie Arnoldi
y en lo mucho que significas para mí. Te sigo queriendo, May.
He estado yendo al gimnasio con regularidad. Montando en bici, levantado algo de peso. Aun así, tengo el mismo aspecto. Tú decías que te encantaba mi aspecto; ¿era eso cierto?
¿Eras feliz a mi lado, May? ¿Te aburrías? ¿Pensabas en otros hombres?
Adjunto el cheque, como de costumbre. Llámame o escríbeme, por favor.
Con todo mi amor,
Charles
P. D.: ¿Podrías enviarme el número de teléfono de Hendrik y la lista de códigos de los fármacos, por favor? Hay una culturista a la que he accedido a ayudar y necesito hacer un pedido importante.
Gracias, May.
DOS
La buena vida
Amy dijo:
—No me obligues a ir. ¿Por qué no nos quedamos las dos en casa? Además, no me encuentro bien.
—Ven aquí, cielo. —Aurora acabó de extenderse la crema de manos—. No te puedes permitir perder más clases. Siéntate a mi lado.
—Echo de menos a la abuela. —Amy se sentó en la silla contigua a la de su madre—. Si le pidieses perdón, podríamos volver a vivir con ella. No piensa de verdad todo lo que te dijo. Por favor, mamá. —Se apoyó en Aurora—. Allí tenía amigos. Aquí me quiero morir, siento que voy a explotar.
—Lo sé, cariño.
Aurora buscó el otro zapato con la mirada por toda la habitación.
—No tengo con quién comer. —Amy se arrancó un trozo de uña del pulgar con los dientes—. Dicen que camino como un pato. ¿Por qué no podemos volver a casa?
—Sabes por qué. Ya lo hemos hablado. —Aurora dejó de ajustarse las medias y tomó la cara de Amy entre las manos—. Aquí tenemos oportunidades.
—También se burlan de ti, mamá —dijo mientras se levantaba y se alejaba—. Dicen que eres un bicho raro, que tomas esteroides y que quieres convertirte en un hombre. Me preguntan si tienes pelo en el pecho. Creen que tienes polla, mamá.
—Amy.
—¿Qué? Yo tengo que escucharlo todos los días. Dicen que te tienes que afeitar por las mañanas, que tienes voz de hombre y…
—Ya está bien. Ve a prepararte para ir a clase. Ahora mismo.
—Y que Charles es un topillo asqueroso —dijo, alzando la voz—. No quiero volver a verlo jamás. Me da igual que nos pague el alquiler. Que no vuelva por aquí.
—¡Amy! Ni una palabra más. Sube a vestirte.
Aurora oyó a su hija abrir y cerrar los cajones a golpes. Se sentó inmóvil a la mesa de la cocina y esperó.
Por fin, Amy bajó zapateando las escaleras con su mono de siempre y una camiseta floja por debajo. Su barriga de niña de doce años sobresalía y su pelo castaño, corto y quebradizo, se ocultaba bajo una gorra de béisbol. Aurora hizo el amago de darle un abrazo, pero Amy la esquivó y fue hacia la puerta.
Aurora se puso el abrigo negro de cachemira y salió con Amy hacia el garaje. Como el coche tenía la capota bajada, se anudó un pañuelo en la cabeza. Sonrió a su hija y de nuevo intentó cogerle la mano mientras sacaba el coche.
—Cariño, no discutamos. Yo te quiero muchísimo. Para mí eres lo más importante del mundo. Las cosas van a ir mejor, te lo prometo. Dales tiempo.
—Mejor para ti. A mí estas historias me importan un bledo. Me has arruinado la vida.
Aurora se observó las manos en el volante y sintió una opresión en la garganta.
—Yo solo quiero algo mejor para nosotras.
Amy salió del coche y entró en la escuela. Aurora vio cómo el cuerpo de su hija se encogía al pasar junto a los grupos de niños. Nadie la saludó. Amy cruzó sola la puerta principal del colegio y Aurora se quedó observando hasta que la perdió de vista.
El trayecto hasta casa de Charles era corto. Aurora aparcó en la calle, al principio del camino de entrada; a Charles no le gustaba que subiese el coche. Dejó el abrigo y el pañuelo en el asiento del copiloto y se recolocó las medias negras de rejilla. Charles tenía razón, acentuaban la definición de la musculatura de sus piernas. Alisó la minifalda de ante negro, se ajustó el top de cuello halter y, en tacones, comenzó a subir la larga senda que conducía hasta la puerta principal de Charles. Después de la primera curva, vio a un jardinero arrancando plantas, que dejó lo que estaba haciendo para mirarla mientras ella se acercaba.
—Buenos días —dijo Aurora.
Él no respondió y ella se estiró la falda al pasar. Siguió colina arriba sin volver la mirada.
Aurora vio a Charles a través del ventanal de la cocina. Estaba sentado relajadamente, acabándose el café con galletas en su sitio de siempre con el batín de seda verde oscuro. Todas las mañanas se tomaba un café con leche condensada, dulce y amarilla, y dos galletas de dentición Gerber. Le gustaba mojar las galletas para bebés en el café azucarado y chuparlas hasta dejarlas secas. Miró a Aurora y pareció como si tardase un momento en enfocar su imagen a través de las gruesas gafas de carey. Luego la saludó y se levantó a abrirle la puerta.
—Mi bella Aurora —dijo, extendiendo los brazos para abrazarla.
Ella lo besó con fuerza en la boca, después lo cogió en brazos como un recién casado coge a la novia y entró a casa, cerrando la puerta con el pie. Él le sonrió y chocó sus piececitos en zapatillas.
—Aurora, Aurora, Aurora —dijo, rodeándole el cuello con los brazos y acariciándola con la nariz.
Ella portó su cuerpo delgado por el vestíbulo hasta llegar al salón y lo posó en el sofá de terciopelo rojo. Luego caminó hacia el ventanal y corrió las largas y pesadas cortinas para aplacar la cegadora luz matinal.
—Estás espléndida, querida. Incluso mejor que ayer.
Ella se acercó y se arrodilló frente a él.
—¿Quieres que hoy empiece por los pies, Charles? —le preguntó.
Recogida anticipada
Aurora puso el freno de mano y sacó las llaves del contacto. Amy estaba sentada en el césped, junto al asta de la bandera, con la cabeza apoyada en los brazos. A los otros niños ya los habían recogido, así que estaba sola, rodeada de restos de basura y trozos de comida de los almuerzos escolares. Aurora abrió la puerta del coche y corrió hacia ella todo lo rápido que le permitían los tacones.
—Lo siento muchísimo, Amy.
—Hola, mamá.
Amy levantó la mirada. Tenía los ojos rojos e hinchados, como si estuviese recién levantada o hubiese estado llorando, y la boca manchada de lo que parecía ser helado de chocolate.
—No volverá a pasar, cariño, te lo prometo —dijo Aurora—. No he podido venir antes.
—No pasa nada.
Amy se levantó.
Aurora se agachó y abrazó su cuerpo rígido e inflexible.
—Vámonos a casa —dijo. Cogió la mochila de su hija y la siguió hasta el coche—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que paremos de camino?
—No, gracias.
Amy se encaramó al asiento del copiloto y se abrochó el cinturón.
—¿Qué tal hoy en clase? —Aurora encendió el coche.
—Muy bien.
—¿Algún problema con el profesor de gimnasia?
—Todo bien.
—¿Alguna