El infame. Enzo Romero

El infame - Enzo Romero


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      Manuel Camilo Real, el obispo en persona, oficiaba la misa de clausura de la jornada de Semana Santa, el sábado en la noche; se celebraba la resurrección de Cristo. El Cura Cordero llegó un poco atrasado y no logró instalarse adelante como era su objetivo. Real estaba comprometido con el hermano Fernando, quien pensaba que era bueno darle un realce oficial a la jornada, además al hermano Teófilo y al resto de los hermanos los hacía sentir importantes al interior del mundo eclesiástico. El Pelúo Cortez era el encargado de tocar la guitarra, se sabía todas las canciones, pero esa noche llegó tarde y un poco contrariado, se había topado un rato antes con el Pescado, el Enfermo y el Gato, que le hicieron el quite a las últimas reflexiones grupales y se habían escondido en la sala del Centro de Alumnos a bajarse una caja de vino blanco con jugo de piña y a fumarse un pito de marihuana; ¡buena, Pelúo, ven para acá mejor será!, ¡tómate un traguito con nosotros, para el frío!, le dijo el Pescado; es que no puedo, tengo que tocar a la noche; ¡ya poh, Pelúo, uno no más, así después te sale mejor el canto!; ¿y si me pilla el hermano Fernando?; sale, Pelúo hueco, si los curas están todos chupando desde el almuerzo, ni se van a dar cuenta, dijo el Enfermo; ya bueno, pasa para acá entonces, total dicen que los músicos siempre tocan con ayuda; ¡claro, sirve para la inspiración!, así es que el Pelúo decidió recibir un poco de inspiración del alcohol y, luego de alguna resistencia, del pitillo de marihuana; ¿por qué no, Pelúo?; ya bueno, unas piteadas no más, pero no fueron unas piteadas sino varias, y luego de la primera caja de vino el Gato sacó otra que llevaba en la mochila, esta la tomaron más rápido porque ya tenían que irse a la misa en la Iglesia de la Asunción, que quedaba al frente del colegio, al otro lado de la Avenida Argentina, el único lugar del que se podría haber dicho que era un paseo dentro de la ciudad, pero que había sido ocupado por borrachos consuetudinarios de día y por prostitutas y travestis en busca de camioneros y maridos aburridos por la noche. Para decir las cosas por su nombre, declararemos que los cuatro llegaron a la misa enteramente borrachos y volados, pero el pobre Pelúo además presentaba una coloración verdosa en su rostro, conjuntamente a unas pupilas completamente dilatadas y enrojecidas, y si a esto le añadimos una incipiente barba —el desdichado se tenía que afeitar tres veces al día para cumplir con las exigencias sanitarias del colegio, y ese día no lo había hecho— tenemos más que seguro el semblante exacto que debiera poseer el hijo del Diablo, si aceptamos el hecho indiscutible de que el Diablo, al igual que el resto de las personas de este mundo, también participa de la antigua y dudosa costumbre de heredar a sus hijos el caracho.

      ¿Por Dios, Aldo, dónde te habías metido hombre?, ¿acaso se encuentra usted indispuesto?, ¿necesita algún medicamento, puede usted tocar para la misa?; tranqui, hermano, tranqui, solo me resfrié un poquito, pero puedo tocar igual no más, usted no se preocupe por nada; gracias al cielo, muchacho, que sin usted no hay misa de resurrección, le dijo el hermano Fernando y el Pelúo se sentó frente al altar y comenzó a tocar la guitarra, realizó una introducción de varios minutos mientras todos se sentaban y se callaban, el par de guitarristas que lo acompañaban intentaban seguirlo con algún rasgueo que no desentonara con el punteo de bossa nova que interpretaba Pelúo; Tavín y los de sexto se dieron cuenta en el acto de que su compañero se encontraba ahora en una especie de trance, como les había contado el Cura Cordero, lo miraron cómplices, él les asintió con la cabeza y cerrándoles un ojo, de pronto la melodía se hizo familiar y comenzó la canción; Aldo, además de guitarrista eximio era un cantante extraordinario: Espíritu de Dios llena mi vida, llena mi alma, llena mi ser/ Ven, lléname, con tu presencia lléname, lléname, lléname, lléname,/ con tu poder, lléname, lléname, con tu bondad./ Si Dios no vive en mí vivo sin rumbo, vivo sin llanto, vivo sin luz. La voz de barítono del Pelúo resonaba en toda la Iglesia de la Asunción, mientras el resto de los asistentes a la misa intentaba en vano seguirle en el tono y en las variaciones que a placer realizaba el genio; a varias de las presentes en la iglesia aquella noche incluso les comenzó a parecer atractivo, además estaba tan verde y ojeroso que cualquiera lo hubiese confundido sin dificultad alguna con una estrella del rock, incluso Cata le soltó la mano al Sapo Laguna, al que de pronto encontró tan superficial e inconsistente, no como ese otro llanero solitario que reinaba desde un lado del púlpito, ese sí que era un hombre que sabía lo que quería, aunque el infeliz dudaba entre su muy fidedigno amor a la música y una incipiente comezón en el estómago y el esófago que presagiaban un final maligno, pero terminó la canción y la normalidad pareció apoderarse otra vez del templo, los muchachos se sentaron y el obispo Real comenzaría una de las prédicas más abúlicas y menos inspiradas de su vida, lo que era bastante decir ya que jamás le había agradado el trámite aquel de hacer misas y se sentía mucho más a gusto evangelizando en un pródigo almuerzo dominical, en alguna de las haciendas de campo de los prohombres más insignes del Valle del Aconcagua. Como nadie nos ha sabido referir qué fue lo que dijo o no dijo aquella noche el obispo, imaginaremos generosamente que habló de la resurrección del Señor y de cómo esta nos muestra que la vida siempre, en algunos momentos más que sea, es capaz de vencer a la muerte, y de qué manera misteriosa el que crea en Cristo, aunque muera, vivirá, que era lo que les decía el hermano Fernando a los muchachos en clases motivándolos para asistir a las jornadas de Semana Santa. A todo esto el Cura Cordero, nuestro héroe, se entretenía abrazando y consolando a Daniela que parecía muy emocionada, con los ojos hinchados y la mirada perdida por el término de la jornada, luego de la comunión —antes de que Real se encargara con mucha vehemencia de advertir, para no perder mucho tiempo, que solo era para los que estuvieran en la gracia del Señor, miserable pérdida de energía porque comulgaron prácticamente todos—, y para alivio del señor obispo, al fin tocaba el canto final; de nuevo Pelúo hizo una introducción eterna, esta vez su punteo parecía un tango, luego vino la canción de la resurrección que todos esperaban: Mirad, Jesús resucita hoy, mirad, la tumba está vacía/ el Padre ha pensado en él, de los hombres el Señor/ de la vida salvador./ Mirad Jesús resucita hoy, nos da la paz con su palabra/ la muerte no tiene poder/ proclamad, por la fe./ Que está vivo y somos libres porque:/ Él resucita hoy, Él vive entre nosotros/ es Cristo el Señor. Aleluya, aleluya. Ahí se desató todo, los muchachos lloraban y se abrazaban unos con otros, al hermano Teófilo le pareció un exceso, pero bueno, qué se le iba a hacer, Morales y Cucharita se regocijaban por el triunfo alcanzado, total eran ellos los que tenían a cargo los grupos religiosos, el hermano Fernando desconfiaba de estos arrebatos y catarsis juveniles, mas comprendía que todo sumaba a la causa, aunque había fracasado intentando formar grupos de teatro y talleres de poesía en Los Andes, este acto era una demostración del valor de los maristas en la ciudad, el Enfermo se aprovechaba de la situación y besaba tiernamente a Marisol contra un pilar al fondo de la parroquia, Cata se reconciliaba con el Sapo Laguna y hasta el Cura Cordero abrazaba más de lo prudente a Daniela, el obispo se disponía raudo a abandonar la iglesia, pero se vio atrapado por la multitud que incluso a él quería abrazar y felicitar por sus inspiradoras palabras; en eso el hermano Fernando le hizo una seña al Pelúo para que engalanara el momento con algo más de música, Aldo se dio por aludido y comenzó un punteo de guitarra, un sonido medio rockero que al principio nadie tomó mucho en cuenta, mas pronto los músicos acompañantes reconocieron el tema y lo siguieron con algo de entusiasmo, sin comprender mucho qué tenía que ver eso con la situación, pero como eran de la pastoral juvenil no les pareció mal tampoco algo de música moderna y chilena. Su papá le había regalado el casete de Los Prisioneros y a él le habían parecido lo máximo, a pesar de ser él mismo, seguramente, mejor músico que los sanmiguelinos que interpretaba en ese instante; la mayoría de los presentes conocía la canción, pero no entendían mucho a qué se refería: No necesitamos banderas. / No reconocemos fronteras, / No aceptaremos filiaciones. / No escucharemos más sermones... Se escuchaba por toda la iglesia y el obispo miró enojado al hermano Fernando y él le devolvió una mirada de pasmo y extrañeza, los demás muchachos comenzaron a entonar el coro que Pelúo se encargaba de machacar una y otra vez en cada ocasión con mayor virulencia, el hermano Fernando le indicó al guitarrista que se detuviera con un movimiento de los brazos, pero el otro tenía la mirada perdida y no se daba por aludido, Morales y el Mono simulaban espanto pero en el fondo estaban de lo más divertidos con la situación y se aguantaban la risa; ¡haga algo, hermano Fernando, este infeliz está arruinando la jornada!, le dijo el hermano Teófilo al hermano


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