El infame. Enzo Romero

El infame - Enzo Romero


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medio a firmar una carta donde declaren su arrepentimiento por el daño ocasionado, y su intención de abstenerse en el futuro de desafiar a la autoridad del colegio, así los conminamos al arrepentimiento; solo los obligamos a firmar, dijo Cucharita; para los padres es lo mismo, dijo el Guatón Lalo, están preocupados por la falta de autoridad en el colegio, los exalumnos dicen que ya no somos los de antes, que ahora los muchachos hacen lo que quieren con nosotros, desde que usted, hermano Fernando, nos obligó a reducir los castigos físicos a lo mínimo posible, ahora solo podemos hacerlos correr o castigarlos al sol, unos buenos azotes es lo que les hace falta, o imponer el Rasputín del que nos habló el hermano Teófilo, eso sí que impondría respeto, ¿cuándo nos había pasado esto antes?, a mí, mis profesores me enderezaron con unos buenos azotes y nada que me traumé; era solo una recomendación, dijo el hermano Fernando, hay estudios modernos que señalan que los apremios físicos no son beneficiosos para el proceso de aprendizaje; esos estudiosos de ahora nunca han tenido que lidiar con adolescentes salvajes como los nuestros, la letra con sangre entra, hermano Fernando, señaló el Mono Velázquez, a ver cuánto aguantarían esos modernos en una sala de un colegio de monjas, no les doy ni diez minutos, Morales dijo que no siempre eran necesarios los golpes, que a veces los alumnos respondían a otro tipo de presión, aunque en todo caso había que sacar a las manzanas podridas para que no se pudriera el cajón; ¿y quiénes son las manzanas podridas?, preguntó el hermano Teófilo, ¡los del Centro de Alumnos!, se respondió solo, nunca debimos dejar que la elección se nos escapara de las manos, el Centro de Alumnos debiera ser designado por la dirección; eso, ¿desde cuándo que los colegios son una democracia?, reclamaba el Condoro Álvarez, somos nosotros los que sabemos lo que está bien y lo que está mal; ¿cómo podemos estar tan seguros si ni nosotros estamos de acuerdo en todo?, dijo Cucharita; con todo respeto, eso debiera zanjarlo usted, hermano Fernando, que para eso es el rector, dijo alguien, pero el hermano Fernando ya tenía la cabeza en otro lado.

      El hermano Fernando se retiró cansado y confuso a su celda, dudaba de su vocación de director, era un estudioso de la pedagogía, tenía un doctorado en la Universidad Católica, por eso lo habían nombrado rector siendo tan joven, desde el seminario se había destacado por su carisma especial y sus dotes artísticas, se sabía el Quijote prácticamente de memoria, y se decía que representaba las obras de Lope de Vega como ninguno, y que tampoco se le daba mal caracterizar a Segismundo o a Hamlet, en realidad siempre quiso ser actor pero se sentía feo y sin gracia; en su infancia tranquila en tierras vascas, protegido por una familia culta con ideas modernas, nunca imaginó que a los cincuenta años terminaría dirigiendo un colegio en el fin del mundo, en un valle asombrosamente parecido a los lugares que sabía de memoria por los periplos del manchego caballero andante, casi como una caricatura de las mismas, donde de poco y nada le iban a servir el dominio perfecto del latín y el griego, y su canto gregoriano iba a causar las risas de los chiquillos y los comentarios malintencionados de las secretarias del colegio. Después de la guerra, su familia decidió que una buena forma de ocultar o purgar su pasado republicano era convirtiendo a su primogénito en sacerdote. Le costó bastante convencer a la mamá que mejor eran los hermanos maristas, que además de consagrarse eran profesores, fue lo más cercano a la actuación que pudo encontrar; ya en Salamanca, además de las clases de literatura española, tomó todos los cursos de teatro que pudo, incluso uno de Brecht que se dictaba un poco a la mala, y aunque en el seminario creyeran que estaba loco, decía que era para mejorar su manejo de grupo, que hacer una clase era en realidad una representación constante donde el alumno era un espectador obligado y exigente, al que había que seducir desde la entrada hasta el final, manejando los ritmos, las pausas y los tiempos, pero en realidad lo que le gustaba era actuar por actuar; pese a ello tampoco le desagradaba la idea de ser hermano marista, era una buena manera de vivir sin tener que preocuparse por comprar una casa o mantener una familia, tampoco había que pagar las cuentas ni viajar obligado en el verano a playas infestas o campos malolientes, la vida dentro de esos claustros educativos, que eran los colegios maristas, le parecía más llevadera que cualquier otra, y aunque aún no sabía mucho de Marcelino Champagnat, su tío Juan había estudiado con los frailes y le contaba maravillas de sus métodos de enseñanza, de su opción por la educación popular, además que ya andaban por varios países de África y América, y también en Asia y Oceanía; él siempre quiso conocer el África, pero en su familia le decían que era mejor América, ojalá México, que tenía una cultura tan vasta, o al Perú, mejor todavía, además los peruanos eran tan elegantes y sabían comer como nadie, lo óptimo sería que se ordenara y se fuera a hacer clases de castellano a ese colegio en Lima, donde estudiaban todos los niños bien, pero no, como los primeros conquistadores, se pasó de largo y terminó metido en Chile, estudiando en la Universidad Católica, donde casi ninguno de sus compañeros del doctorado en educación habían leído el Quijote siquiera. ¿Será posible ser doctor en educación sin haberlo leído?, se preguntaba el pobre, que no entendía todavía este país tan raro, y claro que sí se podía, ahí cayó en la cuenta de que por acá todas las cosas eran todavía posibles, fue entonces cuando comenzó a dar sus primeras clases en el Alonso de Ercilla, le encantaba representar partes de los clásicos españoles para sus alumnos en la misma sala de clase, también improvisaba a veces monólogos que se le ocurrían sobre la marcha, conoció a fondo La Araucana y le pareció tan familiar, tan vasca, tan suya que se propuso enseñarla como texto fundamental; luego más lecturas y más clases, pronto se asombraría y se obsesionaría con la poesía chilena, que juzgó como única y de las mejores que había leído, devoró todas las antologías que pudo, se pasaba tardes enteras en la Biblioteca Nacional buscando poetas nuevos y desconocidos para la mayoría, ensayaba escribir algunos versos a lo Huidobro, a lo Humberto Díaz Casanueva, se obnubiló con Nicanor Parra y se hizo amigo de algunos profesores de Castellano y de Historia con los que se juntaba en cafés y en algunos bares a conversar toda la tarde de libros y de alguna película, a él le gustaba Buñuel y el cine ruso, pero disfrutaba más todavía con las del oeste americano que lo convidaban a ver de cuando en cuando. Pronto comenzó a ser un profesor muy querido y valorado por sus estudiantes, respetado por sus colegas que veían en él una especie de sabio-bueno, lo raro era que fuera hermano marista; algunas veces se le podía ver pichangueando con los alumnos durante los recreos y acompañaba a los muchachos en sus encuentros deportivos, se volvió fanático de la Universidad Católica luego del campeonato del 66, se hizo célebre por su memoria prodigiosa que recitaba de un tirón cada una de las formaciones de los cruzados de ese año, pronto incluso le ofrecieron algunos cursos en la Universidad, pero solo aceptó hacer un monográfico del Quijote, aunque le propusieron la cátedra de Literatura Chilena Contemporánea. Fue su época más feliz, observaba de reojo la política chilena aunque simpatizaba con los frentes populares y los movimientos sociales más de izquierda, al revés de sus hermanos religiosos que admiraban sin una sombra de vergüenza la figura del general Franco, vivió con pena y angustia la caída del gobierno popular de Allende el 73, pensó en irse, pero se quedó; para el año 74 ya era subdirector en el Alonso de Ercilla y el 77, director; algunos años después y sin saber muy bien cómo, aceptó la rectoría del Instituto Chacabuco de Los Andes, colegio situado en un pueblito al norte de Santiago en el que los maristas llevaban ya casi sesenta años, un pueblo en el que no había ninguna biblioteca pública y el cine se dedicaba a pasar películas de soft porn. Creyó que podría influir positivamente en la comunidad, que su sola presencia llevaría las bondades de la cultura y la educación a ese grupito de campesinos y mineros pasmados, y ahora de pronto se veía comandando una caterva de profesores ramplones y curas reaccionarios, preguntándose quién cresta lo había mandado a pudrirse en ese pueblo de mierda, decidiendo si echar o no a esos pendejos pelotudos, que de puro aburridos, se les había ocurrido hacer un paro bajo su rectoría… eso y otras cosas pensaba camino a su celda, el bueno del hermano Fernando.

       9

      Por la tarde había que hacer el vía crucis, los muchachos tenían que caminar por las distintas estaciones donde se les explicaba la pasión de Cristo y cómo se había sacrificado por todos nosotros. Por supuesto el Cura Cordero llevaba el crucifijo y el resto lo seguía en silencio interrumpido por murmullos y conversaciones de algunos más aburridos, todo era conducido y explicado por alumnos de cursos más grandes, la mayoría del Eje y otros de Marcha. El Guatón Díaz hablaba de la importancia de hacer penitencia y ofrecerla a Dios,


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