Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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ese mundo posterior?

      Lalasa se detuvo y suspiró. Llevaba un pequeño bolso marrón con tiras de cuero al que echó mano para juguetear con él mientras miraba brevemente al suelo.

      —Una vez conocí a un niño, el hijo de una amiga, que estaba en casa mirando esos dibujos animados de Mickey Mouse en la televisión. Mickey es gracioso, y pasamos un buen rato viendo cómo navegaba en un barco pequeñito mientras silbaba. Pero su papá llegó enfadado del trabajo y le dijo que dejara de mirar esas porquerías, que eran tonterías que no servían para nada. Le dijo que… Mickey Mouse no existía.

      —Caramba —exclamó Tom, intrigado.

      —El niño… bueno, tenía siete u ocho años por entonces… se plantó delante del padre y le dijo que… por supuesto que Mickey Mouse existía. Le dijo que él podía verle navegar, tocar instrumentos con los animales, salir corriendo, saltar y bailar. Le dijo que, cuando se apagaba el televisor, Mickey Mouse existía en su mente. Que pensaba en él y podía verlo. Le dijo que sabía cómo se llamaba, que era americano, y que sabía quiénes eren sus amigos. Que él mismo era su amigo, era el amigo de todos los niños… y que, ¡por cierto! Lo dijo así, señalándole con el dedo. Le dijo: «¡Mickey Mouse gana mucho más dinero que tú!».

      Tom rompió a reír. Rio con tantas ganas que, en alguna casa de la silenciosa calle, un perro rompió a ladrar.

      —¡Está bromeando! —exclamó—. ¿En serio le dijo que Mickey Mouse ganaba más que él?

      —Y tan en serio —respondió Lalasa, risueña.

      —Debió de enfadarse bastante.

      —Entró en cólera —añadió Lalasa—. Me sentí superincómoda, porque no sabía si reír o lanzarme contra el techo y agarrarme allí con las uñas, como un gato.

      Tom seguía riendo. La imagen de Lalasa Kapoor agarrada al techo con las uñas y el sari era del todo hilarante.

      —Es buenísimo —dijo Tom—. Una gran anécdota.

      —Sí —dijo Lalasa, pensativa—. Imagino que todavía debe de estar castigado. Bueno, lo que quería decir, señor Tom, es que… para mí, hay cosas que existen porque desde mi perspectiva, su existencia es constante, comprobable y constatable. Ese… mundo espiritual del después existe, como Mickey Mouse existía para el hijo de mi amiga.

      Tom asentía despacio.

      —Creo que la entiendo.

      —La psicología moderna y la medicina tienen explicaciones para mis creencias, Tom. No lo paso por alto ni las desdeño. Alucinaciones. Problemas mentales. Paranoias. Carencias en el equilibrio químico que me define. Ese tipo de cosas…

      —Comprendo —exclamó Tom, súbitamente serio.

      —Por eso le decía, al principio de nuestra conversación, que para mí es diferente. Sé lo que sé, y en mi mundo privado, ese conocimiento funciona. Sé que funciona porque me produce un equilibrio que me permite desempeñar mis funciones… Trabajar, relacionarme con los demás, ayudar donde creo que puedo ayudar para hacer de este mundo un lugar mejor. Todas esas cosas son buenas. Son el Bien Mayor.

      Tom recordó haber leído alguna referencia al Bien Mayor en el reportaje que hicieron sobre Lalasa, las vacas y la situación de las mujeres en la India. Le sorprendió haber olvidado por completo estar delante de la mujer que había cogido un avión para ir a la India a hacer aquellas fotos.

      Se quedaron callados unos instantes.

      La doctora Kapoor miraba a Tom Hoult con los ojos ligeramente entrecerrados. Hacía eso, por lo general, cuando recurría a sus percepciones inexplicadas.

      —Está preocupado —susurró—. Hemos hablado y nos hemos reído, pero… dígame, ¿para qué quería hablar conmigo, exactamente? ¿Cómo puedo ayudarle?

      Tom suspiró.

      —Está bien —dijo, mirando brevemente alrededor—. Es hora de ponerlo sobre la mesa.

      Lalasa inclinó ligeramente la cabeza y adelantó los labios de una manera casi imperceptible. No fue consciente. Adelantar los labios suavemente era una secuela del hecho fascinante e inexplicado (que no inexplicable) de

      sentir.

      Sintió. Que algo venía. Que iba a pasar algo, algo importante. Quizá uno de esos momentos que ella llamaba «Momentos i griega», cuando la vida te presentaba una encrucijada, dos senderos opuestos que llevaban a destinos distintos.

      Cuando era pequeña y había prisa, su padre tenía la costumbre de cogerla por el cuello, con una sola mano, para dirigir sus pasos con rapidez mientras caminaban donde fuera. No le hacía daño, ni tiraba de ella en modo alguno, pero vaya si iban rápido; Lalasa avanzaba con los brazos extendidos hacia abajo y describiendo pasitos cortos y acelerados que se dirigían, tum tum, tum tum tum, exactamente donde su padre necesitaba que fueran.

      Esas sensaciones que a veces le asaltaban la hacían sentirse igual. Era como entrar en modo automático. Aquí viene, pensaba, y lo que fuera que iba a suceder… simplemente sucedía, como una obra de teatro que empieza a ejecutarse justo después de abrirse el telón.

      Tragó saliva.

      —Lalasa —explicó Tom—. Trabajo para una agencia gubernamental que vela por la seguridad del país. Es el estadio más alto de Inteligencia y Defensa de la nación, Lalasa. Ya no nos llamamos así, pero… ¿ha oído hablar del MI5?

      Lalasa sacudió la cabeza con energía.

      —Sí —dijo.

      —Somos como… esas películas americanas. Como el FBI. ¿Ha visto esa serie, FBI? —Levantó un poco los brazos e hizo un par de aspavientos, risueño—. ¡El inspector Lewis Erskine y el agente especial Tom Colby!

      —Sí, la he visto —dijo Lalasa, relajándose un poco—. Pero el MI5 es… el servicio secreto, ¿no? Un poco más como James Bond, el agente Cero Cero Siete.

      Tom pestañeó un par de veces. Se había preparado una especie de discurso, pero por cómo estaban yendo las cosas, empezaba a pensar que no iba a serle útil.

      —Oh, James Bond. Bueno… ¡A veces me gustaría que nuestro trabajo fuese un poco más así! —exclamó, riendo—. Pero no, es… Me temo que es mucho más aburrido. Mucho papeleo. Largas comidas con enviados especiales, dirigentes, diplomacia, y también vigilamos a mucho indeseable, lo que, en ocasiones, es difícil y hasta feo.

      —Entiendo —dijo Lalasa, con la mirada clavada en él.

      —Dicen que Sean Connery ya no va a hacer más películas de James Bond, que van a coger a otro. Pero… como le iba diciendo, doctora La-…

      —Solo Lalasa —recordó ella.

      —Sí. Disculpe, Lalasa. El caso es… —dijo, ahora con suavidad— que para muchos de los temas que tenemos que investigar y tratar, en muchas ocasiones echamos mano de colaboradores externos, cada uno experto en su campo, que nos ayuden con la investigación.

      Lalasa compuso una expresión divertida.

      —¿Tienen entre mano un caso con… fantasmas?

      Tom sonrió.

      —Bueno. Algo así. Sí. En pocas palabras, y simplificándolo mucho, sí. Lalasa, se están produciendo fenómenos… bastante inusuales y raros, lo suficientemente potentes y parametrizables como para que el MI5 se haya interesado por ellos. Imagina algo así en un lugar como el MI5. Estamos acostumbrados a procesos deductivos lógicos, a análisis químicos y forenses, a patrones de comportamiento, a hacer correlaciones entre elementos comprobables por métodos empíricos. Y, de repente, esto. ¿Comprende ahora por qué necesitamos ayuda?

      Lalasa rio.

      —Pero… ¡fantasmas! —dijo, entre perpleja y divertida.


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