Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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ellos era percibir a la gente. Le bastaba un solo instante para saber si quería a alguien en su vida o si lo quería bien lejos. Y le bastó algo menos que un solo instante para saber que…

      Sí. Lalasa se lo permitía.

      ***

      Paseaban por la calle algo después del atardecer. Las farolas ya se habían encendido y los coches pasaban ronroneando por la carretera. En el centro de la ciudad, las luces navideñas adornaban todos los escaparates y las tiendas, y la gente había empezado ya las compras tradicionales mientras disfrutaba de bebidas calientes en los puestos de las aceras. En aquella zona residencial, sin embargo, no había demasiado de todo aquello más que el resplandor ocasional de algún árbol detrás de alguna ventana. Y, sin embargo, el aire festivo se respiraba por todas partes.

      —Sabe, doctora… —empezó a decir Tom.

      —Por favor, llámeme Lalasa.

      —Sí, por supuesto. Lalasa. Durante los años de mi formación tuve profesores buenos y profesores excelentes. Los profesores excelentes contagiaban las… imagínese la palabra en mayúsculas: ganas. Ponían entusiasmo en lo que explicaban, contaban las cosas con perspectivas diferentes, reales… Sus historias y sus anécdotas llegaban porque… ¿Sabe por qué, doctora?

      —Lalasa, por favor —insistió ella.

      —Sí. ¿Sabe por qué esas enseñanzas eran especiales?

      —Está deseando decírmelo —respondió ella con dulzura. Lalasa Kapoor hablaba con un tono de voz tan menudo como ella misma.

      Tom asintió.

      —Sus historias eran auténticas porque las habían vivido en primera persona. Esa era la gran diferencia respecto a profesores más jóvenes. No discuto los logros y los méritos académicos de esos otros profesores, pero no… no eran lo mismo. No llegaban igual. Habían aprendido cosas en los libros y las habían aprendido bien, lo suficientemente bien como para transmitirlas, pero…

      —Entiendo —dijo Lalasa.

      —Lo mismo me ocurrió con usted cuando trató el tema de… la vida más allá de la vida.

      —Oh. ¿De eso quería hablarme?

      —Cuando habla de esos asuntos —siguió diciendo Tom—, se percibe que lo tiene aprendido de la propia experiencia. Lo ha vivido o lo vive, de alguna manera. ¿Es así, doctora?

      Lalasa pensó durante unos momentos.

      —Para mí… es diferente —dijo—. La mayoría de la gente prefiere evitar estos temas, creo que por miedo. A menudo la gente pierde cosas precisamente por el miedo a perderlas, ya sean parejas u oportunidades, y especialmente se pierden a ellos mismos. Se enfrentan a una situación que da miedo y la evitan; así de simple. Es el comfort. Todos esos caminos conducen a lugares pequeños, incluso solitarios. Porque el miedo es implacable, Tom. Pasa unas facturas que no se pueden pagar.

      —Comprendo —dijo Tom, escuchando con verdadero interés.

      —Con estos temas pasa lo mismo. Hemos… explorado mucho la vida, el nacimiento, la infancia, la adolescencia, la juventud… ¡Oh, todos hemos recorrido los caminos de la juventud! Sus… tribulaciones, las decisiones, los sentimientos —dijo, volviéndose más apasionada a medida que hablaba—. ¡Los sentimientos son la esencia de la vida! Te inflaman, te elevan, te construyen y, si no los conduces bien, te destruyen. Hemos analizado los senderos de la edad adulta y la dulce decadencia del ocaso. Hasta hemos firmado los últimos días con reflexiones profundas que la filosofía ha explorado desde los días de los griegos. Pero ¿y después?

      —¿Qué ocurre después? —preguntó Tom, impaciente.

      Lalasa soltó una pequeña carcajada.

      —Esa respuesta no la tengo, Tom, si es lo que ha venido a buscar.

      —Sin embargo, sí que cree que hay algo…

      —No, señor Tom. Le seré sincera. Yo no creo. Yo sé.

      Tom asintió, mirándola con aprecio.

      —Habla de esto con mucha valentía —dijo—. La mayoría de la gente que conozco la tacharían de… no se ofenda, por favor. De loca.

      —No puedo ofenderme porque es un hecho objetivo —opinó Lalasa—. Es así. Es el miedo, acabamos de comentarlo. El miedo tiene una dimensión social. No es extraño que, colectivamente, se elija el rechazo como comportamiento aceptado. Te rebelas contra eso y ya formas parte de un grupo consolidado y definido, ¡y ya está! —Chascó los dedos en el aire—. Truco y trato a la vez. Oh, perdón… Es tarde para Halloween.

      Tom sonrió. Acababa de darse cuenta de que estaba disfrutando la conversación, como decía la hija de un amigo, mucho más que mucho.

      —Supongo que sí —dijo Tom.

      —Se ha escrito y se escribirá mucho sobre el miedo… Puedo prestarle unos libros, si lo desea.

      —Estaré bien, doctora Kapoor. Se lo agradezco. Antes ha dicho que usted sabe. ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saberlo?

      —¡Bien! —respondió Kapoor—. ¡Al final tendré que enfadarme!

      —No la entiendo…

      —Sigue llamándome doctora Kapoor, ¡pero solo necesité unos años para conseguir ese título! ¡No es justo! Ya que no quiere llamarme simplemente por mi nombre, me enfadaría menos si se refiriese a mí por alguno de otros atributos adquiridos mucho más notorios de mi persona. Por ejemplo, podría llamarme la Graciosa Lalasa Kapoor, ¡o la Parlanchina Lalasa Kapoor!

      Tom soltó una carcajada.

      —Es usted muy ocurrente —dijo al fin.

      —Eso me gusta: la Ocurrente Lalasa Kapoor.

      —Pero está evitando la pregunta. ¿Cómo puede saberlo, Lalasa? ¿Cómo puede afirmar, categóricamente, que existe la vida más allá de la vida?

      —Es la segunda vez que hace eso… —susurró Lalasa—. Y me gusta, debo decirlo.

      Tom compuso una expresión confundida.

      —Perdone… ¿Que hago el qué?

      —Llamarlo «La vida más allá de la vida». Es bonito. Está positivando el hecho postrero del ocaso. Algo que suena terrible, que sabe a final, que se desconoce, que se teme… Usted lo convierte en una expansión del hecho de vivir. Inconscientemente, me está dando la razón. Usted también cree, si no lo sabe ya, que hay algo más. Solo quiere —dijo, ahora más para sí que para él— que se lo ratifique.

      Tom la miró con una expresión enigmática. A la doctora Kapoor le brillaban los ojos como si estuviera… ¿cómo lo llamaba su mujer? Achispada. Tenía los ojos achispados.

      —Me temo que no, doc-… Lalasa. No hay ninguna certeza en mí, aunque sí sospechas. Tengo una mente científica, aunque eso suene a rechazar la posibilidad de que…

      —Oh, no se confunda —le interrumpió Kapoor—. La mente científica de verdad es la que acepta cualquier pregunta. La pregunta nunca debe apartarse, ni siquiera la que se ha puesto sobre la mesa muchísimas veces. La mente científica vuelve a plantearse la misma pregunta una y otra vez, porque cada vez que se examina una cuestión, se abriga la posibilidad de que aflore alguna respuesta más. Más aún estos días de avances locos. La ciencia evoluciona a una velocidad que da vértigo, y, sin embargo, ¡es verdad! Usted mismo reconoce que se ha cerrado a estos temas. Suena a espiritismo de principios de siglo. Algo antiguo. Obsoleto. Fracasado. Se le ha declarado inexistente y se ha guardado en un cajón en el sótano.

      Tom asintió.

      —Por eso mi entusiasmo al haberla conocido, de una manera bastante casual, por cierto.

      —¿Le interesan estos temas,


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