Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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levantan la mano —terminó Lalasa.

      Tom asintió despacio, con el semblante serio pero receptivo.

      —Esa es justo la media —dijo—. Seis personas tienen experiencias propias o conocen a alguien confiable que las tiene.

      Lalasa miró hacia al final de la calle. Un hombre calvo, con un bigote aristocrático rizado hacia arriba y una camisa de cuello de pico asomando por debajo del jersey venía hacia ellos.

      —Sí, eso lo sé —dijo Lalasa, pensativa—. Pero, Tom… Usted sabe que muchos de esos casos son explicados por la psicología moderna. Visiones, carencias químicas, alucinaciones, histeria, incluso simple agotamiento físico o estrés, son conductores de muchas cosas que parecen… sobrenaturales.

      Tom torció el gesto.

      —No retroceda ahora en sus declaraciones, Lalasa —pidió con amabilidad.

      —Lo que quiero decir es… que no soy una experta. Estoy muy lejos de ser una experta. Estamos hablando del servicio secreto…

      —Y el servicio secreto explora todos los caminos. Lalasa, no le estoy diciendo que vayamos a ponerla al frente de la investigación y escribir lo que diga en piedra —explicó—. Solo quiero sumar sus impresiones al estudio global de análisis y dictámenes.

      El hombre de la camisa de cuello de pico pasó a su lado sin decir nada, con la cabeza baja, ocupado tal vez en sus pensamientos. Caminaba con las manos en los bolsillos, dando pequeños brincos con cada zancada. Tanto Tom como Lalasa esperaron a que los superara para seguir hablando; no era, precisamente, una charla cualquiera sobre si Edward Heath era un buen primer ministro o no.

      Tom, sin embargo, percibió un cambio en la expresión de Lalasa. No lo hizo, pero Tom pensó que parecía estar percibiendo.

      —¿Qué le ocurre? —preguntó—. Por un momento me ha parecido que se ponía tensa.

      Lalasa sonrió con amabilidad, pero era una sonrisa fingida.

      —A esto precisamente me refiero, Tom. Escuche, si puedo ayudar en algo, no dude que lo haré. Haré todo lo que esté en mi mano, siempre que me prometa que cogerá mis declaraciones con pinzas. Serán mi opinión, en todo caso, y no valdrán más que sus preferencias sobre su grupo de música favorito. Si usted dice que los Beatles no se separarán y que algún día volverán a grabar un disco juntos, y yo digo que no… Solo será eso. Mi opinión. Una percepción propia basada en mis sensaciones.

      —Se lo prometo —dijo, mientras miraba distraídamente cómo el hombre de la camisa de pico se metía en una de las casas, unos cuantos metros más allá.

      —Ese hombre, por ejemplo… —siguió diciendo Lalasa—. Solo se ha cruzado con nosotros un instante. Ha pasado por aquí y ni siquiera nos ha mirado. Pero durante un instante, he sentido algo. Ni siquiera puedo decirle cómo me he sentido, si ha sido un… escalofrío, o una sensación en el pecho, un mareo. Es más bien una certeza súbita, un conocimiento que antes no estaba ahí, y que ahora está. ¿Cómo pondrá eso en un informe?

      —¿Qué ha sentido? —preguntó Tom con curiosidad.

      —¿Es relevante? —preguntó Lalasa con suavidad—. Pero está bien. Por si le sirve para decidirse o desdecirse, he sentido que ese hombre tenía dentro una profunda oscuridad.

      —¿Se refiere a que es un… hombre malo? —preguntó Tom.

      Lalasa se encogió de hombros.

      —No sabría decirle, Tom. Eso es exactamente lo que quiero explicarle. Sé que… no cruzaría más de tres palabras con él si pudiera evitarlo. Sé que… jamás se me ocurriría dejarle al cuidado de mis futuros hijos.

      Tom asintió con una suave sonrisa.

      —De acuerdo —dijo—. Entonces, ¿lo hará?

      Lalasa inclinó la cabeza mientras sonreía, en un gesto de saludo casi ceremonial.

      —Los ayudaré, Tom, en la medida de mis posibilidades, en todo lo que pueda, claro que sí.

      Tom pareció dar un pequeño brinco.

      —¡Bien! —exclamó—. Estupendo. Gracias, de veras. Cuando esté preparada, por favor, venga a vernos a nuestras oficinas. Estamos en Leconfield House, en Mayfair, Londres. ¿Lo recordará?

      —Leconfield House —repitió Lalasa, sonriente.

      —Venga a vernos, por favor, y le pondré en antecedentes en un lugar mucho más indicado. Identifíquese en el mostrador de entrada y, si no estoy, alguien la atenderá.

      —Iré cuando esté usted, entonces —dijo ella.

      Tom pestañeó. «¿Puede hacerlo?», se preguntó, confuso, el fondo de su mente. «¿Puede… sentir cuándo estaré en la oficina y elegir ese día para… aparecer por allí?». La pregunta ni siquiera llegó a aflorar en el consciente de sus pensamientos, pero ahí estaba. Una denuncia vetada, tal vez, por su lado más escéptico y racional, la parte de sí mismo que andaba preguntándose si no estaría remando en un río con demasiadas lagunas y rápidos. Demasiadas patrañas.

      Conversaron durante unos instantes más, pero sobre nada en concreto ya; sin embargo, sí hubo un par de carcajadas finales, a modo de despedida. Tom estaba contento porque confiaba en Lalasa. Confiaba mucho en Lalasa, aún más después de aquella noche. Su padre le dijo una vez una cosa que había recordado a menudo desde entonces: «No hay mejor presidente que el que no quiere serlo». Tenía mucha sabiduría escondida, sabiduría experimental, como decían en la oficina, y le parecía que aquella frase tenía mucho que ver con Lalasa. Si ella tenía sus sensaciones inexplicadas (que no inexplicables), él tenía las suyas, y sospechaba que las aportaciones de Lalasa conducirían a algo.

      A algo.

      Se despidieron. Tom se quedó mirando cómo Lalasa de alejaba por la calle, camino de su casa. No le había parecido correcto o adecuado ofrecerse a acompañarla, y, de todas maneras, tenía mucho en que pensar.

      Pero se fijó en el número de la puerta en la que el tipo de la camisa de pico se había metido. Esa noche, de camino a su domicilio, encontró una cabina pública y llamó a la oficina.

      —Hoult. Tom Hoult. Identificación ocho nueve seis nueve Francia Berenice. —Esperó—. Sí. Necesito que investiguen quién vive en una dirección y los datos de esa persona.

      Esa noche, Tom Hoult durmió poco.

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