Todas nuestras noches. Maximiliano Pizzicotti
edad con el pelo enrulado se cierra la campera y calza su mochila junto a la ventana. A ella la veo todas las semanas. Viene a acompañar a quien yo considero que es su abuela. Se sientan en el balcón a leer y algunas veces las escucho reír. Su relación me llena de ternura. Los viernes son días de ajedrez, se pasan horas, a veces quizás la tarde entera, jugando. Estoy segura de que más de una vez ella ha visto la sonrisa que se me forma cuando escucho a su abuela cantar victoria. Ella siempre pierde, pero dudo que en todas sea por haberla dejado ganar.
En el edificio contiguo observo a una pareja besarse contra el borde de su balcón. Están en uno de los primeros pisos, él la agarra con fuerza de la cintura y ella de su espalda. No creo que pase una sola molécula entre ellos de lo pegados que están. Como si buscasen fundirse el uno en el otro. Desearía algún día poder experimentar lo que eso se siente.
Pasado un tiempo, el caos que desatan los vehículos afloja bastante y a la fiesta de en frente se le empiezan a sumar otras a lo largo de la avenida. Decido que es hora de volver a mi vida, así que tomo la taza vacía, enrosco la manta y deslizo el vidrio. Pero antes de entrar, me giro a observar todas esas escenas por última vez. Me despido en silencio de las estrellas y de cada una las personas que sentí esta tarde.
Comienzo a darme cuenta de que todos somos un mundo aparte con diferentes culturas e incluso otros tipos de lenguajes. He descubierto que las historias están en todos lados, no solo escritas en la ficción. También pueden ser una anécdota o una canción. O quizás el vistazo que podamos echar desde una ventana o un balcón.
Todavía no encontré a alguien que me comparta las suyas, pero sé que, si abro los ojos y escucho con atención, el viento me susurrará las de otras personas. Y de momento, salir a escucharlas se ha convertido en mi parte favorita del día.
Cruzados
La primera vez que lo vi recuerdo que llovía, la calle estaba desierta, el cielo gris, su paraguas negro y hacía frío. Lo capté de reojo mientras cruzábamos la calle, él llevaba una campera oscura estirada en las mangas, cubriendo sus puños. Su pelo húmedo, la mirada en el suelo y un libro con la portada negra entre sus manos. Me sonó a que era de Stephen King, pero no estoy seguro.
La segunda vez era de noche, el clima más seco, había música de fondo y él estaba en la otra esquina del salón. Su computadora le iluminaba la cara mientras torcía el gesto al escribir. Se escuchaba una melodía de fondo, de esas que ponen en todos los cafés que aspiran alto, delicadas notas de piano siguiendo un ritmo tranquilo. Me pareció que iban acorde con él y la forma en la que se le apagaron los ojos después de terminar su café.
A la tercera tampoco me animé a hablarle, pero sí le tomé una foto. Suena raro, pero es que no podía no hacerlo. Tenía el cabello alborotado porque era temprano en la mañana y le quedaba tan bien... Mechones rubios, sus labios quietos y sus ojos grises perdidos en la ventana del transporte público. Fue ahí cuando, desde el asiento de al lado, capté el momento.
Y es en ese preciso lugar en donde está sentado ahora, leyendo un libro.
No quiero molestarlo, me haría mal romper con tanta paz, pero me pregunto si en algún momento voy a ser capaz de acercarme y decirle lo mucho que me gustaría robarle un beso.
Temor a perderte (1)
La veo cada vez que desbloqueo el celular. Ahí, abrazada a mí cuando teníamos nueve años. Yo disfrazada de princesa y ella de Batman. La calidad es mala, pero lo que transmite es tan fuerte que se me hace inevitable sonreír al recordar lo feliz que éramos con tanta simpleza.
La veo todos los viernes en un café. A la tardecita, justo cuando empieza a caer el sol y nos encontramos en nuestro lugar de siempre. Los meseros ya nos apartan el rincón contra la ventana todas las semanas, al igual que dos porciones de pastel de chocolate. Nos gusta ver a la gente pasar, inventar historias sobre ellos mientras el café se entibia. A veces no hay nada nuevo que contar, pero siempre hay algo nuevo que ver, que pensar. Es nuestro regalo por haber sobrevivido una semana más. Por seguir juntas.
También la veo cada mañana cuando me pasa a buscar para ir caminando al colegio. A veces me despierta a timbrazos, otras con un beso. Pero no somos novias, somos mejores amigas. O eso es lo que estoy condenada a repetirme todos los días.
Hoy la veo acostada del otro lado de la cama, iluminada por los primeros rayos de sol que calientan la mañana. El pelo desarreglado le queda aún más bello y la forma en la que se enrosca en las sábanas me produce mucha dulzura. Me dan ganas de acariciarla y hacerle muchos mimos. Volver a deslizar mis manos por sobre su piel…
Su ropa luce mejor en el suelo y no puedo evitar sonreír al recordar las risas de anoche mientras batallábamos con las cremalleras. Creo que desde que somos amigas nunca me sentí tan eufórica. Pero, a la sonrisa que se forma en mi cara al pensar en todo lo que hicimos, le sigue un suspiro que grita que ya nada podrá volver a ser como antes.
Deslizo las sábanas en silencio. Bien sé que me encantaría quedarme así por una eternidad, pero el temor a que las cosas cambien me persigue y lo único que quiero hacer es esconderme. Mientras me estoy ajustando los jeans a la cadera, me tambaleo hacia atrás y derribo una botella de vodka. Está vacía y el golpe sordo que da contra el piso espabila a Valentina ocasionando que abra sus ojos.
Tarda un rato en darse cuenta de la escena y recordar lo que hicimos hace un par de horas. Me quedo inmóvil junto a la puerta, en silencio, expectante y ahí es cuando me lanza una de sus miradas.
–No –murmura.
Lentamente asiento con la cabeza… porque no sé qué más hacer.
Ella se deshace de las sabanas con agresividad, agachándose para buscar su ropa.
–Tengo que irme –dice sin despegar su mirada del suelo.
Ella ya ha hecho esto otras veces. Yo no.
Me acerco muy despacio hacia el otro lado de la habitación, sintiendo como si mi mejor amiga se hubiese convertido en un animal salvaje. Un movimiento fuera de lugar podría causar su huida o peor, un repentino ataque.
–Valen...
–No –me sentencia.
Esa simple palabra me pega una patada en el estómago. Es la misma sensación que experimento en sueños cuando siento que estoy cayendo y de repente me estrello contra el suelo. Solo que esta vez no me queda otra que quedarme ahí tirada, sin forma de abrir los ojos ni despertarme en la seguridad de mi cama.
–Por favor...
Puedo empezar a sentir una leve picazón en los ojos y sé que son las lágrimas anunciando su llegada otra vez. Valentina ya tiene puestos sus pantalones, su blusa en una mano, su abrigo a sus pies.
–Te dije que no, Mica –su cabeza asoma desde un hueco de su blusa, mientras saca su brazo derecho por otro.
–Pero... –Ya no sé qué inventar–. Hace frío, ¿por qué no te quedas a desayunar?
Hemos desayunado juntas incontables veces. En la alacena se encuentra el preparado de cappuccino que más le gusta. En la panadería de enfrente venden su budín de chocolate favorito. En el mueble de la cocina hay una taza con su nombre, regalo que le hice un Día del Amigo siete años atrás.
–Porque no, Micaela. Necesito... –su tono es tan cortante que puedo sentir su filo atravesando mi piel cien veces. Se ata los cordones con rapidez, y no me pasa desapercibido que esas son las zapatillas que deja en casa todos los sábados para después no tener que volver a su casa en tacos–. Necesito tomarme un tiempo para pensar.
No me quiere ni ver.
Mi visión se empieza a nublar. La veo