Todas nuestras noches. Maximiliano Pizzicotti

Todas nuestras noches - Maximiliano Pizzicotti


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quiero pensar en nada. No quiero. Todo esto es una pesadilla, ya va a pasar.

      Por un segundo estoy segura de que, si me toco los dientes con la lengua, los notaré flojos y entonces jugaré con ellos para comprobar si es cierto y de un empujoncito se me irán cayendo todos. Sentiré los dientes nadando en mi boca, el sabor de la sangre. La desesperación crecerá en mí, pero al rato voy a despertar en mi cama y descubriré que todo es una pesadilla.

      Solo que sigue sin serlo. Esta vez es la realidad. Ya no tiene sentido pensarlo así, pero ¿qué tiene sentido aún?

      Me encuentro a mí misma vomitando en el baño del café, con Gabriela sosteniéndome el pelo detrás del cuello mientras mis manos se aferran débilmente al inodoro. Me toma dos minutos, un vaso de agua y varias caricias en mi cabello caer en la cuenta de lo que acaba de pasar desde que el novio de mi ¿mejor amiga? destruyó la relación con la que he soñado por años.

      Estoy tirada en el piso, hace frío, me rodea un olor horrible y no tengo intención de moverme de acá. Tengo la cabeza apoyada en el hombro de Gabriela y, a pesar de que en cualquier otro momento hubiese sentido vergüenza de mostrarme así ante quien es prácticamente una extraña, ella me hace sentir tan protegida que siento que su molestia no sería ayudarme, sino dejarme a la deriva.

      –Gracias.

      –No hay nada que agradecer.

      –Sí –le digo sin despegar mi mirada del suelo–. No todos hubiesen reaccionado como lo hiciste.

      Me tomo unos segundos para repasar todo lo que sé sobre ella.

      Sé que es apenas unos años más grande que yo. Que sirve el café más exquisito del mundo con la sonrisa más sincera que he visto. Que por las mañanas tiene ese poder de hacerte pensar si de verdad duerme por la noche o tan solo está en su naturaleza despertarse tan risueña. Sé que es buena escuchando y al darme cuenta de eso me recorre una ola de vergüenza.

      ¿Cuántas veces le he comentado mis problemas y cuántas me ha contado ella los suyos? Aunque claro, una empleada no debería ventilar sus preocupaciones a una clienta, pero en ese caso, ¿por qué una clienta sí? Estamos tan encerrados en nuestras burbujas que a veces nos olvidamos del otro. Como si ellos no tuviesen las mismas preocupaciones o como si fuesen menos importantes.

      Me prometo invitarla a un café cuando logre controlar mis emociones.

      –¿Te gustaría hablar al respecto? –me pregunta cuidando su tono.

      –No –me apresuro a responder–. O sí. No sé, es complicado.

      –Tengo todo el tiempo del mundo, en serio.

      Por primera vez en lo que parecen ser horas, levanto mis ojos para buscar los de ella en un repentino acto de curiosidad.

      –¿Por qué?

      Mi pregunta parece confundirla.

      –¿Por qué parar todo para hablar conmigo? –le aclaro intentando no sonar grosera.

      La imaginé renunciando a su sueldo de hoy para atender a una clienta llorona. Ni siquiera conoce mis problemas. Por lo poco que sabe de mí, podría ser tan solo una chica malcriada haciendo berrinche por una estupidez y aun así acá está, ofreciéndome su hombro mientras se secan mis últimas lágrimas.

      –Por experiencia sé que hay momentos en los que una no puede afrontar la vida a solas –me explica–. No podía verte así sin hacer nada al respecto. A veces lo único que necesitamos es alguien a nuestro lado. Era lo menos que podía hacer.

      Busco su mano y entrelazo mis dedos con los de ella.

      –Gracias –le repito apretándoselos con fuerza.

      Un par de horas más tarde, el café ya cerró y por el grupo de la familia avisé que llegaba tarde por un trabajo práctico.

      Al parecer, los dueños confían en Gabriela lo suficiente como para dejarla a cargo del lugar pasada la medianoche. No sé si les habrá comentado mi situación, pero durante el resto de la tarde se mantuvo atenta conmigo mientras servía algunas mesas y yo permanecía detrás de la barra intentando no pensar en todo lo que estaba ocurriendo.

      Cuando cesó el movimiento, cerca de las diez de la noche, todos se fueron menos nosotras. Al ser lunes no estarían realizando pedidos, así que la cocina quedó en nuestras manos. Gabriela nos preparó dos hamburguesas con aros de cebolla y finalmente nos sentamos en su rincón favorito que, si bien no es el mismo que el mío, también guarda su encanto. Se encuentra más al fondo, donde están las butacas para grupos con tapizado de terciopelo y, a diferencia del mío, no se apoya contra la vidriera, sino contra una pared.

      No tengo mucha hambre, pero trato de picotear los aros de cebolla. Al menos por cortesía.

      Es raro ver al café tan dormido, como si le faltase su chispa de viveza. El lugar se encuentra bañado en sombras a excepción de nuestra mesa y algunas luces de la cocina cuyo resplandor atraviesa la barra y dibuja las siluetas de las sillas dadas vuelta sobre las mesas. Afuera sigue lloviendo y el semáforo tiñe los reflejos del suelo en sus tres colores.

      –No te lo digo porque la haya hecho yo, pero la receta es muy buena –rompe el silencio Gabriela, sacándome de mi ensoñación–. Deberías probarla

      Me animo a darle un bocado sin ganas, pero de verdad está muy buena. Creo que mi estómago estaba más vacío que cerrado porque ahora que empecé no puedo parar. Si bien la conmoción de lo que pasó esta tarde sigue presente, siento que gracias a Gabi estoy manejándolo todo con más cordura.

      –¿Y si todo eso que te dijo son mentiras para hacerte sentir mal? –me había dicho Gabi mientras cocinaba las hamburguesas–. Algo las conozco a ustedes, hace dos años que las veo todas las semanas. Con Valentina tienen una de las relaciones más fuertes que he visto. Imagínate lo celoso que debe estar aquel idiota.

      Mastico dubitativa mientras sopeso su idea. Se me había cruzado esa posibilidad por la cabeza. Es la única versión de los hechos que le guardaba respeto a mi amistad con Valentina. Pero por eso mismo no quise ilusionarme. Ya me había comido un viaje, después de lo del sábado. No sé si sobreviviría emocionalmente a otro.

      Cuando llego a la mitad de la hamburguesa noto que ya no me quedan más aros de cebolla y Gabi me invita a sacar de los suyos. Están tiernos y crujientes, lo justo de sal y de pimienta. Exquisitos.

      –Supongo que no te gusta hablar del tema y lo comprendo –piensa en voz alta–. Pero ¿qué le ve una chica como Valen a un tipo como él?

      La pregunta del millón. Mientras le doy sorbos al jugo de naranja, empiezo a contarle toda la historia de Valentina y Tomás. Sé que va a doler repasar todos los momentos, pero creo que dejar salir esta información va a ayudar a Gabriela a entender mejor el conflicto.

      En este momento es eso lo que necesito, una amiga que esté al tanto de todo.

      Y así es como se pasa la noche. Le empiezo a contar como nos caímos las dos de culo cuando el chico nuevo de la otra comisión caminó hacia nosotras durante un recreo, dos años atrás, para pedirnos una calculadora.

      En ese entonces ninguna pensaba que iba a terminar envuelto en nuestras vidas y menos de esta manera. Éramos dos ilusas que se reían tontamente en un café cuando recordaban como uno de los chicos más lindos del colegio se les acercaba día por medio para empezar conversaciones sin sentido.

      A finales de cuarto año fuimos a una fiesta que organizaban alumnos de sexto en un campo en medio de la ruta. Era lejos, pero los comentarios de todo el colegio nos obligaron a confirmar presencia así que ahí estuvimos, ambas atrapadas en un mar de ropa blanca, totalmente ebrias y bailando como locas.

      Fue una gran noche,


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