El futuro comienza ahora. Boaventura de Sousa Santos
y, por otro lado, las luchas de liberación anticolonial, el socialismo como alternativa al capitalismo, los movimientos sociales, la consolidación de los pueblos indígenas como sujetos históricos, la expansión del imaginario democrático y las luchas por la diversidad sexual y etnorracial, etc. De todo esto se derivó una constelación de concepciones de contemporaneidad que, pese a ser muy diferentes entre sí, coincidían en el propósito de superar esta estrecha consideración.
Para la construcción de la amplia concepción de contemporaneidad contribuyeron tanto el pensamiento nortecéntrico y occidental como el pensamiento surcéntrico y oriental. De manera un poco arbitraria, destaco en el primero los trabajos de Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Antonio Gramsci, Theodor Adorno, Ernst Bloch, Michel Foucault, Reinhart Koselleck, Giacomo Marramao, Bruno Latour, Johannes Fabian y Marc Augé. En el segundo grupo, destaco los trabajos de José Carlos Mariátegui, Leopold Senghor, Mahatma Gandhi, Aimé Césaire, Franz Fanon, Amílcar Cabral, Joseph Ki-Zerbo, Ranajit Guha, Ngũgĩ wa Thiong’o, Dipesh Chakrabarty, Oyèrónkẹ́ Oyèwùmí, Silvia Rivera Cusicanqui, Valentin-Yves Mudimbe y Enrique Dussel. Este segundo grupo tiene la ventaja de incluir conocimientos orales, anónimos, africanos, indios, indígenas, campesinos, feministas, populares, etc. Es una constelación inmensa de concepciones entre las cuales aún está pendiente hacer una traducción intercultural y diálogos o ecologías de saberes y de temporalidades.
La nueva concepción de contemporaneidad se caracteriza por ser una visión holística sin ser unitaria, por ser diversa sin ser caótica, que en general apunta a la copresencia de lo antinómico y lo contradictorio, de lo bello y lo monstruoso, de lo deseado y lo indeseado, de lo inmanente y lo trascendente, de lo amenazador y lo auspicioso, del miedo y la esperanza, del individuo y la comunidad, de lo diferente y lo indiferente y de la lucha constante para buscar nuevas correlaciones de fuerza entre los diferentes componentes del todo. La reinvención permanente del pasado y la aspiración siempre incompleta del futuro, de las que se componen las tareas que concebimos como «el presente», han pasado a formar parte de la contemporaneidad. Agentes sociales tan diversos como los artistas y los pueblos indígenas fueron mostrando que el presente es un palimpsesto, que el pasado nunca pasa o nunca pasa totalmente, que mirar hacia atrás y reflexionar a partir de las experiencias acumuladas puede ser una forma eficaz de afrontar el futuro. Es verdad que durante mucho tiempo las epistemologías del Norte procuraron suprimir, subestimar o invisibilizar esa inmensa riqueza, pero progresivamente, y a medida que las epistemologías del Sur fueron haciendo su camino, fue cada vez más fácil adoptar una concepción amplia de contemporaneidad. Como se deduce de lo anteriormente expresado, esta concepción es bien consciente de las ideologías dominantes que la alimentan y de los modos modernos de dominación económica, social y política, sobre todo el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Ser contemporáneo es ser consciente de que la gran mayoría de la población del mundo es contemporánea de nuestra contemporaneidad por el modo en el que tiene que sufrirla o soportarla.
En esta amplia constelación de contemporaneidades, el nuevo coronavirus hoy asume un valor hipercontemporáneo. Ser contemporáneos del virus significa que no podemos entender lo que somos sin entender el virus. La manera que tiene el virus de surgir, difundirse, amenazarnos y condicionar nuestras vidas es fruto del mismo tiempo, que nos hace ser lo que somos. Nuestras interacciones con animales y, sobre todo, con animales salvajes, son lo que lo hacen posible. El virus se expande por el mundo a la velocidad de la globalización. Sabe monopolizar la atención de los medios de comunicación como el mejor experto en comunicación social. Ha descubierto nuestros hábitos y la proximidad social en la que convivimos con los demás para alcanzarnos mejor. Le gusta el aire contaminado con el que hemos ido infestando nuestras ciudades. Ha aprendido con nosotros la técnica de los drones y, al igual que estos, es insidioso y nunca se sabe dónde y cuándo atacará. Se comporta como el 1 por 100 más rico de la población mundial, un señor todopoderoso que no depende de los Estados, no conoce fronteras, ni límites éticos. Deja las leyes y las convenciones para los mortales humanos, hoy más mortales que antes precisamente debido a su indeseada presencia. Es tan poco democrático como la sociedad que permite tamaña concentración de riqueza. Al contrario de lo que muchos discursos oficiales pretenden transmitir, no ataca indiscriminadamente, prefiere a la población empobrecida, víctima del hambre, de la falta de cuidados médicos, de la ausencia de condiciones de habitabilidad y de protección en el trabajo, de discriminación sexual o etnorracial. Ser indeseado no lo vuelve menos contemporáneo. La monstruosidad de lo que repudiamos y el miedo que esta nos causa son tan contemporáneos nuestros como la utopía con la que nos confortamos y la esperanza que esta nos da. La contemporaneidad es una totalidad heterogénea, internamente desigual y combinada. Considerar el virus como parte de nuestra contemporaneidad implica tener presente que, si queremos estar libres del virus, tendremos que abandonar parte de lo que más nos seduce de nuestro estilo de vida. Tendremos que alterar muchas de las prácticas, los hábitos, las lealtades y los placeres a los que estamos acostumbrados y que están directamente relacionados con el recurrente surgimiento y la creciente letalidad del virus y sus descendientes. En otras palabras, tendremos que modificar el origen de la contemporaneidad, teniendo en cuenta que la población que más sufre con las formas dominantes de esta, también forma parte de la misma.
La hipercontemporaneidad del nuevo virus se basa en algunas características particularmente instigadoras. En primer lugar, el nuevo virus interpela tan profundamente nuestra contemporaneidad que es legítimo ver en él una megafractura abismal, un nuevo Muro de Berlín. Un muro que esta vez no separa dos sistemas sociales y políticos, sino más bien dos tiempos, el antes y el después del coronavirus. Saber si los cambios irán para mejor o para peor es una cuestión no resuelta. Pero seguro que serán significativos. El corto periodo del fin de la historia parece haber llegado a su fin.
En segundo lugar, el virus convierte el presente en un blanco móvil, constituido no sólo por lo que podemos hacer o planear ahora, sino también por lo que nos puede pasar de forma imprevisible. El presente-abismo interpela, por ejemplo, de manera radical a las empresas aseguradoras en el área de la salud. Si nos dirigimos a una sociedad en la que cada vez habrá más riesgos no asegurables, ¿por qué la protección contra los riesgos asegurables no corre a cargo de quien nos protege cuando los riesgos no asegurables se concretan, es decir, el Estado? ¿No sería más eficiente y más justo pagar impuestos que pagar primas del seguro?
En tercer lugar, el virus dramatiza a medida que el pasado arcaico forma parte de nuestro presente, como defendió Pier Paolo Pasolini y, siguiendo sus pasos, defiende Giorgio Agamben. Ese pasado presente se basa en la atracción por los animales salvajes, símbolo de lo desconocido, en la apropiación y el consumo o la domesticación de lo que nos resulta totalmente extraño y, por tanto, tan amenazador como seductor. El presente surge como una historia anacrónica del tiempo en el que los animales eran, por definición, salvajes, y constituían tanto amenazas imprevisibles como ansiados trofeos. El virus es un reciclador que conecta el presente con pasados remotos.
Finalmente, el coronavirus exacerba la pulsión apocalíptica (el presente como fin de los tiempos) que ha venido ganando terreno, sobre todo con la expansión de las religiones fundamentalistas, tanto judeocristianas como islámicas. El apocalipticismo se basa en la idea de que más pronto o más tarde un acontecimiento catastrófico global acabará con la vida en la Tierra tal como la conocemos. En el caso de las religiones, el conocimiento esotérico en el que se basa dicha previsión es un conocimiento revelado por los mensajeros de la divinidad. En algunas versiones habrá una lucha entre el bien y el mal y sólo los fieles elegidos se salvarán. Sin embargo, el apocalipticismo también tiene una versión secular. Se trata de un pesimismo histórico, a veces moralista, a veces nostálgico, de un pasado íntegro, un pesimismo políticamente ambiguo, ya que puede traducirse tanto en un registro de extrema izquierda (cierto anarquismo) como de extrema derecha (más común en los últimos tiempos). Se puede leer en Dostoievski, Nietzsche, Artaud o Pasolini.
La covid-19 se presta a la idea de un apocalipsis latente, que no se deriva de un saber revelado, sino de síntomas que hacen predecir acontecimientos cada vez más extremos a los que se suma la convicción de que la sociedad, por más que se proponga corregir el curso de las cosas, siempre acaba por seguir el camino inevitable de la decadencia. La devastación causada por el coronavirus apunta hacia algo parecido a un apocalipsis a cámara lenta. El coronavirus