Seamos felices acá. Vanina Colagiovanni

Seamos felices acá - Vanina Colagiovanni


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me tiro en la cama sin poder moverme. El gato se enrolla y se queda acostado en el cuadrado de luz que se recorta sobre el acolchado.

      Es obvio que ahora él está con otra. O se está preparando para estar con otra, va a pasar de un momento a otro. Las ex parejas solo avanzan bajo la lógica de la mutua compensación, si yo estoy así es solo lógico que él esté con otra, o a punto.

      Entran los tres a la casa, cada uno con un hatajo de leña. El de mi hijo es casi tan alto como él. Trae los cachetes encendidos del frío y de la excitación por haber prestado una ayuda auténtica. Pronto llegan los truenos que suenan como bombas, aunque en mi cerebro son bombas que suenan como truenos. A mi hijo le tiemblan las mandíbulas. Exhalamos el vapor caliente del miedo.

      El viento más fuerte se levanta a la madrugada. Se va y viene, ataca, después desaparece y tarda mucho en volver. Cuando viene la casa entera tiembla, retumban los sonidos, ramalazos contra las puertas, contra las paredes, parece que se van a caer abajo. Mi hijo se larga a llorar. Es el tornado. Nos saca de la cama. Nos vestimos rápido y la intuición nos lleva a los cuatro al ambiente más amplio. Se hace una pausa y nos miramos. Cuando vuelve, el ruido de los golpes es muy fuerte. Nos hace saltar. Cerramos todas las puertas y persianas, las trabamos y nos aislamos, temblando. Es peligroso salir, así que no lo hacemos. Vamos al lado del hogar. La tía prende el fuego y yo me dedico a hacerlo crecer. Acá estamos. Mujeres, niño y gato en una ronda, racionamos todo lo que encontramos en el cuartito almacén, arvejas, papas, tomate, galletas integrales, arroz, budín, dulce de leche, el único bidón de agua se oculta abajo de una capa de polvo. El viento silba furioso, es devastador. Miro el tornado por una ventana de la cocina antes de cerrarla con una madera. Me pregunto si él también estará mirando el cielo, si en la ciudad también se verá tan negro, como si se viniera el fin del mundo.

      Ahora que cerré la última ventana ya no hay más luz natural. Prendo una vela que encuentro en la cocina. La casa se mueve como si el viento fuera a arrancarla de raíz y a llevarnos. Algo afuera aúlla. Nunca pensé que del aire podía venir una amenaza. Como un enemigo invisible que se manifiesta a través de los objetos, provoca estruendos que ensordecen. Imagino el trabajo de destrucción que debe estar haciendo en el jardín.

      Pasamos la noche. O eso creemos, porque apenas podemos ver un resquicio de luz por entre las tablas de madera. Intentamos dormir pero no pegamos un ojo. La casa entera se sacude, por rachas sentimos golpes sobre las persianas y los vidrios, como de chapas o troncos. Intentamos prender las luces, pero sigue cortada la electricidad. Volvemos a reunirnos al lado del fuego. Mi tía trae el sol de noche y lo prende. La tela adentro de la copa de vidrio se enciende de blanco incandescente y forma una esfera de luz. Su cara brilla, los ojos sobresalen. Dice que hace años que no lo prendía, está sorprendida por lo bien que ilumina. Mi hijo juega con las sombras, hace formas de animales con las manos. Mirá la víbora, mamá, te saca la lengua, cuidado, te va a picar, dice y se ríe. En un momento el ruido exterior frena y lo único que escuchamos es un zumbido constante, como si alguien soplara muy fuerte desde atrás de la garganta, pero solo es el sonido del sol de noche. Entonces sentimos un golpe tremendo contra la chapa del techo. Me levanto de un salto.

      Sabía que algo malo iba a pasarnos y me lamento, una vez más, por no haber seguido mis intuiciones. Sabía que no teníamos que venir. Quiero quejarme de mi mala suerte pero no hago nada. Vuelvo a sentarme.

      Sintonizamos una radio que dice que el pico de la tormenta pasó pero que todavía hay que esperar unas horas, porque quizás vuelva. Apenas pare la tormenta nos iremos. Pero ¿parará? Mi hijo come cereales. Aproximo las manos a las llamas rojas y azules. Después de una noche casi en vela está cansado, apoya su cabeza en mi regazo y se queda dormido. Yo también voy entrecerrando los ojos. Me recuesto contra el sillón. Una voz hermosa y ronca sube, como si hiciera mucho que no se usara. Mi prima habla: una vez fuimos a la costa ¿te acordás, mamá? Me metí al mar por primera vez. En la tarde dijeron que se venía una gran tormenta. Yo tenía miedo de que nos matara una ola gigante. Nos fuimos a los vestuarios y vimos que se volaba todo lo que había en la playa, sombrillas, papeles, la arena lastimaba la piel. La tormenta no formó una ola, parecía un embudo de viento, estaba en el cielo, bajaba y perforaba el mar. Me acuerdo que esa noche nos llamaron por el abuelo. Él era alto y duro como un árbol, salió del granero caminando aunque había tormenta eléctrica. En el descampado lo alcanzó un rayo y cayó.

      La voz se apaga. Cierro los ojos y me duermo, veo ese tubo de viento, tierra, agua, que sube hasta el cielo, arrastrando todo. Cuando me despierto estoy sola. Escucho las risas de mi hijo en el otro ambiente. El fuego al lado mío sigue prendido, aunque las cenizas cubren casi por completo las brasas; lo limpio, lo alimento y revive. La tía y la prima cocinan y cantan. Me sumo a la mesa. Jugamos a las cartas. Leemos. Nos trenzamos el pelo. En medio de la tregua, se escucha un estallido que nos sobresalta. El suelo tiembla, nosotras también. ¿Será la corteza terrestre al quebrarse?

      Más tarde hacemos una comida tratando de usar la menor cantidad de elementos posible. No malgastar. Comemos verduras al horno y arroz sin servirlo, de la misma fuente. La prima trae vino casero, dulce y caliente, con clavo de olor y canela, lo vamos tomando de a sorbitos. Nos dormimos una vez más en los sillones. Sueño con un cielo despejado y nítido con estrellas muy brillantes; nosotras tres somos luces, formamos parte de una misma constelación o de un mismo clan. El fuego nos mantiene cerca de un núcleo blando. Hay más de nosotras, pero algunas son atacadas por depredadores y caen. Las que quedan en pie no se entregan, guardan sus trucos, sus pócimas, para ser longevas.

      A la mañana cuando nos despertamos sentimos que la tormenta se detuvo. Ya es seguro salir de la casa. Sacamos las maderas que traban las persianas, abrimos la puerta y salimos. La destrucción del terreno y el silencio plano nos impactan, no se escuchan trinos; el lugar fue arrasado y, entre los charcos, no quedan en pie plantas ni animales, hay pájaros muertos enredados en las ramas caídas, cuises que fueron aplastados por los troncos, piedras removidas, un embrollo sin forma de árboles inclinados y deshechos. Voy a verlo. El pino fue extraído de raíz, quedó tirado como un cadáver al lado de la casa. Las ramas abiertas parecen brazos quebrados, pero milagrosamente no cayó sobre ella. Ni sobre nosotros.

      Siento que estoy muy mojada, una gran mancha de sangre bajó durante la noche hasta teñir mi pantalón de rojo oscuro, casi negro. Lo perdí. Nada vive en mis entrañas.

      Una chica en verano

      Para Uriel Kon

      Espero un tren que me va a llevar lejos, por tres días, con alguien que apenas conozco. Está cayendo el sol de la tarde, sigue haciendo un calor del infierno, la estación está repleta. Si me miran desde afuera solo estoy esperando, como todos. Muevo las manos, me sueno los dedos, los codos, me apoyo en una pierna y sacudo la otra alternativamente; mi cuerpo no me contiene. El sol que derrite los helados de los chicos, los oficinistas que terminaron su semana laboral y se toman una gaseosa fría con la camisa desabrochada, el grupo de amigas con sus bolsos que van a pasar el fin de semana en Tigre, escapando del ruido y ahuyentando insectos: todo me es indiferente y a la vez me inquieta. Aún así, espero el tren que me va a llevar lejos, por tres días, con alguien que apenas conozco.

      Hace tres semanas nada de esto existía para mí, ni la inquietud, ni la transpiración de las manos, ni esta ansiedad. Cuánto puede cambiar en tres semanas. También fue un viernes cuando nos vimos por primera vez, también hacía un calor demencial. Después de varios chats y audios quedamos en encontrarnos a la noche. Llegué primera así que pude verla venir: alta, con piernas y brazos largos y delgados, pelo castaño y lacio hasta las orejas, mejillas rosas, más linda que en las fotos. Llevaba un vestido musculosa negro que dejaba ver el corpiño por los costados. Hablamos nerviosas, caminamos por la ciudad oscura y casi desierta con pasos enormes, buscando un lugar adonde ir, viendo para qué lado enfilar, pero nada aparecía. La miré de reojo, ella también a mí. Entramos en un bar nada más que porque se llamaba como una canción que nos gustaba a las dos: Ziggy Stardust.

      Cuando era chica me besaba en el espejo de marco dorado que aún tengo en mi cuarto imaginando que lo hacía con otra persona, ansiosa por experimentarlo. Después pasó mucho tiempo, muchas bocas, hasta llegar a la noche —hace tres semanas— en la que nos sentamos en un bar, frente a frente por primera


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