Seamos felices acá. Vanina Colagiovanni
escuetas en el mensaje de bienvenida y no hay más alumbrado que el de las luces del coche, distinguimos una silueta en la oscuridad. Es la encargada que trajo las llaves, nos da un par de indicaciones y se pierde en la noche con su moto. La cabaña no nos decepciona; de un lado se ve el bosque, del otro el río. Es parte de un complejo de varias casas, vemos por el ventanal que la de al lado nuestro está ocupada por una pareja de unos sesenta años. Subimos, dejamos los bolsos, nos bañamos. Después bajamos, comemos la picada, tomamos el vino, nos contamos historias de nuestras infancias y seguimos hacia adelante. El relato de las parejas anteriores adquiere otra coherencia narrado en nuestras voces presentes. Todo lo que pasó parece haber tenido algún sentido para llegar hasta esta mesa. Ella no puede creer que yo haya estado con la misma persona tantos años, ella nunca convivió pero sí tuvo una novia que le duró casi seis. Así que estás casada, me dice con malicia. Niego con la cabeza y se ríe. Si no te divorciaste, dice, seguís casada. Me pregunta por mi hijo, cómo se lo está tomando, si ya nos pusimos de acuerdo con los días que va a pasar con cada uno. Le cuento que mi ex viene esquivando el tema pero que cuando venga a buscar sus cosas no va a quedarle otra opción que sentarse a hablar.
—¿No se llevó sus cosas? ¡Viste! —contesta triunfante—, todavía te falta mucho a vos.
Por un momento parece que estoy de viaje con una nueva amiga, muy linda y divertida, que me escucha, que se preocupa por mí, que me dice que le gusta mi cartera a lunares, hasta parece que estoy por pedirle ropa prestada para salir. Entonces pone una mano en mi pierna y el efecto de su mirada destruye la ilusión; subimos y nos enlazamos en la cama que tiene por respaldar un espejo antiguo: mientras estoy encima de ella chupándola, miro hacia atrás y veo mi espalda arqueada, mi culo y mi concha bien abiertos reflejados en el espejo. Ahí me agarra y empieza a meterme los dedos, va aumentando la velocidad, busco su entrepierna, me hundo un poco más en ella, ahogando mis gritos. Después me quedo dormida abrazada, más bien tirada encima suyo, sin darme cuenta, aplastándola. Dormimos muy mal, entrecortado, escuchando los chirridos de la madera, sintiendo la extrañeza de la cama y de la compañía.
Es madrugadora, a las 7 de la mañana se baña, después da vueltas mientras yo sigo dormitando. Pero no se decide a bajar, vuelve a la cama y me hace unos arrumacos para despertarme. Desayunamos liviano, subimos y nos besamos, esta vez bien despiertas. Se chupa la punta de los dedos y me toca con la mano bien rígida mientras me muerde el cuello, la oreja, el cachete, me duele y me encanta, me sacudo en espasmos, me empapo toda, trato de que no se escuchen tanto mis gemidos. Después me tira encima suyo y yo la toco despacio, la froto con la mano entera, cargo mis dedos de saliva y le meto uno, después dos; ella moja la cama, estamos las dos transpiradas, la veo cerrar los ojos y abrir la boca, se agita, tiembla en silencio, una gota cae por su frente, una vena se hincha en el costado de su cuello.
Nos lavamos, nos cambiamos y armamos el bolso para ir a la playa. Vamos bajando los escalones al frente de la casa, se escuchan cantos de pájaros, la arena es blanca. No hay nadie. Charlamos bastante y sin orden, le llevo casi una década pero está muy informada, me habla de política y derechos humanos. Es vital como yo no recuerdo haber sido nunca. Fue guardavidas, hace boxeo, está haciendo un curso de soldadura. Me dice que si voy a ser torta tengo que considerar hacerme amiga de las herramientas. ¡A mí, que apenas logro cambiar una lamparita! Largo una carcajada. Después me cuenta de sus mejores amigos, todos deportistas o alcohólicos, recopila sus mejores anécdotas; o son muy salvajes o ella exagera. También le cuento historias de mis amigas, por supuesto mucho más pedestres que las suyas, y después nos mostramos fotos de nuestros ex. Cuando me pasa su teléfono se distrae con un perro playero, me dice que ama a los animales, en especial a los cuzquitos. Mientras lo acaricia y le habla con voz dulce veo una carpeta de imágenes bajo el nombre “capturas de pantalla”: son incontables fotos de mujeres recostadas con los ojos cerrados, parecen dormidas. Me saca rápido su celular y me pellizca el cuello.
La línea de la costa no se distingue del río. Hay una vista lejana, tan inmensa que descansa la mirada, acostumbrada a las distancias cortas de la ciudad. Me relajo mirando las palmeras desde abajo, me dejo llevar por el efecto del viento en las hojas, por los haces de luz que logran atravesar el agua y llegar hasta el fondo.
Ella se acerca, se tira a mi lado sobre la lona, en un segundo me corre la parte de arriba de la malla y me chupa un pezón, lo rodea con la lengua, lo succiona, lo muerde, después mete la mano por abajo del short de jean y me mete un dedo. Siento que me mojo en el acto. Volvemos casi corriendo los veinte metros hasta el duplex, los escalones en subida desde la playa parecen eternos, me tropiezo y no veo nada hasta que abrimos la puerta. No llegamos a subir a la habitación, nos besamos, me desviste rápido y yo a ella. Cogemos en el sillón de una forma nueva. Me muevo encima suyo, nos frotamos una contra la otra encontrando los clítoris, se agarra de mis caderas y me sacude con fuerza. Pruebo tirar mi cuerpo un poco hacia atrás y cabalgar, la sensación es inesperada, la fricción crece como una combustión, acabamos enseguida y muy intenso. Nos abrazamos. Me despeina, me muerde la oreja. Hundo mi nariz en su cuello y cierro los ojos. Me duermo un rato. Me toca el hombro para despabilarme: “vamos, nena”. A esta altura estamos muertas de hambre porque comimos muy poco desde que llegamos y ya pasó la hora del almuerzo. Volamos en un taxi, el camino muestra árboles secos, pajonales, hago hablar al conductor que nos recomienda una parrilla. Llegamos justo antes de que cierre la cocina; comemos morcilla, provoleta, bondiola de cerdo con puré de manzanas, una delicia. Para cuando salimos del lugar, el clima cambió abruptamente, el cielo está encapotado y gris. Caminamos por el centro, nos sentamos un rato en la plaza. No deja que le saque fotos. Saco una igual y me hace eliminarla, apunto entonces a las calles vacías con empedrado y a las casas antiguas. El lugar es solitario y gris, estoy inquieta, siento que se me cierra el pecho. Le pregunto si quiere tomar un café. Caminando encontramos un bar, nos compramos un café para llevar y pensamos en lo mismo: volver.
Llegamos al duplex, nos desnudamos sin apuro, nos besamos primero solo con los labios. Cada movimiento es muy lento, estamos relajadas, nos acariciamos, pasa su boca por mi cara, me besa, sigue por mi cuello, va bajando por mi cuerpo, hace un camino mojado que empieza en las tetas y baja: apenas pone la lengua sobre mí y la deja apoyada me excito con desesperación, la mueve y estallo, subo y subo, cuando parece que estoy por acabar y pienso “ahora es”, me elevo aún más y ahí me tiene, suspendida, en una ascensión cercana a la locura. Finalmente acabo. Mientras apoya su oreja sobre mi panza, le acaricio el pelo. Después trato de hacerla subir a mi lado para abrazarla pero no se mueve, firme como una estaca, hace una pausa y sigue chupándome, con la lengua, más rápido, le digo “no, no, dejame”, me abre, me lame, me mete la lengua entera hasta el fondo y se mueve hasta hacerme llegar de nuevo, más fuerte que la anterior; mientras acabo veo a mi cuerpo moverse, el cuello y los brazos se levantan en espasmos involuntarios. Permanezco exhausta mirando el techo, con los brazos flojos a los costados. Una nueva pausa y vuelve a hacerlo, más y más fuerte; mientras me mete todos los dedos en la concha grito “no” y en ese punto pienso, ¿quién puede querer una pija? ¿Para qué si se tienen tantos dedos en lugares imposibles, adonde nunca se podría llegar de otra manera? Mientras sigue presionando con los labios, me mete toda la mano, también siento los dedos de su otra mano en el culo, no puedo hacer nada, ya no me resisto. El orgasmo es doble, explota, duele, llega mucho más profundo en un éxtasis violento. Parece que agoté mis reservas, que me muero, que me hundo en un suelo mórbido, acostada sobre la espalda, la boca reseca como si hubiera corrido una maratón, los ojos abiertos que ya no ven nada. Quedo inmóvil unos minutos. No sé cuantos, muchos, me deja descansar. Después me cargo de energía y me subo sobre ella, la voy recorriendo, ya entiendo las señales para saber qué le gusta, le aprieto los pechos, paso la lengua blanda por la ranura empapada, meto dos dedos como un gancho hasta hacerla gemir, le chupo el círculo rosa de su culo, puedo ver cómo se sacude y grita, tan hermosa.
Está oscureciendo. Descansamos. Vemos cómo se oculta el sol y se termina el día, escuchando música. Elegimos canciones que nos gustan para mostrarnos, encontramos algunas leves coincidencias. Después de cenar, le leo El policía de las ratas de Bolaño. Esa noche me quedo dormida en sus brazos sin darme cuenta, relajada, fundo a negro. Ella tiene que moverme para que no le aplaste el brazo, según me cuenta al día siguiente. Dormimos muy profundo, muchas horas, ella también y se sorprende, descansamos sin despertarnos, hasta muy tarde. Me vuelve su olor, un aroma