Seamos felices acá. Vanina Colagiovanni
mujeres pero en los últimos años solo con chicas. Mientras tanto, volvía a acordarme de cuando me besaba contra el espejo, como si no hubiera vivido nada en el medio.
Me preguntó si vivía sola. Le dije que la mitad del tiempo sí, la otra con mi hijo que recién empezaba primer grado. Tomamos cerveza y comimos papas picantes en la terraza del bar. Enseguida congeniamos, la charla y el humor fluían. Me divertía. Me encantaba. Era preciosa, con una sonrisa enorme y con gracia, había cosas en común, otras que nada que ver.
—A vos que te gustan tanto los libros, yo no leo mucho, solo esto —me mostró una tapa sobre el conflicto en Medio Oriente.
—Está muy bien. Yo debería leer más de esas cosas.
Dijo de ir a fumar porro, le dije en la calle no y la invité a mi casa. El camino que hicimos en su auto se vuelve difuso. Cuando llegamos abrí la puerta y me hice la habitué de mi propio living, la que siempre hacía estas cosas, saqué dos copas y serví una bebida imposible, gin, hidromiel, vodka, no me acuerdo, pero que no se podía tomar. Igual funcionó. Lo que decíamos sonaba cada vez menos articulado. El sillón estaba ocupado con cajas que había estado embalando, entonces nos tiramos en el piso. Se me acercó y me llegó el primer impacto de su aroma, me besó despacio y me calenté enseguida. Era la chica más linda del mundo, mucho mejor de lo que podía imaginar. No esperaba esa suavidad al tocarla, al besarla y en el olor de su piel.
Esa noche no supimos bien cómo encajar, ella recta y larga, yo baja y curvada; en algún momento nuestras piernas se entrelazaron y quedé capturada por ciertas zonas de su cuerpo, sus brazos llenos de tatuajes, su cuello largo, sus hombros, la curva que se formaba entre su cintura y sus caderas. No podía creer que ese cuerpo ahora estuviera ahí para mí, abierto, fuerte, entregándose; parecía irreal y a la vez solo podía zambullirme, pasar la lengua por sus tetas, abarcarlas con toda mi boca, succionarlas y sentir cómo se endurecían sus pezones, besarla en la zona del ombligo, bajar hasta ver su pubis de frente, sin pelo, abrir sus piernas y acomodarme, apoyarme en ella lentamente, con los labios mojados, hurgar con la lengua hasta descubrir por primera vez su humedad, su olor y su jugo, que todo me gustara, sorprenderme con mi falta de sorpresa, como si fuera un mundo que siempre hubiera estado al alcance de la mano pero que hasta ahora no había tenido la suerte de encontrar. Entendí cómo alguien podía perder la cabeza por una mujer.
Cuando estaba por irse al otro día, mientras se ataba los cordones y la luz subía por la ventana no pude evitar acariciarle el tatuaje en la nuca; ella miró para arriba, hacia mí, y se rio. No tenía idea si había disfrutado, no emitió sonidos, y yo ¿qué iba a hacer con todo eso que rebalsaba de las manos, de la boca, con todo eso que había empezado para mí?
—Ay, pero qué linda torta.
—¿Ya soy torta?
—Mmm, no sé, pero tenés potencial.
—Parece que fuiste evangelizada —escribe mi amigo.
—No, es que todavía estoy bajo la influencia, ya se me va a pasar —respondo y mientras lo escribo siento que estoy mintiendo. Pasar, lo que se dice pasar, en el sentido de olvidar, no creo que se me pase nunca.
—¿Superó todo? ¿Te gusta más que con los tipos?
A la semana siguiente nos encontramos a la tarde en el Barrio Chino. Mientras la esperaba, estuve mirando a un grupo de chicos con helados rectangulares sacándose una foto al lado de un dragón rojo. Compré un llavero con forma de gato para ella que no me animé a darle. La vi venir hacia mí cantando, riéndose, con anteojos oscuros. Almorzamos pescado y mariscos en un restaurante peruano, caminamos de la mano por las calles peatonales del barrio. Los tipos la miraban mucho y se lo dije, los hombres me aburren, respondió. Volvimos a mi casa y ahí cogimos sin parar tres horas seguidas. Apenas entramos vio unos forros que habían quedado, de otra época, en la mesa de luz; por favor cuidate, no vayas a dejarme embarazada, me dijo mientras me desvestía con mucha práctica, chau remera, adiós pantalón, juntó los dedos en mi espalda y el corpiño voló en dos segundos, mis tetas bamboleándose a su alcance. Yo en cambio no podía entender cómo me costaba tanto sacarle el cinturón, el broche se me trababa, parecía una adolescente virgen. Al bajarme la bombacha descubrió que me había depilado toda, para estar a tono con ella.
—Mmm... qué linda, veo que te hiciste mujer.
—¿Qué?
—Por lo que duele, digo.
Una vez desnudas, no podíamos dejar de besarnos. Sentadas frente a frente, con mis piernas sobre las suyas, ella recorría mi espalda presionando con sus yemas, nuestros labios tocándose, mis manos en sus caderas, nuestros pechos al rozarse me provocaban pequeñas puntadas en el cráneo y un dolor en el vientre que venía del puro goce. Miré al costado y nos vi reflejadas. El espejo de marco ovalado mostraba una imagen simétrica, pregnante. Me acordé de los besos contra su superficie fría, me empezó a latir la sien como si me hubiera encontrado con algo antiguo.
Cuando salimos a la calle, se puso mi pañuelo en el cuello y yo sus anteojos. Iba cantando la misma canción que cuando nos encontramos y ahí es cuando empezó a decirme que tenía que ver a otras chicas.
—No me digas eso, no hace falta.
—Pero no te vas a quedar con esta primera experiencia, tenés que practicar relacionarte con otras tortas. Te puedo pasar buenas fiestas.
—¿Para ir juntas?
—Para que conozcas más chicas.
—Tranquila, ya entendí que sos un espíritu libre.
Respiro hondo y cierro los ojos. El andén abierto al sol y a la humedad, el calor y el ruido me adormecen; a lo lejos se acerca el tren. El saco que llevo en la mano es demasiado abrigado pero al entrar en el vagón lo agradezco porque el aire acondicionado parece programado para matarnos, de milagro consigo asiento. Esta va a ser la tercera vez que nos vemos. Eso explica que esté tan inquieta, ya sé de qué se trata y a la vez no sé nada. No vamos a perder el barco. La fuente de mi inquietud es otra, por momentos no me acuerdo bien de su cara, tampoco sé cómo saludarla. Saco un libro solo para tener algo apoyado en las piernas, porque no hay forma de concentrarme.
La primera salida fue de noche, la segunda de día, esta vez el plan es de todo un fin de semana. Cuando llego a la estación me está esperando con un amigo, nos saludamos rápido, no se entiende bien dónde es el beso. Vamos al puerto y en migraciones, poner los documentos de las dos sobre el mostrador parece darle a todo un viso de realidad. Estamos acá, está pasando, es cierto. Mira mi foto.
—Parecés una refugiada afgana, no me digas que usabas esos aros —dice y me mira con su sonrisa enorme, me pelea como modo de acercarse. Me río y la abrazo.
En el barco somos las únicas que queremos viajar afuera, con el viento enredándonos el pelo, mirando cómo las luces del atardecer hacen brillar el río. Fue todo muy fácil de organizar, con los hombres parecía todo más complicado, había que esquivar los malentendidos, proponer un viaje tan pronto era una locura. En cambio en una charla con ella había surgido la idea de irnos un fin de semana a algún lado y a los dos días me había escrito “Ya tengo los pasajes”. Pensé que esa ciudad era siempre igual a sí misma, que seguramente no había cambiado nada y yo había ido hacía unos pocos meses. No me importó. Alquilé una cabaña sobre la playa, a kilómetros del centro, con vista al río y muebles antiguos y le mandé la foto: “La arena nos espera”.
Cuando llegamos al pueblo ya es bien de noche y el único almacén a la vista está por cerrar, la dueña de la cabaña no nos responde los mensajes y tengo miedo de que todo peligre, que lleguemos exhaustas a una dirección en el medio de la nada, sin llaves, comida ni señal. Compramos queso, salamín, galletitas, pan, manteca, aceitunas, vino, cerveza, chocolate. Para no tener que ponernos de acuerdo en qué comprar metemos todo lo que nos gusta en la bolsa, ya sea que combine o no. El lugar tiene un techo bajo y luces de colores como si hubieran quedado ahí o siempre fuera carnaval. La dueña del almacén tiene el pelo rapado a los costados y un aro en el labio; nos mira con una sonrisa, como si supiera todo, como si nos conociéramos de antes. Nos ayuda a conseguir