Seamos felices acá. Vanina Colagiovanni
de la cama, en los cajones, en el baño, voy doblando y guardando todo lo que ahora parece un amasijo húmedo y pegajoso. Mientras preparo el bolso viene por atrás, me tira en la cama y me saca la ropa: un ratito, dice, qué lindo tenerte desnuda. Esta vez es rapidísima, me chupa, me mete la mano y es todo de una humedad y una tersura instantáneas. No entiendo cómo lo hace, trato de retener sus movimientos para repetirlos después con ella pero es imposible, disuelve mi voluntad, me tiene agarrada como a un títere, con sus dedos adentro mío. Pienso que vamos a perder el barco. No me importa. Me subo sobre ella, tiro el torso hacia atrás, sus gritos afónicos me dejan bien claro cuándo acaba. Nos abrazamos. Ya es tardísimo y nos vamos corriendo a tomar el barco.
En el camino estoy agotada, feliz. No hago hablar al taxista, ella tampoco. Pasamos la aduana con el tiempo justo. En el viaje de vuelta nos sentamos en el fondo, alejadas de todos los demás pasajeros, comemos galletitas saladas y tomamos té mientras miramos el río oscuro por la ventana y hablamos muy despacio. Me cuenta todo lo que tiene que estudiar para las materias que rinde la semana siguiente, me acuerdo de mis lejanos años de facultad pero no le digo nada. Me pide que termine de leerle El policía de las ratas. En mi recuerdo el cuento era mucho mejor.
Al llegar a tierra firme sé lo que viene pero no quiero, no puedo separarme; su olor me sigue reteniendo, mareando. Sugiero almorzar algo, ella acepta. Alargamos la sobremesa sin hablar; el cansancio y la intensidad de estos días nos enmudecen. Mi inquietud se va disipando, las cuerdas que me tensan se aflojan. Vamos caminando y nos despedimos en la estación. Paso los molinetes y es ahí que finalmente lo entiendo. Aunque quisiéramos no podríamos superar este fin de semana, todo lo que siga a partir de ahora van a ser versiones defectuosas de estos días perfectos. Sin embargo, haber alcanzado esa cumbre no me entristece sino todo lo contrario. Cuando el tren arranca, la miro alejarse por el andén.
Apenas abro la puerta de casa lo veo. Todo está cambiado de lugar. Los muebles corridos, el piso con bolsas y papeles tirados. El sillón parece más amplio sin las cajas ni la valija con su ropa. Miro rápido por los ambientes, falta el televisor grande. En mi cuarto no están la cama ni la cómoda. Tendría que haber cambiado la cerradura, pienso, y hago un gesto de enojo que nadie ve. Me siento en el espacio que ocupaba la cómoda, miro el espejo ovalado que ahora está apoyado sobre el piso. Desde donde estoy no puedo verme, como si mi reflejo hubiera desaparecido.
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