Correspondencia (1967-1972). Américo 1885-1972 Castro
alguien quien, por cierto, no estaba del todo convencido del valor último de su historiografía, pero que apreciaba los innegables méritos de su prosa después de décadas de escribirse con el filólogo1. Transcurrido casi medio siglo del vaticinio, el tiempo ha concedido la razón al autor de Cántico, a la vista de los diversos epistolarios de Américo Castro que se han venido publicando últimamente o cuya edición se anuncia2. Jesús Antonio Cid ha llegado a asegurar que el conjunto de su correspondencia constituye su obra maestra.
El cruce de misivas de Américo Castro con José Jiménez Lozano se prolongó solo cuatro años (entre 1967 y 1971) y consta de treinta y cuatro documentos en total3. Nada que ver con la extensión de la correspondencia con Marcel Bataillon, Camilo José Cela o Jorge Guillén. Ahora bien, a pesar de este reducido número de textos, nos encontramos ante un epistolario singular. Para empezar, se trata de la primera vez que sale a la luz correspondencia de José Jiménez Lozano, premio Cervantes 2002, una correspondencia que aporta detalles de cómo se fue produciendo la influencia de Castro en el joven escritor4. Por otro lado, la correspondencia con José Jiménez Lozano representa, asimismo, un caso aparte y sin parangón en el conjunto de los epistolarios de Américo Castro. Estas cartas van más allá del mero diálogo entre dos intelectuales que intercambian pareceres. Aunque coincidieran los dos en puntos de vista, entre ellos había una diferencia sustancial que, casi siempre, relegan, de tan obvia que era, a un elocuente silencio. Se trata de una diferencia que en la cultura y sociedad españolas no es que suela dividir, sino que, por desgracia, a menudo enfrenta, incluso en la tumba, según analizaría el propio Jiménez Lozano en un libro memorable, Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978). Ni el ateísmo de Castro —que a Camilo José Cela se le antojaba como «acendrado y aleccionador»5—significó el más mínimo problema para Jiménez Lozano, ni el catolicismo de este para el filólogo granadino. Antes bien, ambos intelectuales alcanzaron una plena sintonía desde sus diferencias espirituales. Lo más fascinante de estas cartas radica en que en ellas palpamos que ambos pusieron en práctica para con el otro (el ateo con el católico y el católico con el ateo), de forma natural y espontánea, lo que tanto defendían en sus escritos, y ambos se enriquecieron intelectual y espiritualmente por ello. «Gracias por su humana compañía», le dirá Castro a Jiménez Lozano en una ocasión6, mientras este le agradece «las perspectivas espirituales que ha abierto» en él el autor de La realidad histórica de España7.
En 1967, cuando se inicia la relación epistolar entre los dos intelectuales, Américo Castro atraviesa por el peor momento de su vida desde 1936. Sus sueños de un plácido retiro en La Jolla (California), rodeado de sus libros y con acceso a la biblioteca de la Universidad de San Diego, se están frustrando. A sus ochenta y dos años, empieza a asumir que los padecimientos de su esposa, Carmen Madinaveitia, cada vez más dependiente, son irreversibles. Por razones de tipo práctico, empieza a sopesar si no sería mejor trasladarse a vivir (y morir) a España, algo que jamás había entrado en sus planes, pero que no le quedará más remedio que hacer en 1968. Con ciudadanía estadounidense desde hacía tiempo, el traslado a Madrid, obligado a deshacerse de su biblioteca personal, supondrá un desgarro atroz, como «un segundo exilio», se lo describirá a Jiménez Lozano8. «Mi casa está aquí [en Estados Unidos], por muchos motivos», le dice en otra carta a Francisco Márquez Villanueva, añadiendo espontáneamente en perfecto inglés: «I am experiencing —in a contrary direction— my misfortune of 1937. As a reincarnated American, I shall live as an exile in my former country»9.
Por si fuera poco, tras su jubilación de Princeton, se siente desconectado de los círculos académicos de Estados Unidos, pero lo peor son las críticas que arrecian desde varios frentes a raíz de una nueva edición de La realidad histórica de España, aparecida en 1965, cuando ya ha cumplido ochenta años, a pesar de lo cual, no la dará aún por definitiva. No se trata solo de la difusión cada vez mayor del libro de Sánchez Albornoz España, un enigma histórico, sino también del enfrentamiento que mantiene con la historiografía marxista, del desdén con el que se contemplan sus teorías en el mundo universitario israelí (indignado por su explicación de que, en el fondo, la limpieza de sangre tiene un origen semítico), y se trata también de que voces de prestigio como la de Israël Révah (París) o Eugenio Asensio (Lisboa) arremeten contra cuestiones esenciales de sus planteamientos10. Aunque en los años sesenta ya está publicando en España, tanto en revistas (Papeles de Son Armadans, Revista de Occidente, por ejemplo) como en editoriales (Taurus, Alfaguara, Revista de Occidente), sigue siendo persona non grata para el régimen, pero no porque hiciera manifestaciones en contra del dictador. De hecho, no le interesaba nada la política española ni la oposición antifranquista, y se indignó cuando la revista neoyorquina Ibérica: por la Libertad insinuó que sus reuniones veraniegas en Mallorca con Camilo José Cela en los años cincuenta tenían cariz político. Exasperado, protestó a Victoria Kent y exigió una rectificación11. Sin embargo, para el régimen no dejaba de ser un exiliado «rojo», al que se le identificaba con la Junta para Ampliación de Estudios, la política cultural de la República y la Institución Libre de Enseñanza12. «Usted debe de saber mucho de los institucionistas. A mí me enseñaron a odiarlos», le admite con impresionante franqueza Jiménez Lozano en una carta (23 de julio de 1968). Entre algunos miembros del Opus Dei la mera enunciación de su nombre concitaba antipatías, queja que aparece de forma específica varias veces en su correspondencia13.
Pese a todos los obstáculos, mantiene un ritmo de trabajo asombroso. Su absoluto convencimiento de la validez de sus hallazgos de senectud provoca en él una obsesión febril —y en lucha contra el tiempo— por explicarlos, responder a las críticas, ampliar y perfilar sus argumentos y buscar nuevas pruebas que sustenten sus tesis. La pasión intelectual de Castro trasciende y se separa de la de cualquier investigador al uso. «A mí la erudición y el hispanismo me dejan indiferente» le admite a Jorge Guillén14, frase que evoca, tiñéndola del desengaño y la amargura propios de la última etapa, su máxima de veinteañero en una carta a don Francisco Giner de los Ríos: «La vida es más grande que la filología» (das Leben ist sicherlich grösser als die Philologie)15. A Castro le invadía una responsabilidad moral inusitada en comunicar sus descubrimientos, como si le fuera la vida en ello. Y realmente, dentro de sus esquemas, le iba, como se ve en su epistolario de forma reiterada. Desde 1940, todos los aspectos de su existencia quedarán subordinados a su producción intelectual acerca del pasado español. Se borrarán las fronteras entre la vida y la obra: «Castro mismo es un ejemplo vivo de su teoría: su obra científica es, a la vez, autobiografía», escribió con verdadero acierto Andrés Amorós, quien cultivó una fecunda relación con él en sus últimos años16. En buena medida, el interés de las cartas de Américo Castro, incluidas las que aquí publicamos, reside en llevarnos al núcleo mismo de su cuestión palpitante, ese vértice en el que se fusionan, por completo ya, la vida y la obra.
En el fondo, la razón última de este altísimo grado de implicación emocional en su labor historiográfica responde a que la considera imprescindible para explicar la guerra civil española y, en consecuencia, evitar que se pudiera volver a producir una tragedia semejante. Como se ha recordado en repetidas ocasiones, nunca habríamos de perder de vista, pues, que, cuando el filólogo granadino construye durante su exilio en Estados Unidos sus teorías en torno a las tres castas y la limpieza de sangre, acuña neologismos como «morada vital» y «vividura», y se sumerge en lo que él llama «la edad conflictiva», lo hace para intentar entender la guerra que asola España entre 1936 y 1939 y que le afectó tan de cerca. La finalidad última de su controvertida indagación histórica no busca iluminar una época remota de manera erudita, a través del acarreo de datos, sino sentar las bases de la hermenéutica necesaria para plantearse el presente y actuar en consecuencia.
A menudo, Castro acude a la metáfora médica. España sería como un pueblo enfermo que desconoce los orígenes de su secular dolencia. Continuando la metáfora, podríamos añadir que él asume, entonces, el papel de psicoanalista que escucha al paciente y, ahondando en su pasado, a través sobre todo de sus textos literarios, diagnostica la raíz del problema: la casta cristiano-vieja acaba imponiéndose a las otras dos (la mora y la judía)