Correspondencia (1967-1972). Américo 1885-1972 Castro
de la historia religiosa española, un conocimiento de investigación personal, y esa historia dista mucho de ser alegre. Sin embargo, de su lectura se desprende un hálito de alegría. ¿No será, por casualidad que el autor además de escribir sobre temas religiosos, es él mismo un cristiano? Parece difícil, en otro supuesto, conseguir una respiración tranquila y suave, esa especie de esperanza que revolotea por todo el libro33.
Durante el concilio, Jiménez Lozano, comparando lo que veía en Roma como periodista con la realidad de España, confirmó lo que ya sabía a través de lecturas: las enormes diferencias que separaban al catolicismo español del de otros países, especialmente del francés. Entre ellas, le llamó muy en particular la atención la tenaz resistencia de muchos sectores católicos españoles (numerosos obispos y cardenales, los primeros) a la declaración de la libertad religiosa, ejemplificando el castizo dicho de «ser más papistas que el papa». «Por favor, no nos llamen ustedes todavía herejes. Esperemos a que acabe el concilio. Entonces sabremos si son ustedes o nosotros quienes estábamos con la Iglesia», escribe Jiménez Lozano en El Norte de Castilla el 11 de noviembre de 1963, al tanto del resquemor que suscitaba su postura entusiasta respecto al aggiornamento de la Iglesia promovido desde Roma34. De hecho, Delibes consideraba a su amigo «un cristiano postconciliar antes del concilio». Su colaborador en El Norte sentía muy suyo el anhelo de libertad religiosa antes de que se promulgasen los decretos y documentos del Concilio Vaticano II35.
La declaración de libertad religiosa que hizo el Concilio Vaticano II, conocida como Dignitatis humanae, data del 7 de diciembre de 1965. Pero ya antes de su promulgación, fue un tema candente en España —hasta Franco se refirió a ella en su discurso de Navidad de 1964—, ya que hacía tambalearse los pilares del nacionalcatolicismo. Provocó asimismo notables implicaciones legales: hubo que reformar el Fuero de los Españoles (diciembre de 1966) y elaborar una ley específica, apasionadamente discutida en las cortes36. La oposición de Blas Piñar fue frontal, por ejemplo. Carrero Blanco declaró que «toda práctica que no sea católica compromete la unidad espiritual de España». Fraga, en cambio, se mostraba favorable a estos cambios, sabedor, por otro lado, de que podía afectar a la pujante industria turística37. Tal y como señala Louzao,
el concilio puso al franquismo en una encrucijada de difícil solución: para definirse como régimen católico era necesario aceptar los documentos conciliares. Y esto obligaba a defender la libertad religiosa, los derechos humanos o el pluralismo político. El concilio permitió la eclosión de voces autocríticas con la pastoral de la Cristiandad que se había construido en los primeros años del régimen38.
Resulta lógico que Jiménez Lozano, muy inquieto intelectualmente, no deseara limitarse a publicar crónicas periodísticas acerca del concilio. Hacía falta un ensayo sobre el núcleo del problema, tal había sido «la violenta reacción que levantaba en nuestros viejos cristianos la cuestión de la libertad religiosa»39. En Meditación Jiménez Lozano ahondaba en los planteamientos de Américo Castro desde su propio itinerario religioso y concretamente de cristiano. Es decir, reflexionaba desde la vividura de la fe en un entorno que se resistía a hacerlo en libertad y en relación con un mundo cultural muy otro, cosa que le llevó a buscar la verdad de su experiencia personal:
Nuestra fe aceptada por inercia de educación, de manera rutinaria e inconsciente y que, desde luego, no nos hacía reflexionar mucho, ni, por ende, vivirla […] hemos sido en cierto sentido, generaciones de «conversos», porque hemos conquistado nuestra fe católica contra todos los embates de la duda y el terror de la nada, contra la rutina de nuestro catolicismo de «cristianos viejos» tan cómodo y ventajoso, a punta de oración, de reflexión, de amor, de comprensión. Y de repente también la Iglesia, que hasta ayer mismo no fue para nosotros sino una cohorte de clérigos […] tornóse una Madre querida que amamos como a las pupilas de nuestros ojos y de cuya suerte nos sentimos solidarios, un motivo para nuestro inconformismo, cavilaciones y rebeldía —síntomas todos muy conversos—40.
Desde esta conquista, no podía limitarse a la denuncia de la ausencia de una fe hispánica muchas veces privada de libertad, sino que celebra la profundidad de la experiencia de la libertad religiosa y su carácter benefactor para todos los hombres. En este sentido, dedica el libro a la memoria de Juan XXIII, para él, «un alto símbolo de la libertad y fraternidad humanas» y una «ventana abierta en la Iglesia de Dios tras seculares miedos e inmovilismos cristianos»41. Este ensayo, tan olvidado como fundamental para acceder a la extensa producción de Jiménez Lozano, sostiene, recurriendo a la terminología castrista, que existe una continuidad palmaria entre la intolerancia cristiano-vieja y lo que hoy podríamos calificar como nacionalcatolicismo excluyente:
La unidad de España no se hace por motivos políticos, racionales, como la unidad de otros países, sino por motivos religiosos e impulso vital de supervivencia y triunfo de la casta cristiana sobre las castas mora y judía. El Estado castizo que resulta será un puro medio de aniquilación de las otras castas, y los enemigos de este Estado, enemigos de la «casta cristiana», por lo que bien puede llamárseles ateos, infieles, materialistas o herejes. El orgullo nacional será, pues, el orgullo del «cristiano viejo» frente a las manchadas ascendencias de moriscos y judíos, el orgullo de su catolicismo, de la Unidad católica, de que el nombre de España no pueda expresar otra cosa que la religión de la casta triunfante.
Pero allí donde hay hombres hay pluralidad de opiniones, incluso dentro del dogma más cerrado. Y en España solamente se puede hablar de la unidad externa de pensamiento religioso, a partir de la eliminación de moros, moriscos, judíos, judaizantes, erasmistas, protestantes, iluministas, beguinos o simples agnósticos o indiferentes o hasta ateos materialistas. Las hogueras y las cárceles inquisitoriales o los edictos de expulsión y las represiones manu militari acaban con unos y reducen a los demás al silencio o a la hipocresía42.
Encierran estas afirmaciones puntos de partida de otras tesis fundamentales en Jiménez Lozano, sobre las que terminará haciendo literatura de creación. A saber, el feroz anticlericalismo español explicado como derivada natural del catolicismo patrio beligerante; las funestas consecuencias de la alianza Iglesia-Estado, que implica que la religión cristiana, en lugar de ser algo vivido existencial y espiritualmente, devenga una forma de opresión; o la importancia de respetar, por razones de estricto orden cristiano, la libertad de conciencia y la libertad religiosa.
Rebasados los cincuenta años de su publicación, asombra el arrojo de este volumen, que, si bien está muy ponderado y calculado (las largas notas finales son enjundiosas, por ejemplo, como si reservase lo mejor para los lectores más avezados), entra en asuntos tan vidriosos que Josep Vergés le aclaró a Delibes que, pese a la alta consideración en la que tenía a su autor, no mandaría el libro a componer hasta que el mecanoescrito hubiera pasado la censura, pues temía que lo prohibieran «en su totalidad»43. Jiménez Lozano le reconoció a Jorge Guillén, con bellas palabras, cómo lo había escrito: «[con] esas infinitas matizaciones y esos infinitos miedos a los distintos santos oficios»44.
Al final, Meditación obtuvo el Nihil obstat de la censura eclesiástica (que solicitó algunos cambios que se aceptaron) y pasó también la censura civil. Esta solo tachó unas frases audaces en las que se equiparaba a erasmistas con exiliados republicanos y se mencionaba a don Américo, frases que ejemplifican las laderas de acusada pendiente por las que se aventuraba Jiménez Lozano: «así, los erasmistas hoy se llaman “emigrados”. Y la “emigración” es el propio drama del profesor Américo Castro»45.
A la luz de la correspondencia que en los años sesenta Castro mantiene con Marcel Bataillon, Camilo José Cela, Jorge Guillén o Juan Goytisolo, la carta que el 24 de julio de 1967 don Américo escribe a José Jiménez Lozano, después de haber leído su Meditación española sobre la libertad religiosa, adquiere especial relevancia. En el fondo, condensa lo más significativo de este epistolario, acercarnos a la vividura de dos españoles que, a pesar de sus diferencias, nada más conocer las ideas del otro, se sienten al instante hermanados. Castro, que era ateo, asegura que le «impresiona profundamente»