Correspondencia (1967-1972). Américo 1885-1972 Castro
Estado, asunto que siempre ha interesado al escritor de Alcazarén, y al que dedicará su primera novela. En Historia de un otoño (Destino, Barcelona, 1971), en efecto, exalta la capacidad que tiene de revolver la conciencia un gesto libre, el de unas monjas que, no habiendo leído ni a Jansenio ni a san Agustín, no podían firmar algo que desconocían. Así, la historia cuenta el capricho de los poderosos, pero también la capacidad de los más débiles de poner en solfa al poder.
Al estudiar el jansenismo, podía parecer que, absorbido por otras lecturas, abandonaba las preocupaciones que le habían unido a Américo Castro. Ni mucho menos. La prueba de la coherencia en pasar de unos libros a otros la hallamos en estas mismas cartas, donde confiesa:
La fe de los cristianos viejos se me atragantó muy pronto, y muy pronto he tenido contacto con lecturas humanistas. Me ha preocupado y me preocupa menos la ortodoxia que la sustancia de la fe, y he aprendido más del cristianismo en escritores no cristianos que avalan al hombre que en tantos cristianos para los que la trascendencia y lo sobrenatural es un puro escapismo —en esto tienen razón los marxistas— e incluso una ceguera, una cegazón para amar a los hombres. Si yo no hubiera tropezado muy pronto con un catolicismo liberal, paulino, laico, probablemente no sería cristiano (10 de octubre de 1967).
En su obra literaria, Jiménez Lozano no ahondará en el núcleo teológico del jansenismo, sino que se fijará en aspectos colaterales del mismo (Blaise Pascal, por ejemplo, que escribió sus Lettres Provinciales en Port Royal) y vinculados a su desarrollo histórico. En realidad, el sintagma «el jansenismo de Jiménez Lozano» debería ir siempre entre comillas. El autor más bien se construye una especie de jansenismo literario, en el que cabe hasta el gesto pícaro: una inscripción en un muro de su casa en el olvidado pueblo vallisoletano de Alcazarén reza «Petit Port-Royal». Dentro de su picardía, este gesto revela cómo el jansenismo para él es «más que nada un talante, y un talante de rebeldía, de incordio, un talante de defensa de la autonomía personal»55. Port-Royal, en definitiva, hay que entenderlo en Jiménez Lozano como un símbolo, gracias al que aborda temas para él esenciales: el respeto a la libertad de conciencia; la importancia de pensar —o cavilar, usando una palabra muy suya— para ser plenamente humanos; o cómo identificar la religión con la política desvirtúa la naturaleza del cristianismo para convertirse en un poder controlador y azote de conciencias, en lugar de permitir que este sea una experiencia espiritual vivida de forma auténtica y basada en la caridad.
La cita anterior sobre los Diálogos jansenistas en una carta a Américo Castro, al margen de revelarnos la amplitud de las lecturas francesas que realiza Jiménez Lozano, nos hace patente que comienza a convivir con sus autores y sus personajes, imaginando y divagando sobre sus pensamientos, sus conversaciones, sus vidas, en suma56. Debemos relacionar esto con la indisimulada predilección del escritor de Alcazarén por dos conceptos genuinamente americocastristas: «morada vital» y «vividura». Subrayando la utilidad de estos términos, arranca, por ejemplo, su contribución al homenaje a Castro que publican Laín Entralgo y Amorós en la editorial Taurus en 1971 y que recogemos en el apéndice de este libro. En la misma línea, Jiménez Lozano sostendrá, con pedagógica metáfora, que un historiador del año 3000 no entendería cabalmente el catolicismo de la España de mediados del siglo XX a menos que prestara atención a su morada vital, es decir, a «esta otra nuestra lucha de castas, entre cristianos nuevos y viejos, y esa peculiar condición de los heterodoxos y los no creyentes de este país»57.
Un aspecto fascinante de este epistolario estriba en ilustrar, desde dentro, esa otra lucha de castas a la que se refiere Jiménez Lozano. Compartiendo con Castro la desazón que siente ante anónimos que recibe por su libro, el escritor de Alcazarén le habla en una carta del 3 de agosto de 1967 acerca de los rumores que circulan sobre la inquina que le dispensa Joaquín Pérez Madrigal. No hemos encontrado hasta ahora reseñas del libro de Jiménez Lozano en el semanario ¿Qué pasa? que aquel dirigía; en realidad, más bien un panfleto intransigente y reaccionario, pero que desde Madrid se distribuía por toda España. Sin embargo, basta hojearlo para darse cuenta del grado de agresividad de los que se oponían a la declaración de libertad religiosa. Las páginas de este libelo de Pérez Madrigal certifican hasta dónde podía llegar el casticismo del cristianismo anticonciliar español, tan bien descrito por Jiménez Lozano en su ensayo y por Delibes en su novela Cinco horas con Mario. En primavera de 1967, por ejemplo, este semanario difundía el anuncio de una misa en una iglesia en pleno centro de Madrid por Adolf Hitler, «en sufragio de su alma y la de todos los que con él murieron en defensa de la Civilización Cristiana y Occidental». Pérez Madrigal animaba a sus lectores a asistir: «Los españoles que nos convocan al piadoso funeral, como católicos y como españoles, tienen más motivos para orar por la salvación de Hitler que para rezar juntos, en la iglesia de Santa Rita, con Max Mazin y los judíos»58.
Si «morada vital» se asemejaría, mutatis mutandis, a lo que Ortega llamaba «circunstancia», siguiendo al propio Jiménez Lozano, podríamos decir que «vivencia» sería un término cercano a «vividura»59. Recrear las vividuras de personajes olvidados, en particular «de los humildes y pequeños» (aquellos por los que también el papa Roncalli sentía especial predilección, según Jiménez Lozano expresa en su dedicatoria de Meditación española sobre la libertad religiosa60) subyugará al escritor de Alcazarén. De hecho, vertebra una parte esencial de su obra narrativa. ¿Qué son El Mudejarillo (1992) y Precauciones con Teresa (2015) si no la recreación de las vividuras y también de la morada vital de Juan de Yepes y Teresa de Ahumada, respectivamente? En este orden de cosas, cumple recordar cómo explicó Jiménez Lozano la manera en la que le surgen sus relatos:
Una narración no se construye como se construye un ensayo; una narración se le regala al narrador cuando ha trabajado honestamente en ella, una narración se ve y se escucha en los adentros y, cuando se está escribiendo, se tiene la sensación de ser solamente el amanuense61.
El epistolario Castro-Jiménez Lozano permite entrever cómo llega un punto en que el género ensayístico y las indagaciones eruditas resultan inservibles para canalizar la efervescente cavilación del escritor castellano y los sentimientos que esta suscita. Resulta obvio que, cuando Jiménez Lozano le habla a Castro de sus Diálogos jansenistas, alude a una narración que ya está viendo y escuchando en sus «adentros», parafraseando sus palabras. Salvando las distancias, se podría trazar un paralelismo con Juan Goytisolo, quien mantuvo correspondencia con Castro durante las mismas fechas, aproximadamente. El autor catalán también construye por esos años una novela (Reivindicación del conde don Julián, México, 1970) partiendo del pensamiento histórico castrista, aunque, sobra casi decirlo, los universos literarios de estos dos premios Cervantes son muy distintos62.
Factores esenciales en el tránsito de Jiménez Lozano a la novela fueron, igualmente, Miguel Delibes y Josep Vergés. El primero, después de leer los Diálogos jansenistas, animó a su amigo a transformarlos en algo de mayor ambición literaria. Así surgió Historia de un otoño, que es, en verdad, prestemos atención al núcleo del sintagma, «una historia», sí; pero no de grandes hechos, sino de vividuras. Aquí no interesa una Historia con mayúsculas y aséptica, de hitos sucesivos contados desde arriba, sino el drama vivido por unas monjas humildes cuya libertad de conciencia intentan conculcar Luis XIV y la Iglesia de Francia. «Me preocupa menos la ortodoxia que la sustancia de la fe» había escrito, recordémoslo, en una carta a Américo Castro. «Ese NO de las monjas a Luis XIV, al papa, a la universidad y a la fuerza bruta es —señala Jiménez Lozano— el primer acto de una conciencia civil en la modernidad histórica, o incluso en la pre-modernidad si se quiere. Es la afirmación de la autonomía de una conciencia frente a cualquier poder, hecha por unas cuantas mujeres y a riesgo de lo que fuese, sabiendo muy bien a lo que se exponían, y aceptándolo»63.
Por insistencia de Delibes, Jiménez Lozano se presentó al Premio Nadal y quedó finalista. Aunque no hubiera conseguido galardón, el mero hecho de haber llegado tan lejos con su primera obra seria de creación y de contar con opiniones favorables del jurado, entusiasmaba al periodista. Al empresario de Destino le gustó la novela, admiraba a Jiménez Lozano por sus artículos