Correspondencia (1967-1972). Américo 1885-1972 Castro

Correspondencia (1967-1972) - Américo 1885-1972 Castro


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la conciencia del otro; su defensa del respeto al que piensa y cree de forma diferente. Por eso, aunque no conociera al destinatario en persona, inicia su carta con una sincera declaración de amistad: «Querido amigo (creo deber llamarle así, y no formulariamente)». Por eso, también coloca en las primeras líneas el tema de la guerra civil, aludida a través de una expresiva perífrasis («la más atroz e insensata tragedia que yo vi de cerca y usted vivió ya “culturalmente”»), para pasar a confesarle que a él lo echaron de un periódico republicano acusado de defender a las órdenes religiosas. Es decir, se presenta a sí mismo —y esto es muy importante— como un intelectual de lo que hoy llamaríamos «la tercera España», y no de la España republicana46. Castro concede toda la razón a Jiménez Lozano en su forma de explicar por qué había sido (y era) tan difícil en España una sociedad laica moderna y civilizada, similar a la de otras partes de Europa. Coincide con él en que esa «tiranía eclesiástica» provocó, a su vez, un agresivo anticlericalismo de típico cuño hispánico. Sin recatos y con valentía, Jiménez Lozano describía el catolicismo español con una serie de rasgos que lo «castificaban»47. No se detenía ahí: el autor de Alcazarén recibía las novedades del Concilio Vaticano II —y en especial la declaración sobre la libertad religiosa— como una posibilidad de volver sobre un cristianismo que respondiese a la experiencia personal y a la comprobación crítica; al mismo tiempo que saludaba el poder abrirse a otras posiciones religiosas y culturales diferentes que permitiesen el abrazo libre y racional de la fe.

      Por ello, resulta más que elocuente (en realidad, ahí está la clave de esta misiva y de todo este epistolario) el aspecto del libro que el filólogo granadino más estima:

      El extraordinario mérito de su obra —bien sabe Dios que no es lisonja, la cosa es demasiado seria para incurrir en frivolidades— es que usted habla desde la intimidad del doliente, con conciencia y angustia del mal que le aflige. Nadie lo ha hecho antes.

      Es decir, a Castro le impacta cómo Jiménez Lozano está viviendo esta reflexión intelectual sobre el hecho religioso del pasado y presente de España. Podríamos decir que con este elogio don Américo aplica a las páginas de Jiménez Lozano su característica metodología de análisis literario: glosa la vividura del escritor de Alcazarén. Lo fascinante es que, al hacerlo, por supuesto, nos permite asomarnos a su propia angustiosa vividura. No solo por lo que dice Jiménez Lozano en su libro, sino también por cómo lo expresa, Castro ha visto en él una esperanza que sustenta lo único a lo que él aspira ya, «[navegando] con la proa hacia una arribada forzosa», lo único que anhela antes de morir: contribuir a la convivencia entre españoles que piensan y creen de forma distinta. Si bien la Meditación de Jiménez Lozano corroboraba las tesis de Castro desde el punto de vista erudito, lo verdaderamente crucial era que lo hacía, además, desde el punto de vista de la vivencia.

      Esta misiva, encabezada por un «querido amigo (dicho sea con la debida humildad y gratitud por la amistad que me ofrece)», evidencia varios rasgos característicos de la personalidad intelectual y literaria del remitente. En primer lugar, da cuenta de cómo la asimilación del pensamiento de Castro por parte de Jiménez Lozano trasciende lo libresco y entra en lo vivencial. Se trata de una admiración, dice, «llena de calor»:

      Leerle a usted ha sido para mí descubrir un mundo nuevo y una explicación a la vez objetiva y excitante de esta España, cuya preocupación debo a usted, y de tantos problemas religiosos conectados con esta manera de ser cristiano y católico español.

      Tras este intercambio de cartas y llamadas de teléfono, parecía lógico el encuentro personal, que se produjo en Valladolid a principios de septiembre de 1967. Castro se daba cuenta de la envergadura de lo que había sucedido ese día a través de la compañía del escritor: «Gracias por su compañía en Valladolid para mí indistinguible de la valiosísima de sus —sin hipérbole— esforzadas y heroicas páginas». Américo Castro sentía en la aceptación de sus tesis, nacidas en la durísima circunstancia de la sangrienta guerra civil, una compañía muy estimable en el momento en que el regreso era casi el de un náufrago: «Lo usual en este país es no tender un cabo a quien bracea contra el oleaje en alta mar». Y no intentaba limar las diferencias entre los dos, sino trabajar desde posiciones diferentes en las posibles confluencias:

      Sea como fueren nuestros modos de pensar y de creer y de esperar, siempre que dos afanes de verdad y de justicia humana, confluyen en su discurrir, es indudable que algo trascendente por encima de ellos lo ha hecho posible. Nuestros diminutos caminos se han emparejado en algunos puntos cruciales de su recorrido.

      Y termina reconociendo la excepcionalidad de un encuentro como el suyo en el que los diferentes colaboran y desarrollan el pensar, aunque denuncia con tristeza este carácter desacostumbrado: «El hecho es insólito en un medio, por un lado, no muy cristiano y, por otro, poco inclinado a abrir zanjas entre lo real y lo falso-arbitrario».

      Esta carta, del 17 de septiembre de 1967, se convierte en pieza fundamental del conjunto, precisamente porque permite vislumbrar la fecundidad de un diálogo que, a partir de las coincidencias en las lecturas recíprocas, halla un acicate en la relación personal. Tanto o más que la respuesta de Jiménez Lozano, fechada el 22 de septiembre de 1967. En ella, Jiménez Lozano vuelve a agradecer la guía intelectual que ha supuesto don Américo para sus intereses espirituales,


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