Los civilizionarios. Víctor M. Toledo
global, mientras que el 10% más rico emite la mitad de esos gases a la atmósfera. La revelación vino a confirmar lo que ya se sospechaba: que los sectores más vulnerables a las nuevas inclemencias del clima, como inundaciones, sequías, temporadas extremas de calor, impactos de huracanes, etc., son los que menos ponen “velas en el entierro”. A esto suele llamarse injusticia climática. Aún más, el reporte permite matizar entre países y en el interior de los países la responsabilidad de los diversos sectores sociales como alteradores del equilibrio global. Por ejemplo, las emisiones totales de la mitad más pobre de China, unos 600 millones, representan apenas un tercio del total de emisiones del 10% más rico de Estados Unidos, alrededor de 30 millones. Igualmente, el 10% por ciento más rico de India contamina en promedio sólo una cuarta parte de lo que lo hace la mitad más pobre de Estados Unidos. Estos datos muestran que los estilos de vida son un factor determinante. Cómo se consumen alimentos, se utiliza agua y energía, se transporta o se eliminan desechos, e incluso cómo se practica el descanso o el esparcimiento, son asuntos claves. Por ejemplo, el uso de los aviones lo realiza(mos) solamente 2% de la población humana. Una cosa es producir alimentos de acuerdo con el sistema tradicional de los pequeños productores campesinos en circuitos cortos, y otro es el sistema agroindustrial que implica insumos, energía, fertilizantes químicos, transporte a largas distancias, transformación, congelamiento, empaque, etcétera.
El modelo occidental, el buen vivir industrial, incluido el bienestar y por supuesto el confort, es en esencia un modo que dilapida y depreda mayormente los recursos del planeta, pero hay algo peor: es el principal causante de la contaminación de los gases de efecto invernadero que han afectado el equilibrio climático del planeta. El uso de los índices de la llamada huella ecológica permite calcular el impacto ambiental que provoca desde un individuo, una familia, una ciudad, un país y toda la humanidad. Mediante el uso de este indicador hoy es posible evaluar y medir los impactos que los diversos sectores de la sociedad tienen sobre el equilibrio del ecosistema planetario (Wackernagel y Rees, 1996).
Otro estudio, realizado por Richard Heede, investigador del Instituto para la Responsabilidad Climática en Estados Unidos (Climatic Change, 2014) ha ido mucho más lejos (véase <link.springer.com/>). Este científico logró compilar durante ocho años una detallada secuencia de las emisiones generadas por 90 entidades dedicadas a la producción de carbón mineral, petróleo, gas y cemento. Su análisis abarca de 1854 a 2010, es decir, buena parte de la era industrial y ofrece datos de lo que cada entidad emitió en 2010 y las emisiones acumuladas durante su historia. El estudio revela que estas 90 compañías, que incluyen corporaciones privadas y públicas, son las responsables de nada menos que 63% de las emisiones acumuladas de carbón a la atmósfera. De la lista, las primeras 20 la encabezan, como era de esperarse, las gigantescas empresas de energía como Chevron, Exxon, British Petroleum, Shell, Saudi Aramco, Conoco Phillips, Peabody y Energy, pero también empresas estatales como Gazprom, de Rusia, la Compañía Estatal de Irán, Petróleos Mexicanos, Petróleos de Venezuela, Petro China y Sonatrach de Argelia. Esta veintena generó 30% de las emisiones de carbono y metano que van a la atmósfera.
Durante una entrevista, el autor de ese estudio indicó que aunque existen miles de productores de gas, petróleo y carbón, “[…] los que toman las decisiones, los altos gerentes de las principales firmas emisoras, son pocos y caben en uno o dos autobuses”. Enfatizó un dato de gran relevancia: que la mitad de los contaminantes emitidos desde la revolución industrial ¡se generaron en los últimos 25 años!, es decir, cuando las corporaciones y los gobiernos ya sabían de la relación entre las emisiones y el calentamiento global. En suma, hoy asistimos, gracias a la información derivada de la investigación científica, a un escenario de mayor precisión y claridad. Este conocimiento, que ya es imposible ocultar o desaparecer, irá impulsando la conciencia y la acción de cada vez más ciudadanos. El desafío no tiene por qué perderse. ¡Somos 99% de la humanidad reclamando al 1% restante!
¿CAPITALISMO VERDE?
¿Es posible un ecocapitalismo, un capitalismo verde? ¿Puede una empresa ser exitosa y al mismo tiempo mantener prácticas que con rigor no afecten a la naturaleza? ¿Tiene un empresario entrenamiento para competir, derrotar y destruir, la sensibilidad para reconocer el aleteo de una mariposa? ¿Cómo hacer compatible la implacable lógica de producción masiva de una sola mercancía con el valor fundamental de la vida: la diversidad? ¿Y la carrera enloquecida por crecer que caracteriza a los negocios, no es acaso contradictoria con los procesos y ritmos naturales?
Las preguntas han estado reverberando al menos por un par de décadas, y al parecer hoy estamos en posibilidad de responderlas. Las respuestas son todas negativas, a pesar de dos intentos —uno legítimo, el otro falaz— por demostrar lo contrario. Por un lado, un intento por justificar “científicamente” el papel ambientalmente positivo de la economía capitalista, ya sea mediante su comprobación explícita u ocultando o negando los efectos destructivos del capital. El primero atañe a todo lo que se ha escrito en torno a la llamada economía verde. Lo segundo tiene que ver con el alud de disfraces que usan para lavar la imagen de empresas y corporaciones y parecer ecológicamente correctas, una cosmética conocida como lavado verde (green washing), la orquestación de campañas para crear la ilusión de que las empresas son capaces de transformarse y de mutar hacia servicios o productos ambientalmente amigables.
Dentro de las llamadas economía ambiental y ecológica, mucho se ha escrito sobre una posible racionalidad del capitalismo frente a los problemas ecológicos. Una de las obras seminales es el libro Natural Capitalism, de Hawken, Lovins y Hunter-Lovins publicado en 1999. El concepto central de esta corriente que intenta ofrecer una salida a la crisis ecológica de escala global es el de capital natural. Este concepto contiene la idea de que existe un “capital” embebido en la naturaleza, del cual depende toda posible riqueza y que en consecuencia deben adoptarse instrumentos inspirados en el mercado para resolver los problemas ambientales. La obsesión ha llegado a tal punto que un grupo de investigadores liderados por R. Costanza se dieron a la tarea de calcular en dólares el valor de la naturaleza. Y lo lograron. Para el mercado el capital natural del ecosistema planetario y sus servicios ambientales oscila entre 16 y 54 trillones de dólares al año (véase <http://www.esd.ornl.gov/benefits_conference/nature_paper.pdf>).
Este estudio, tan inútil como absurdo, ha sido citado más de diez mil veces en la literatura científica.
De esta visión surgió una práctica de salvamento, a ser ejecutada por empresarios y empresas:
La mayoría de los negocios operan aún bajo una visión anticuada del mundo, que no ha cambiado desde el comienzo de la Revolución industrial. En aquella época los recursos naturales fueron abundantes y la fuerza de trabajo fue el factor limitante de la producción. En la actualidad, existe un excedente de trabajo, mientras que el capital natural, los recursos y sistemas ecológicos que proveen de los servicios que soportan la vida, son cada vez más escasos y relativamente caros. La próxima Revolución industrial, como la primera, vendrá como respuesta al cambio de patrón de escasez. Ella creará recuperación y nuevas oportunidades. Los negocios deben adaptarse a estos nuevos tiempos. Y eso es lo que están haciendo las empresas innovadoras (véase <http://www.natcap.org/>).
El lavado de imagen o cosmética verde, es una estrategia publicitaria iniciado por las empresas para hacer creer que sus productos o acciones toman en cuenta la problemática ambiental, cuando en realidad sus negocios son altamente destructivos de la naturaleza. El término en inglés greeen washing fue introducido por el periodista neoyorquino Jay Westervel en 1986 a partir de una práctica hoy generalizada en muchos hoteles de contribuir a “salvar el planeta” evitando cambiar las toallas diariamente. Desde entonces la práctica de envolverse en un baño de pureza ecológica para vender sus productos o servicios se ha vuelto harto común en miles de empresas y corporaciones. En paralelo, los grupos de ambientalistas o académicos que se han dedicado a investigar estas actitudes fraudulentas se han multiplicado. En 2002, durante la Conferencia Mundial sobre Desarrollo Sostenible en Johannesburgo, la llamada Academia del Lavado Verde (Greenwashing