Besos de seda. Verity Greenshaw

Besos de seda - Verity Greenshaw


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sacar lo bueno de cada situación.

      —Bianca.

      —Laurent, eh…, hola… —murmuró tomada por sorpresa.

      Era ingenuo creer que su jefe no notaba cada detalle que sucedía alrededor. Uno podía soñar de vez cuando.

      —Llegas tarde de nuevo. Hoy es viernes, y los clientes duplican la asistencia.

      —Lo siento, tuve un gran problema, y me agarró la lluvia. Después…

      —No me interesa —interrumpió haciendo un gesto con la mano—. Llevas trabajando para mí casi medio año, y cada semana es un nuevo incidente contigo. Si no llegas tarde, entonces riegas el café sobre algún cliente o te equivocas con la cuenta. Este es un restaurante con estrellas Michelin. Si no fuera porque estoy haciéndole un favor a tu abuelo, ya te habría despedido.

      El bigote negrísimo era el único adorno en un rostro adusto, y cabeza con calvicie. Laurent Ellis, sin embargo, se mantenía en perfecta forma. Así como también mantenía el carácter de mierda que lo caracterizaba.

      —Lo sé, gracias, Laurent. No es a propósito, y…

      —Ve a ponerte a las órdenes del chef y empieza a trabajar. Intenta no traerme líos. No habrá más oportunidades —zanjó dándole la espalda.

      —Lo comprendo.

      Bianca respiró con alivio, y empezó a caminar para enfrentarse a las siguientes seis horas tratando de complacer a los comensales que, la mayor parte del tiempo, eran unos hijos de puta. La necesidad a veces obligaba a poner un rostro amable en tiempos en los que la empatía parecía ser un lujo ajeno a la raza humana.

      ***

      Las noticias en China no auguraban nada bueno, y solo era cuestión de tiempo para que todo empezara a entrar en caos. El negocio de Hailey en Jupiter Resources consistía en distribuir insumos médicos a los hospitales más grandes del estado de Nueva York. Al ocupar la vicepresidencia de comercialización y mercadeo, su posición ejecutiva era clave para generar el flujo de recursos materiales, así como reuniones interminables con posibles nuevos clientes

      Jamás podría defraudar a su padre, Paul Morgan-Scott, después de que él se enfrentó a toda la junta directiva para darle el cargo que ella se merecía, no por ser la heredera, sino porque se había ganado con creces la posición. Después de graduarse como número uno de su clase en Wharton, trabajó para tres compañías de Fortune 500, y cuando creyó que su experiencia era suficiente, le pidió a Paul, presidente fundador de Jupiter Resources, que le permitiese formar parte activa en la empresa familiar.

      No empezó en puestos gerenciales, claro que no. Ella decidió que la mejor manera de sentar el ejemplo era desde los puestos base. Así que se inició tratando con distribuidores pequeños, yendo puerta a puerta a los hospitales para convencer al buró de médicos que sus productos eran seguros, pagables y de la mejor calidad.

      Tan solo cuando consiguió un contrato en pedido de insumos de bioseguridad por medio millón de dólares, su padre empezó a ascenderla. Dos años después de empezar en la empresa que un día le pertenecería, los contratos que consiguió sobrepasaron los cinco millones de dólares.

      Ahora, no solo facturaba el doble o triple al mes, sino que contaba con un gran equipo de empleados que hacía posible que ella pudiera enfocarse en otros asuntos corporativos. Sin embargo, esa mañana al parecer no todo empezaba con pie derecho.

      Acababa de llegar a su oficina, y esta, en lugar de estar prístina como usualmente la encontraba, exhibía un escenario en el que la comida de la noche anterior y las tazas de café a medio acabar continuaban en el mismo lugar en que las dejó. El aroma a especias tailandesas, por más tenue que fuese, se mantenía en el ambiente.

      ¿Cómo era posible que eso ocurriese a las nueve de la mañana?

      Ella era el tipo de mujer que no podía trabajar en un entorno desorganizado, peor, sucio. Tenía cosas más importantes de las cuáles preocuparse, en lugar de hacer llamadas al personal administrativo. Por si fuera poco, su madre estaba en la ciudad, y eso no presagiaba nada bueno. Ameliè Borantz Morgan-Scott poseía la tendencia de organizarle citas románticas, porque creía que, con treinta años de edad, su hija necesitaba con urgencia formar una familia y tener descendencia. Jamás había querido entender que Hailey no estaba interesada en desviarse de su carrera.

      —Jacynth, ven, por favor —llamó a su asistente personal.

      Cuando la mujer entró en el despacho, la expresión de su rostro denotaba el alto nivel de estrés que acarreaba su posición. Sin embargo, jamás perdía la calidez con propios o extraños que pasaban por la compañía.

      Por lo general, Jacynth sostenía una actitud serena que ayudaba mucho a Hailey en los momentos de caos. De hecho, llevaba años trabajando para Jupiter Resources, y en ningún instante había faltado a la confianza que se depositó en ella.

      —Quiero que me expliques esto —señaló la mesilla de su oficina.

      Jacynth tragó en seco. Su jefa era una persona justa, aunque en la misma medida también resultaba exigente en todos los aspectos.

      —Me comunicaré con la agencia de limpieza y no volverá a ocurrir. Debí entrar a cerciorarme de que todo estuviese en orden para cuando tú llegases de la reunión de las ocho en el centro de la ciudad.

      Hailey asintió.

      —Hazlo, y cuando…

      La puerta de vidrio se abrió de repente.

      —Lo lamento tanto —dijo una voz agitada irrumpiendo en la oficina. La mujer empezó a recoger la vajilla de pocos platos y cubertería, y después se inclinó sobre el escritorio para agarrar las tazas—. Tuve un pequeño accidente —continuó sin mirar a nadie—, y por eso tardé en llegar hoy. No volverá a suceder.

      Hailey no podía quitar los ojos de la figura curvilínea, cubierta con unos jeans ajustados, un top negro con el logo de la compañía de limpieza, y zapatillas deportivas. El rostro de labios generosos no tenía gota de maquillaje, aunque no hacía falta porque era hermosa. Se aclaró la garganta y apartó la mirada, tal como hacía desde que podía recordar cuando una mujer capturaba su interés y sabía que no era ni bienvenido ni correcto. Reprimió esas emociones tras su usual máscara de fría indiferencia.

      Llevaba treinta años sin una vida íntima satisfactoria, salvo por su vibrador o las mujeres que, bajo un estricto contrato de confidencialidad, contrataba como acompañantes en sus viajes fuera de Nueva York. Se sentía una farsa. A medida que avanzaba el tiempo también se incrementaba su resignación a no encontrar el amor.

      —¿Quién te permitió entrar a mi despacho sin más? —preguntó Hailey.

      De inmediato la desconocida elevó el rostro. Abrió y cerró la boca.

      —Estás despedida —intervino Jacynth con las manos en la cintura zanjando cualquier posibilidad de comunicación—. Yo contactaré con la agencia para notificarles la situación. Puedes recoger tus utensilios.

      Los ojos verdes de la mujer se abrieron de par en par, y empezó a menear la cabeza con preocupación en su rostro.

      —Señora Keybolds —dijo la muchacha de la limpieza mirando a Jacynth—, no volverá a suceder, tuve un impasse y…

      Hailey elevó la mano para que ambas se callaran.

      No tenía tiempo para perder en nimiedades. Dejar a una persona sin empleo no estaba entre sus intereses, menos si se trataba de alguien que tenía esa expresión de desesperación. En otra circunstancia no hubiese dudado en suspender a la compañía que enviaba incompetentes, pero algo la detuvo esta ocasión.

      —¿Cómo te llamas? —preguntó Hailey.

      —Bianca —replicó con suavidad tratando de mantener el equilibrio de los objetos que había logrado recoger hasta el momento.

      Sabía que la popular Hailey Morgan-Scott podría


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