El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

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      EL DÍA QUE VUELVA NO ME MARCHARÉ JAMÁS

      Juan Manuel Fernández Legido

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      Primera edición en ebook: Noviembre, 2020

      Título Original: El día que vuelva no me marcharé jamás.

      © Juan Manuel Fernández Legido

      © Editorial Rara Avis

      ISBN: 978-84-17474-96-6

      Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

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      A mi mujer Sílvia, el faro que ilumina

      las noches más oscuras de mi alma.

      CAPÍTULO 1

      Se despertó de súbito agitado. Por su frente caían gotas de sudor fruto del caluroso verano que estaba azotando Barcelona, pero también del malestar que consumía su interior. Algo no iba bien. No es que oyera algún tipo de alboroto o un fulgor cegador le hubiera sacado de su sopor, sino que el mismo ambiente imbuía todos sus sentidos de una extraña sensación.

      Tumbado sobre su espalda intentó cambiar de posición. Imposible. No era capaz de mover ni uno solo de sus músculos. Fue entonces cuando se apoderó de él una inquietud que mutó en pánico con el paso de los segundos. Por más que se esforzó en mover los brazos e incorporarse, su cuerpo estaba petrificado sobre el colchón. La parálisis que sufría le provocó tal angustia que trató de gritar para que su pareja, que dormía de forma plácida a su lado, acudiera a socorrerle. Su empeño fue en vano y aunque su voz le retumbó dentro del cerebro, no consiguió abrir la boca lo más mínimo. Lo único que funcionaba en su propio ser eran la respiración acelerada y sus pensamientos confusos.

      De repente hubo una vibración y escuchó un zumbido que provenía de la puerta de la habitación. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo distinguir las siluetas del mobiliario ayudado por el tenue haz de luna que entraba por los resquicios de la ventana. No vio nada fuera de lo normal. Todo estaba en su sitio. Pero el sonido persistía y con lentitud se iba acercando a su lecho. Con el avance de este, una pequeña luz blanquecina suspendida en el aire hizo acto de presencia desplazándose al compás del sonido. A medida que el ruido se aproximaba a su cara, la esfera se hacía más radiante y crecía de manera exponencial. El muchacho contemplaba la escena estupefacto, como mero espectador de lo asombroso.

      Al llegar el resplandor a su rostro notó una poderosa calidez que le hizo recuperar la compostura y disolvió su terror como un azucarillo. Logró erguirse de cintura para arriba y balbucear unas palabras dirigidas al destello: «¿Qué eres? ¿Qué quieres?». La respuesta que obtuvo le sorprendió en forma y contenido. No escuchó ninguna voz. Ni tan siquiera un leve susurro. Fue más bien una percepción, una idea en su mente. El mensaje era simple, claro, rotundo: «¡RECUERDA!».

      Y del mismo modo que había llegado esa burbuja de irrealidad, desapareció del dormitorio sin dejar rastro. La única huella de su paso era la figura del muchacho sobre la cama con la mirada clavada en la nada, entregada a un ensimismamiento insondable. Miró el despertador. Eran poco más de las tres y media de la madrugada. Volvió a recostarse sobre las sábanas convirtiendo su cabeza en un hervidero de elucubraciones. No despertó a su compañera. Tampoco sabía qué contarle.

      CAPÍTULO 2

      La alarma del móvil de Silvia sonó en tono de guitarras estridentes. Al poco, entró en la cocina donde se encontraba Sergi dándole vueltas a la taza semivacía del café con una cucharilla como si se tratara de un autómata. Se acercó a él y le masajeó los hombros de forma cariñosa, pero este ni se inmutó.

      —Sí que has madrugado hoy —comentó Silvia sirviéndose un vaso de leche—. ¿No me vas a contar qué te pasa? Llevas un careto…

      —Nada. He tenido una pesadilla y luego no he podido volver a dormirme.

      —¿En serio? ¿Y de qué iba?

      —No lo sé. Ya no me acuerdo —mintió Sergi incómodo.

      Ante la mirada decepcionada de la muchacha, su pareja no tuvo más remedio que aportar algo más de información.

      —Sé que había una bola de luz que se acercaba a mí, como si quisiera tocarme, y me decía «recuerda, recuerda».

      —¿Recuerda qué? —preguntó intrigada.

      Esa era la pregunta clave, la que no le había permitido volver a pegar ojo, la misma que giraba en su cabeza con cada movimiento de la mano.

      —¡Te he dicho que no me acuerdo! ¿Es que no me escuchas cuando te hablo? —contestó arrastrando la silla y poniéndose en pie con la intención de ir a vestirse.

      —Vale, vale… ¡Cómo estamos de buena mañana! Pues yo también he tenido una pesadilla. Y ha sido nada más despertarme —dijo provocando que el joven arqueara su ceja izquierda intrigado—. He notado que no estabas a mi lado y se me ha encogido el corazón...

      Tras pronunciar la frase buscó los mimos amorosos de Sergi, pero tuvo que contentarse con un leve roce de sus labios sobre la frente y acabarse el desayuno sola. El chico desapareció rumbo al dormitorio para cambiarse de ropa. En apenas unos segundos, se puso unos pantalones azules con tiras reflectantes, una camiseta roja descolorida y unas botas de seguridad. Mientras esperaba a que Silvia se arreglara, se puso a mirar la televisión impaciente.

      Cuando estuvo lista con los shorts vaqueros ceñidos a su estilizada figura y una elegante blusa satén color beige, la mujer cogió su bolso y su compañero la mochilita de cuero marrón que le acompañaba a todos lados. Ambos se hicieron con sus cascos de moto y marcharon hacia el parking bajando por el ascensor. En el trayecto, ella fue quien rompió el silencio al fijarse en el pelo negro y despeinado de Sergi y su barba de tres días.

      —¿No te dice nada tu jefe por ir así? —lo interrogó haciéndole una carantoña.

      —¿Qué me va a decir? Trabajo en un almacén de construcción cargando sacos, no en un banco.

      —Bueno, tú sabrás... Pues yo creo que después iré a la pelu… Quiero cambiar de look —decidió mirándose al espejo—. Por cierto, acuérdate que hoy tenemos cena en casa. Dile a Pesicolo que sobre las ocho y media esté aquí.

      Sergi no contestó, pero resopló con desesperación fingida.

      —No seas cascarrabias. ¿Crees que Pesi y Laia harán buenas migas? Sería genial que estos dos se liaran. ¿Te imaginas? —dijo divertida consiguiendo que el muchacho sonriera.

      Llegados al garaje, caminaron hacia sus respectivas scooters. Se dieron un beso rápido y protocolario y al salir del aparcamiento voltearon cada uno hacia una dirección. Ella se despidió con la mano. Él tocó el claxon. Al final de la calle, Sergi dobló la esquina y dio la vuelta a la manzana volviendo a introducirse en el parking que acababa de abandonar. Subió a su piso con sigilo, metió la ropa en la lavadora y se puso una camisa de tirantes que encontró colgada en una silla.

      Se dirigió a su habitación de juegos, en la que destacaba una Samsung de 47 pulgadas y la PlayStation 4, pero lejos de hacerles caso se agachó frente a un armario. Abrió cauteloso el último cajón, el cual estaba repleto de videojuegos, películas, cómics y CDs de música. Vació todo su contenido con cuidado, cogió un abrecartas e hizo varias oscilaciones de muñeca hasta que logró desencajar la madera que hacía de base. La retiró dejando a la vista un doble fondo en el que ocultaba una cantidad ingente de dinero, posturas de hachís, cocaína grameada distribuida en pequeñas bolsas de plástico y algunas pastillas de éxtasis. Cogió un porro que ya estaba liado y volvió a colocar cada cosa en su sitio. Al incorporarse, alguien tocó a la puerta de casa, lo que le obligó a


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