El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


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va! Tampoco te creas que he coincidido mucho con ella. Silvia la conoció en el trabajo y la habré visto seis o siete veces. Pero no sé… No me da buen feeling. Parece que todo el insti está que no caga con ella, así que el raro debo ser yo. Ahora bien, lo del hielo me ha tocado los huevos…

      Al salir del ascensor, Pesi le aguantó la puerta a una muchacha de apenas veinte años de rasgos hindúes cargada de bolsas de la compra. La india, vestida con un sari púrpura y grandes pendientes dorados, le sonrió moviendo su cabeza a modo de agradecimiento. Sergi, que no le había hecho ni caso a su vecina, salió disparado hacia el colmado regentado por paquistaníes situado al otro lado de la calle. En el rápido desplazamiento, a Pesi le asaltó una duda que quiso resolver en aquel mismo instante.

      —¿Ya les has dicho algo a Silvia?

      —¿De qué? —contestó molesto con oír esa pregunta por segunda vez en el día.

      —Joder, Sergi. ¿De qué va a ser? ¿No te suena haber ido el miércoles pasado a comprar algo con un fajo de billetes?

      —¡Ah, eso! Es que pasas de un tema a otro. Pues… Es que no he encontrado el momento adecuado. No tengo claro cómo se lo va a tomar, cómo decírselo…

      —¡Suéltaselo y ya está! A lo mejor hoy, que estás rodeado de amigos, es la oportunidad perfecta. ¿Sabes qué te quiero decir? —respondió Pesi intentando infundir ánimos a su colega.

      —¿Y tú y Laia mirando? No sé… Ya veremos…

      CAPÍTULO 5

      Las chicas se habían puesto cómodas en la terraza del ático y charlaban cerveza en mano. Laia se lio un cigarrillo con habilidad y le ofreció uno a Silvia, aunque sabía que lo había dejado hacía tiempo y lo iba a rechazar.

      —¡Qué fuerza de voluntad, neni! Yo lo he dejado un montón de veces, pero es que cuando veo un cigarro… Me mira con esa carita gritando «fúmame, Laia, quiero sentir tus labios» —exclamó cerrando los ojos y poniendo morritos.

      —Mark Twain decía: «Dejar de fumar es fácil. Yo ya lo dejé unas cien veces».

      —¡Qué bueno! Lo pondré en Facebook. ¿Y Sergi tampoco ha vuelto a fumar?

      —Dice que no, pero sé que lo hace a escondidas. No lo entiendo, pero…

      —Ridículo… Mmmm, qué te iba a decir… ¿Tú le has dicho algo de nuestras conversaciones? —la interrogó Laia.

      —Ya sabes que últimamente solo discutimos por el mismo tema.

      —Eso ya lo sé, tía. Me refiero a si le has comentado que tú y yo hablamos sobre «el tema» —dijo Laia marcando las comillas con sus dedos.

      —¿Estás loca? ¿Para qué te iba a meter en esto?

      —No sé… Es que lo noto algo tenso conmigo. Está en plan «¡aaaaargh!» —comentó sacando las uñas como si fuera un felino a punto de atacar.

      A Laia se le había apagado el cigarro y por más que intentaba encenderlo le era imposible porque el mechero había acabado su gas. Silvia la tranquilizó diciendo que tenía unos cuantos en la cocina y le hizo un gesto para que la siguiera. Antes de entrar, Laia cogió el minúsculo bolso que había traído, sacó su móvil y abrazó a Silvia para hacerse un selfie. Las amigas posaron alegres ante la cámara y, tras dar el visto bueno al resultado, la autora lo publicó con pasmosa rapidez en las redes sociales. Una vez entraron, Silvia se puso a buscar mientras Laia miraba los likes que ya tenía la instantánea e incidió en la conversación que acababan de tener.

      —¿Pero él que te dice cuando discutís?

      —Nada, ese es el problema. Que dice muchas cosas, pero al final no dice nada. Es que es imposible hablar con Sergi sobre nuestra relación, hacia dónde vamos…

      —Ya hace mucho tiempo que te lo digo, cariño. Con este tío no vas a ningún lado. ¿Qué lleváis seis años juntos, neni? —Silvia asintió encaramada a un armario—. Y en seis años no le has sacado ni una respuesta clara de si quiere tener hijos, de si piensa en casarse…

      —¡Qué va! Siempre que hablamos de esto acabamos de mal rollo, cambia de tema, se hace el loco… Y si insisto ya se lía… —contestó acercándole un encendedor.

      —¡Merci! ¡Mi salvadora! Mira, amor… Sabes que te quiero. Tú siempre hablas de formar una familia, ponerte un vestido blanco larguísimo el día de tu boda… Si lo hemos hablado un millón de veces, neni. Sergi no te va a dar nada de eso.

      —Pues quizá te llevas una sorpresa. Y yo, claro…

      —¿Y eso? ¡Cuenta, cuenta!

      —Pues la semana pasada escuché a escondidas que Sergi hablaba por teléfono y le decía, supongo que a Pesi, que ya se había decidido, que le tenía que ayudar a escoger, que le daba igual que fuera mucha pasta…

      —¿Y? —inquirió Laia arrastrándola de nuevo al exterior.

      —¿Cómo que «y»? Pues que a lo mejor me ha comprado un anillo.

      —O no… Pero vamos, es tan fácil como mirar el extracto del banco.

      Silvia bajó la mirada avergonzada y ambas tomaron asiento en las mismas sillas de antes. Su réplica le salió de la boca con un hilo de voz.

      —Es que cada uno tiene su cuenta, solo hay una común para los gastos y nada más. No sé el dinero que tiene ni en qué se lo gasta. Piensa que cobra un poco del paro y en el trabajo en el que está le pagan en negro, aunque no sé ni cuánto gana…

      —¡Cágate lorito! —exclamó Laia levantándose de su asiento—. Me dejas muerta. ¿Y te parece normal, neni? En serio, no sé a qué aspiras con este tío… Voy al baño, ahora vuelvo.

      La mujer del vestido granate se introdujo en la casa sin separarse de su móvil ni del bolsito. Al entrar en el aseo puso el cerrojo y antes de que la angustia por estar atrapada entre cuatro paredes pudiera atacarla, abrió de par en par la ventana que daba al patio de luces. Saber que había una obertura al exterior equilibraba su miedo irracional. Además, el mono que había empezado a sentir hacía que fuera capaz de cualquier cosa con tal de acabar con la abstinencia. Sacó del bolso un espejo y un poco de coca que trabajó con el carné de identidad. La cortó muy fina disponiéndola en forma de raya y la esnifó con fuerza. No tardarían en llegar la euforia, la energía desbordante, las ganas de conversar con fulano, mengano o zutano, qué más daba, y el cerebro en posición de alerta.

      Tras recoger sus utensilios narcóticos se sentó en la taza del váter con la cara apoyada sobre las palmas de sus manos. Pensó en qué pasaría si Silvia la viera drogándose y lo dijera en el instituto. ¿Una psicóloga orientadora que se mete perico y después ayuda a los alumnos con sus problemas? Patético. Una cosa es que algún colega de profesión supiera que de vez en cuando se fumaba un porrillo y otra muy diferente que no hubiera día en que la coca danzara por su sangre. No duraría demasiado en la escuela y prácticamente podría decir adiós a su carrera profesional. Y si encima se enteraran a qué dedicaba su tiempo libre… No, eso no tocaba ahora. Ahora lo que tenía que hacer era disfrutar de una cena con amigos, mostrar su cara más simpática y conocer a ese tal Pesicolo a pesar de la pobre impresión que le había dado. Así que respiró hondo, quitó el pestillo y antes de abrir la puerta se dijo a sí misma: «Sonrisa Profidén, calma y a cenar, que los chicos ya deben haber llegado».

      Cuando Laia apareció de nuevo en la terraza, sus compañeros ya estaban sentados alrededor de la mesa. Empezaron a comer y a charlar como cuatro jóvenes con ganas de divertirse, siendo Silvia la que ejercía de moderadora con la intención de que Pesi y su amiga se familiarizaran. Su esfuerzo unido al alcohol hizo fluir la conversación, la cual derivó hacia las alabanzas al éxito laboral de la psicóloga. Pesi, en cambio, se mostró más pesimista al hablar de su ocupación.

      —Debe ser una pasada eso de dedicarse


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