El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


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curro? —insistió Pesicolo sin darse por vencido—. ¿Lo llamo así, no? Porque es como si fuera eso… un curro. ¿O no?

      —¡Shhh! —le advirtió Sergi mirando hacia el interior de la casa—. No hables tan fuerte, que te puede oír Silvia, desgraciado.

      —No seas paranoico, brother. Si está ahí dentro escuchando Extremoduro a todo trapo. Venga, no me hagas más quiebros a lo Messi que no me vas a despistar. ¿Cómo va tu vida de camello? ¡Contesta! —le exigió apuntándole con un cuchillo de untar a modo de espada.

      —Otro pavo igual que mi vecino… ¡Qué no soy un camello, coño!

      —Tranqui, tío. ¿No habrás tenido algún problema, verdad? ¿Me lo hubieras contado sí o sí? ¿Eh? —Sergi negó con la cabeza—. Entonces, ¿cómo va?

      —Pues ahí va, cansino —respondió Sergi suspirando.

      —Vaya respuesta, tío. Pareces Sara Montiel… —Pesi comenzó a moverse imitando a la cantante e interpretando una de sus canciones. Se hizo con dos vasos y los pegó a su cuerpo a modo de pechos de mujer—. ¡Ay ba! ¡Ay ba! ¡Ay babilonio que marea! —Se fue acercando hacia su compañero hasta que consiguió tocarlo.

      —¡Quita bicho! —exclamó evitando el contacto de los vidrios—. Mira que eres payaso. ¡Tira p’allá calvorota!

      —Pues dime si es un «ahí va… bien» o un «ahí va… mal» —dijo moviendo los labios emulando a la artista sin verse afectado por el insulto de Sergi.

      —Va bien, hombre. Si me hubiera pasado algo ya lo sabrías.

      —Al final siempre te sales con la tuya para no responderme qué te pasa. Eres el rey del escapismo. El puto Houdini de Sants —bromeó refiriéndose al famoso ilusionista y al barrio en el que los dos se habían criado.

      En aquel momento apareció Silvia con un look rockero que combinaba una falda de cuero y un top del grupo de grunge Nirvana. También lucía un nuevo peinado y un tono de pelo diferente, pero ni su novio ni Pesicolo cayeron en la cuenta. Llevaba con gran agilidad una ensaladera hasta los topes en una mano y una fuente con pan en la otra. Los dos jóvenes acudieron a ayudarla en cuanto esta se dejó ver por la terraza. Seguidamente, los tres fueron al interior para traer más comida y bebidas, circunstancia que Sergi aprovechó para interrogar a Silvia.

      —¿Qué pasa con Laia? ¿Siempre llega tarde esta mujer o qué?

      —La puntualidad no es una de sus virtudes, ya lo sabes. Pero tiene otras muchas cualidades —dijo guiñándole un ojo a Pesi y bajando el volumen de la música—. ¿Tienes prisa? No seas agonías.

      —Solo espero que se haya acordado de traer el hielo —advirtió Sergi malhumorado.

      —Tranquilo —contestó dándole un beso en su cara hierática—. Me acaba de escribir un wasap diciéndome que ya llega. Supongo que se habrá acordado de comprarlo…

      Sergi miró a Pesi incrédulo, pero a los pocos segundos sonó el timbre del portero automático y Silvia fue a abrir dirigiendo una mirada a sus compañeros como diciendo «lo veis, ya está aquí». Volvió casi al instante dejando la puerta de la casa abierta y continuó colocando los últimos detalles de la mesa. Mientras tanto, les explicó a los chicos que Laia tardaría un rato en subir, pues ella nunca cogía un ascensor y el piso estaba situado en la séptima planta. Desde que tenía uso de razón, Laia sufría un miedo atroz a los espacios cerrados y a medida que pasaban los años su claustrofobia iba en aumento.

      La mujer llegó a la terraza con la cara roja y la lengua fuera, pero no tardó en recobrarse y hacerse notar. Su vestido estampado oversize granate con motivos florales ya era llamativo de por sí, pero nada que ver con su forma de hablar chillona.

      —¡¡¡Ey, chicos!!! ¡¡¡Esa peña cómo mola se merece una ola!!! ¡Uuuh! —gritó alzando los brazos—. ¡Disculpad el retraso!

      Silvia y Pesi se giraron hacia ella sonriendo, pero Sergi solo consiguió curvar la boca hacia arriba de forma forzada. La recién llegada se presentó ella misma a Pesi y repartió besos a todos efusivamente, aunque al tocarle el turno a Sergi notó la frialdad que emanaba el muchacho. Todo lo contrario que su amigo, que le hizo una radiografía completa. Aparte del vestido, le llamó la atención su media melena recogida en forma de trenza y sus labios carnosos. Le hizo falta un examen más detallado para descubrir unos preciosos ojos marrones algo grandes para las dimensiones de su cara. También se dio cuenta que mientras a la pareja y a él mismo aún le faltaban un par de años para llegar a los treinta, Laia ya hacía tiempo que había entrado en aquella década.

      —¡Estás guapísima! —exclamó Silvia cogiéndola de las manos.

      —Botines con este calor… ¿En serio? A veces no sé si te va el rollo hippie o eres una pija renegada —intervino Sergi con aire de desdén.

      —¡Soy «hippija»! ¿A ti qué te parece Pesi? ¿Te puedo llamar así, no?

      —Me puedes llamar como quieras. ¡Y a mí me parece que vas fantástica! —comentó sintiéndose ridículo por el atuendo tan informal que él llevaba y provocando que Sergi pensara que era un «pelota calentorro».

      Cuando Laia reparó en el cabello caoba de intenso rojizo que le caía sobre los hombros a Silvia abrió los ojos como platos.

      —¡Hala, tía! ¿Cuándo te has teñido? ¡Nunca te había visto con este color! ¿Ya lo habías llevado alguna vez?

      Los hombres se fijaron en ese detalle. Pero un mismo gesto o hecho, unas mismas palabras, tienen efectos diferentes según la persona implicada. Para Pesicolo fue un dato pintoresco sin repercusiones. Sergi, en cambio, sintió que le clavaban una estaca en el corazón. Tanto por no haber notado el cambio como por ser conocedor del momento exacto en que Silvia había llevado ese tinte en el pasado.

      —Sí… Lo llevaba en los tiempos en que conocí a Sergi… —El amargor mezclado con unas gotas de decepción por no haber gozado de la atención del muchacho fue percibido por los allí presentes—. Pero no me lo había vuelto a poner. Y de eso ya hace…

      —Oye, Laia, ¿el hielo lo has dejado en la cocina? —interrumpió Sergi buscando una huida hacia delante.

      —¡Hostias! ¡Lo siento! ¡Se me ha ido la olla! —exclamó echándose las manos a la cabeza con gran teatralidad—. Sorry, sorry… Voy a por él ahora mismo.

      —Déjalo. Ya bajo yo —respondió contrariado—. Si vas tú en vez de cubitos subirás dos bolsas de agua…

      Pesi decidió seguirlo. Bajaban en el ascensor cuando se fijó en cómo iban vestidos a través del reflejo del espejo y observó que los dos llevaban unos pantalones vaqueros cortos, chanclas y una camiseta. La diferencia residía en que la de Sergi era blanca sin dibujos, mientras la de Pesi simulaba el logo de Nintendo, si bien en ella podía leerse «Nontiendo».

      —Si lo sé me pongo otra ropa. ¿Has visto cómo van ellas? No me dijiste que a Laia le molaba el rollito bohemio. Si lo sé, le pregunto a Silvia...

      —¿Qué me quieres decir que tú vas como un bohemio así? A las tías les gusta arreglarse, maquillarse un poco, vestirse como si fueran de fiesta… Y Laia solo lleva un vestido, no va de etiqueta, colega…

      —No me jodas, brother. Para ti es fácil. Con ese cuerpo que te ha dado Dios, tu melenita, tu barbita de dejao en plan interesante… Joder, si hasta las putas manchas de nacimiento que tienes en el cuello y en el hombro te hacen sexy. Así liga cualquiera. Te pongas lo que te pongas. Pero yo… Con esta barriga cervecera y este cartón de aquí —lamentó tocándose la calva—. Que si me ven los del camión de reciclaje me llevan p’alante

      —Va, tío, tú sin camisetas cachondas no serías el mismo.

      —A ver si tú te crees que voy a hacer limpiezas bucales a la clínica así…

      —No, ya sé


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