El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


Скачать книгу
la obra tras adquirirla y la colocó en su abarrotada estantería...

      Cruzó el patio interior columnado como un rayo dejando atrás la bulliciosa ciudad y, tras subir al primer piso, agradeció el aire acondicionado de la enorme sala, que contrastaba de forma exagerada con la temperatura exterior. Una voz conocida la hizo volver del todo a la realidad diluyendo los restos de sus impertinentes recuerdos.

      —Bon dia, Silvia!

      Se trataba de Marc, un becario veinteañero con el que había entablado una camaradería forjada visita tras visita. El joven la observaba desde el mostrador sonriente con su camiseta del grupo de rock británico Kasabian, sus gafas de pasta negra y el pelo recogido con una coleta. Sin duda, el síndrome «ya es viernes» había tomado el control de su cuerpo y la simpatía emanaba por los poros de su piel.

      —Bon dia! Da gusto entrar aquí... ¿Cómo puede hacer tanto calor ya?

      —Debe ser cosa del cambio climático.

      —Este verano está siendo horroroso y no ha hecho más que empezar... Pero bueno... ¿Y qué? ¿Qué tal se presenta el fin de semana? —dijo apoyando el bolso sobre la mesa.

      —¡Buah! Collonut! Este finde tengo un cumpleaños y toca liarla en la Razzmatazz hasta que nos echen. Alcohol, buena música, amigos, mujeres... No se puede pedir más —contestó Marc con los ojos centelleantes.

      —¡Uf! Marina, L'Ovella Negra, la Razz... ¡Cuántos recuerdos! La verdad es que hace mucho que no salgo de marcha. Pero mucho, mucho...

      —Te estás contagiando de todos los «cara antigua sin plan» que vienen por el Archivo. Pronto serás una viejuna más con olor a naftalina... —bromeó Marc.

      —¡No te pases, chaval! Que aún no tengo ni treinta años, pero yo la etapa esa de emborracharme e irme a dormir cuando sale el sol, ya la pasé.

      —Ah, ¿sí? ¿Y en qué etapa estás ahora?

      La pregunta de Marc era inocente. Se encuadraba dentro de una conversación informal sin más finalidad que la de crear una atmósfera amable. Pero a Silvia le removió el estómago y la dejó muda. Bajó la cabeza sin ningún tipo de respuesta: ni una ingeniosa y divertida con la que contrarrestar al gracioso de Marc, ni una clara y verdadera que darse a ella misma. Tal fue la cara de interrogación que puso la mujer que el becario prefirió cambiar de tema pensando que la había ofendido.

      —Perdona, no quería... ¡Por cierto! ¡Ya nos han llegado aquellas entrevistas a exiliados que solicitaste!

      —¡Ah, perfecto! —respondió entusiasmada saliendo de su propia oscuridad—. ¡Pues lo mejor será que me ponga al lío! ¡Venga, prepara el DVD!

      Acompañó a Marc a una habitación pequeña repleta de ordenadores y este preparó la proyección. Silvia se puso los auriculares dándole las gracias al archivero mientras observaba cómo se marchaba. Esperó ansiosa el primer testimonio, que resultó ser el de un anciano del Vallès Oriental que había viajado a México gracias a su labor en una editorial. No escatimaba en detalles de las penalidades que había sufrido hasta que se había podido asentar en América Latina. Únicamente tenía palabras de agradecimiento hacia sus «hermanos mexicanos», pero no podía ocultar su odio a los golpistas. Se sucedieron diversas narraciones que contaban hechos parecidos en distintas partes del mundo: Francia, Inglaterra, la URSS, el norte de África e, incluso, Gibraltar. Hasta que llegó la intervención de Rosario...

      La arrugada anciana se presentó con determinación diciendo que era una española más de las miles que habían pasado a Francia a principios de 1939. Sus primeras divagaciones se refirieron a terroríficas vivencias en los campos de Argelès y Saint-Cyprien. Contó que no disponían de agua potable en los barracones, que la comida era escasa, que la higiene consistía en baños helados sin jabón, que la humedad les atacaba con virulencia...

      La centenaria abuela, vestida con una camisa carmesí y un jersey de rombos, cerró los ojos y respiró prolongando el silencio largo rato. Silvia la miró abducida por la fuerza de su presencia. Notó un hormigueo por la barriga que derivó en un escalofrío generalizado durante la pausa. La siguiente declaración la dejó helada: «allí perdí a mi bebé». Las lágrimas brotaron de la protagonista contagiando su dolor a Silvia. No era simple empatía, sino que reconocía aquellos sentimientos como si fueran los suyos propios. Las dos lloraron reviviendo historias de embarazadas enfermas que no eran atendidas. La propia Rosario había tenido que dar a luz en unos establos entre la paja y el estiércol, sin la supervisión de ningún médico. Pero su bebé no había aguantado el viaje de vuelta al campo de refugiados y murió sin superar las veinticuatro horas. Silvia se quitó los auriculares desencajada por una pena que la ahogaba. Los jugos gástricos subieron por su garganta, pero no llegaron hasta el punto de no retorno.

      No dejaba de repetir para sus adentros «mi bebé, mi bebé» hasta que ella misma se preguntó extrañada: «¿Mi bebé? ¿Pero qué estoy diciendo?». Confundida paró la reproducción y apagó el monitor. Estaba sola, desconsolada y agobiada, por lo que sin ningún remordimiento de estudiante aplicada se marchó de allí tras recoger sus cosas. Por suerte, no tuvo que cruzarse con Marc. No hubiera sabido qué excusa ponerle para explicar su estampida. Una vez fuera, ayudada por la claridad exterior, un viento suave y el vuelo de unas palomas, consiguió recuperar la serenidad.

      Ese viernes no iba a volver a entrar al Archivo, por lo que se bombardeó la cabeza con expresiones del tipo «un día de descanso me lo puedo permitir», «hace días que quiero pasarme por la librería», «aún tengo que comprar un par de cosas para la cena y prepararlo todo»... Además, en un rato quería ir a la peluquería a hacerse algo nuevo... O quizá viejo... Un color... Un peinado que hiciera tiempo que no se pusiera... No lo tenía claro, pero al menos había conseguido arrinconar los remordimientos y distraerse callejeando por el casco antiguo de Barcelona.

      CAPÍTULO 4

      En la vida, hay fases en las que se concentran infinidad de sucesos en un corto período de tiempo. Como si el Universo los estuviera almacenando, atándolos en corto, conteniéndolos, para liberarlos en el instante preciso en que confluyan y provoquen un hondo impacto en los protagonistas afectados. Pueden pasar días, semanas, meses e incluso años, en que la existencia de una persona no sea más que un divagar deambulante de acciones repetitivas y vacías, un devenir rutinario sin aparente fin ni trascendencia. Pero en ocasiones todo se acelera y se estira como un chicle, dando cabida a episodios de gran peso en nuestra historia particular.

      De cómo salgamos de estas situaciones dependerá nuestro futuro más inmediato y su gestión dibujará las bifurcaciones del mapa de nuestra biografía.

      Por eso, es importante distinguir entre los momentos y los MOMENTOS, en mayúsculas. Aquellos en los que hay que estar atento para no quedarse inmovilizado, aquellos en los que lo que piensas, dices y haces entran en conflicto. En definitiva, circunstancias en las que se demuestra si la persona que eres y la que dices ser es la misma.

      Y Sergi, Silvia, Pesicolo y Laia, cuatro amigos que habían quedado para cenar, se encontraban en uno de esos MOMENTOS, aunque no fueran conscientes de ello. Porque a la vida, al Universo, le da igual si percibes esta realidad o está fuera de tu marco filosófico. Tampoco le importa si te crees o no preparado para afrontar lo que te pasa. El clic ya había sonado, el botón On estaba en marcha y la precipitación de sucesos habían provocado que la primera ficha del dominó colocada en vertical y en fila empujara a la segunda. Era fácil deducir lo siguiente que pasaría...

      El anfitrión y Pesi acondicionaban entre risas la mesa en el exterior mientras Silvia acababa de preparar las bandejas de comida en la cocina. El cuarto comensal, Laia, llegaba tarde como de costumbre. En un momento que las caras de los chicos estuvieron a punto de tocarse, Pesi se dio cuenta de las ojeras que dominaban las facciones de Sergi.

      —Pareces cansado, tío. ¿Estás bien?

      —Estoy bien, lo que pasa es que he dormido fatal esta noche.

      —¿Y eso?

      —No sé...


Скачать книгу