El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido
—le interrumpió Silvia irónica.
—Vamos, Silvia. Sabes que no es fácil para mí.
—¿Por qué? ¿Porque tu padre os abandonó cuando eras pequeño? ¿Porque creciste en una familia desestructurada? Mis padres llevan más de veinticinco años casados y son felices. Cada pareja es un mundo. Además, tu problema no es ese, ni que quieras vivir el presente, ni ninguna de las chorradas que dices.
—¿Y cuál es mi problema? ¿Que no te quiero? ¡Sabes que te quiero! ¿No?
La chica bajó la cabeza y se echó las manos a la cara. Pasaron unos segundos antes de que le hablara sin tan siquiera mirarle.
—¿Hacia dónde vamos, Sergi? ¿Hacia dónde va nuestra relación?
—¿Hacia dónde quieres ir tú?
—¿Me tienes que responder con una pregunta? Es que me pones de los nervios... No se puede hablar contigo —dijo Silvia levantándose.
La joven pasó al lado de Sergi, quien alargó el brazo para tocarla. Silvia lo esquivó y salió de la estancia con paso firme, hecho que aceleró la respiración del muchacho sumiéndolo en un estado de confusión. Se quedó en la habitación dudando sobre lo que tenía que hacer. Escuchó cómo Silvia se servía un vaso de agua y permaneció inmóvil con la mano derecha agarrándose el cuello a la altura de la nuez, en donde tenía una rojez que su madre atribuía al pico de la cigüeña que lo había traído de París. Pero ni este recuerdo de su infancia le distrajo de su crisis sentimental. Tenía los músculos agarrotados y en el interior de su cabeza se fue instalando un nubarrón negro que no lo dejaba pensar con claridad. Al oír que rompía a llorar de nuevo, fue en su búsqueda mientras notaba que su frente se llenaba de gotas de sudor. Desde el marco de la puerta pronunció su nombre y ella lo miró.
—No te das cuenta de que estamos estancados...
—Yo no lo veo así. Para mí estamos estabilizados.
—No, no... ¡Estancados es la palabra! Porque hemos llegado a un punto del cual ya no nos movemos —dijo con indignación.
—Eso es estar estable. Estamos donde queremos estar —respondió Sergi sin creerse ni él mismo sus propias conclusiones.
—¡No es así! ¡Tú sabes que no es así! Tú nunca quieres hablar del futuro, de tener hijos, de planear nuestra vida juntos... ¡Joder, Sergi! Ni siquiera sé si te gustaría que nos casáramos. —Sergi se quedó mudo, lo que irritó más si cabe a la mujer—. Yo quiero dar un paso más. No sé cómo te lo tengo que decir. Quiero avanzar en nuestra relación y tú siempre escurres el bulto.
—¿Qué pasa? ¿Ya te han comido la cabeza tus amigas? ¿O se ha quedado embarazada otra de tus compañeras del insti?
—¿Qué coño dices? ¡Me basto yo sola para saber lo que quiero!
—¡Cuidado! ¡Que va a estallar el reloj biológico!
—¡Qué imbécil eres a veces! —le espetó la chica decepcionada.
—Perdona, cariño. Pero es que tampoco es para ponerse así…
—¡Sí que lo es! ¡Tú no quieres dar otro paso más! ¡No quieres ese compromiso!
El término «compromiso» removió a Sergi de los pies a la cabeza. Le provocó un torbellino de sentimientos y sensaciones que le eran conocidos, aunque no entendía el porqué. Era como si ya hubiera vivido aquella situación, a pesar de que nunca había tenido una conversación parecida con nadie. El ritmo cardíaco se le disparó y miró a Silvia con miedo. La joven solo veía a un niño disfrazado de hombre que se ponía nervioso ante las grandes decisiones de la vida. Verle con aquella mueca de espanto era superior a sus fuerzas y salió a la terraza buscando aire fresco.
Transcurridos un par de minutos, Sergi consiguió tranquilizarse y fue al encuentro con Silvia. Esta se apoyaba en la repisa del edificio observando las espectaculares vistas de la Sagrada Familia y la Torre Agbar que le ofrecía el ático situado en el distrito de Horta-Guinardó. El chico se acercó con pies de plomo y al verla de espaldas con su pelo rojizo bailando al viento volvió a tener un déjà vu. La leve brisa que soplaba dejaba al descubierto la nuca de Silvia mostrando el tatuaje de una serpiente enroscada al estilo de los brazaletes que usaban los antiguos romanos como símbolo de inmortalidad. Sintió su mirada penetrante e incluso llegó a creer que aquel animal intentaba decirle algo que no comprendía. Las piernas le flaquearon y tuvo que pararse en seco para reunir fuerzas a unos metros de Silvia. La chica se dio cuenta de su presencia y se giró para comprobar si Sergi tenía algo que decirle. El muchacho con mucho esfuerzo logró pronunciar tres oraciones: «No estoy preparado para algo así. ¿No te basta lo que te doy? Sabes que yo lo doy todo por ti».
—¿Todo? ¿Tú? ¡Yo lo he dado todo por ti! —dijo señalándose a sí misma con ímpetu—. ¡Por ti me quedé en Barcelona! ¡Por ti me alejé de mi familia! ¡Por ti busqué curros de mierda y renuncié al Doctorado en su momento! —Silvia ya no lloraba, solo quería soltar toda su rabia y dolor—. ¿Tú qué esfuerzo has hecho? ¡Si casi te tuve que suplicar que viviéramos juntos!
De nuevo, el enmudecimiento y el pavor atroz de Sergi, su percepción de revivir una escena que no recordaba, la frustración de Silvia y su desencanto, la decadencia de una relación…
—Tú no lo das todo por mí. Nunca te has entregado del todo como yo. Y encima te quedas ahí con la boca cerrada… Así no podemos seguir juntos…
—Pero yo te quiero… —dijo Sergi desconcertado.
—Y yo. No te imaginas cuánto te amo. Pero necesitas aclararte. No sabes lo que quieres. No te atreves ni a preguntártelo a ti mismo y por eso siempre acabamos discutiendo. —Sergi quiso hablar, pero fue incapaz—. Yo no puedo estar con alguien que no está seguro de querer planificar su futuro conmigo. Tienes que aclarar si buscamos lo mismo. Piensa qué quieres hacer. No te voy a presionar, pero no tardes… No alargues esta incertidumbre…
Sergi intentó besarla, pero ella le paró poniéndole la mano sobre la boca. La chica expresó su deseo de ir a dormir abatida y él se quedó estático viendo cómo la figura de Silvia desaparecía tras los vidrios de la terraza. Dudó si seguirla, pero su estado de conmoción le impidió moverse. Se sentó en la misma silla en la que había cenado y buscó alguna colilla dejada por Laia que llevarse a los pulmones. A cada calada, a cada exhalación de humo, las imágenes y las frases aparecían en su cabeza golpeándolo. Un fotograma se superponía a otro: el día que la conoció en un concierto de Iván Ferreiro; el modo en que congeniaron; el contraste irisado de sus ojos verde azulados que lo hipnotizaban; sus noches de amor, pasión y música que hicieron desde el principio que parecieran dos viejos amigos… Y así hasta recrear los acontecimientos que acababa de vivir en que notó que se repetían situaciones pretéritas que su memoria no encontraba. Intentó relacionarlo con la noche pasada en que una luz le había sugerido que recordara. Era absurdo, pero a la vez parecía interconectado…
No era momento para las fantasías, sino de tomar decisiones y eso era algo que no se le daba bien. ¿Qué hacer? ¿Qué quería él? Huir. Huir de aquel lugar, de ese estado de horror cerval, del bloqueo, del mundo de las elecciones, de la presión que sentía en la cabeza, de sí mismo si pudiese…
Se tumbó en el sofá y se puso la televisión para tener ruido de fondo. Se sumergió en la oscura noche de sus entrañas y cuando más atrapado estaba en las telarañas de sus pensamientos el sonido del móvil le sacó del lodo mental en el que se había metido. Tenía un nuevo wasap. ¿De Pesi, quizá? No… Era Vasile: «Mañana necesito que vengas a verme». Eso significaba que había una nueva entrega y, por ende, dinero que ganar. Así pues, lo mejor era dormir un poco y descansar, si es que podía, y al día siguiente ya vería qué hacía con su vida.
Calma en tensa duermevela. Vigilia sin caer en manos de Morfeo. Y de nuevo el zumbido de abejas en los oídos idéntico al que le había atormentado la madrugada anterior. Ya no escuchaba el televisor, la interacción con el medio ambiente físico cesó y su atención quedó fuera de los estímulos sensoriales.